Novelas de Dios
Naguib Mahfuz y Thomas Mann nos cuentan la historia de nuestros antepasados que le pidieron a un ser superior e inasible respuesta a las miserias del presente
En una nueva historia del monoteísmo, algunas novelas deberían tener un estatuto canónico. Por no decir de libro sagrado. Como es natural, a las instituciones judías, cristianas o islámicas —poca diferencia hay, llegado el caso— les repugnaría tamaño sacrilegio. Pero pensemos, por ejemplo, en José y sus hermanos, la tetralogía de Thomas Mann, o en Hijos de nuestro barrio, de ...
En una nueva historia del monoteísmo, algunas novelas deberían tener un estatuto canónico. Por no decir de libro sagrado. Como es natural, a las instituciones judías, cristianas o islámicas —poca diferencia hay, llegado el caso— les repugnaría tamaño sacrilegio. Pero pensemos, por ejemplo, en José y sus hermanos, la tetralogía de Thomas Mann, o en Hijos de nuestro barrio, de Naguib Mahfuz. En lo que nos enseñan sobre una historia integral del mundo creado por el Dios único, un mundo poblado por seres humanos y parahumanos, por animales, plantas, minerales, razón e inconsciente sin solución de continuidad.
En primera instancia, estas novelas dan cuenta, aquí y ahora, de la historia milenaria de los desmanes del Dios de Abraham en su relación con sus hijos. Son urdimbres holísticas, historias de familia y parentescos que devoran a los personajes y ensamblan una cosmovisión que, anclada en el pasado mítico-teológico, es prospectiva. Y aunque no escasee la reescritura novelada de los relatos bíblicos o coránicos por grandes autores, lo que distingue a ambas obras es su ambición, en la medida en que no se ciñen a una narrativa de vidas (como El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago) o de ideas (en la línea de G. B. Shaw en Volviendo a Matusalén) o de anécdotas (a la manera de Salman Rushdie en Los versos satánicos), sino que construyen una alegoría fundacional que opera, y esto es lo importante, como una vasta historia oral.
Mann y Mahfuz se comportan como si fueran transmisores de lo oído, se vinculan imaginariamente a un linaje de relatores, y en ello se funda la verosimilitud de su historia, más allá de la intriga en sí
Saber contar de oídas, modular las frases escuchándolas, siempre ha sido patrimonio de los grandes narradores. En busca de persuasión —y eso es lo que pretende cualquier historia, persuadir, sobre todo las sagradas— Mann y Mahfuz se comportan como si fueran transmisores de lo oído, se vinculan imaginariamente a un linaje de relatores, y en ello se funda la verosimilitud de su historia, más allá de la intriga en sí. Los dos agarran al hombre y su desgracia, al enigma y las pendencias, la longevidad y el instante, la casa y el infinito y nos cuentan, con una nueva plenitud, la historia de nuestros antepasados que le pidieron a un ser superior e inasible respuesta a las miserias del presente. O lo que es lo mismo: nos cuentan renovada la historia del ser humano en busca de sentido. Y de esperanza, muy codiciada por ambos novelistas.
Thomas Mann escribió el ciclo de José y sus hermanos de 1926 a 1943, años cruciales para Europa. Mann se exilió de Alemania a los pocos días de que Hitler fuera nombrado canciller. Que Mann interpela a sus contemporáneos es notorio, y el narrador lo hace de forma directa en ocasiones. El despliegue de conocimientos y la frondosidad narrativa pueden llegar a abrumar, y el Mann narrador se ufana de ello en algunos capítulos. Pero hay algo más: flota una sutil mofa del lector, al que se presume de entendederas eurocéntricas, y al que se pone frente una razón sensorial y extrasensorial turbadora y nada ilustrada. La capacidad de Mann de fabular borra fronteras religiosas y culturales, y Jacob y José son más caldeos, cananeos o egipcios que hebreos, o lo que es lo mismo, son poco “nuestros”, poco reconocibles. Por algo esta obra, a la que su autor tenía especial aprecio, no ha gozado de la misma estima que sus novelas rotundamente europeas.
Ni el Nobel ganado en 1988 ni su inmensa popularidad libraron a Mahfuz de una fetua de condena por blasfemo, y de sufrir un atentado terrorista
También es singular en el contexto árabe y en la trayectoria de Naguib Mahfuz Hijos de nuestro barrio. De alguna manera cabría leer esta fábula cairota como una variante islámica de José y sus hermanos, si bien más política, más directamente comprometida con los condenados de la tierra, que diría Frantz Fanon. Se publicó de manera seriada a lo largo de 1959 en el diario egipcio Al-Ahram, voz oficiosa del régimen naserista. La revisión crítica del gran Dios y del pequeño dios del momento, de la religión inmoral y la inmoralidad de la pobreza, la ignorancia y la autocracia, es palmaria. El lector musulmán reconoce sin esfuerzo en la saga del patriarca Gabalaui (Adham e Idrís, Gábal, Rifaa y Qásem) las historias de los profetas del monoteísmo que inauguró Abraham (Isaac e Ismael, Moisés, Jesús y Mahoma), y que Mahfuz amplía con Arafa, una suerte de sabio futurista, poseedor de la fórmula del progreso y la felicidad, y que por accidente mata al patriarca. En la literatura árabe hay pocas disecciones tan agudas de las propias miserias. Por ello pagaron Hijos de nuestro barrio y Mahfuz en persona. La novela sufrió una censura no explícita y el texto íntegro no se publicó hasta 1967, y solo en Beirut. Ni el Nobel ganado en 1988 ni su inmensa popularidad libraron a su autor de una fetua de condena por blasfemo, y de sufrir un atentado terrorista; de haberse emitido el dictamen en su día, dijo el jeque de turno, Rushdie no se habría atrevido. Hijos de nuestro barrio se publicó por fin en Egipto en 2006, cuatro meses después del fallecimiento de Mahfuz.
Luz Gómez es catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid; su último libro es ‘Salafismo. La mundanidad de la pureza’ (Catarata).
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