La nueva sede de la Fundación Gulbenkian de Lisboa redefine su espacio y su relación con la ciudad

En el interior del edificio, la artista Leonor Antunes reordena con brillantez la colección del museo, una de las mayores muestras de arte contemporáneo portugués

Intervención de Leonor Antunes en las salas del CAM de Lisboa.Pedro Pina (CGF)

Hasta la reciente remodelación del Centro de Arte Moderno (CAM) de la Fundación Gulbenkian, uno tenía la sensación de que el complejo, situado en un barrio un tanto anodino de Lisboa, era una metáfora perfecta de la crisis de la modernidad. Mientras que los cubos de hormigón, paradójicamente delicados, que albergan tanto el museo como el auditorio servían de sede de una colección que ilustra una ...

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Hasta la reciente remodelación del Centro de Arte Moderno (CAM) de la Fundación Gulbenkian, uno tenía la sensación de que el complejo, situado en un barrio un tanto anodino de Lisboa, era una metáfora perfecta de la crisis de la modernidad. Mientras que los cubos de hormigón, paradójicamente delicados, que albergan tanto el museo como el auditorio servían de sede de una colección que ilustra una exquisita historia del arte del antiguo Egipto a Monet, el pabellón, situado al fondo del jardín casi ya a la salida, era como uno de esos cuartos que quedan libres al marcharse de casa de nuestros padres y acaban sirviendo para guardar todo y nada a la vez.

Su arquitectura parecía ejemplificar a la perfección cómo los lenguajes y disciplinas artísticas habían saltado por los aires a partir de los setenta en una posmodernidad que ni el museo ni la sociedad habían podido digerir. Proyectado por Lesley Martin e inaugurado en 1983, a medio caballo entre los bienintencionados proyectos de vivienda social del fallido Estado de bienestar británico y ciertas pretensiones high tech, el pabellón transmitía una melancolía inexplicable. Parecía susurrarnos al oído “no hay futuro, solo este caos que ves”, y eso que este edificio se inau­guró cuando el optimismo europeísta por un radiante futuro campaba aún por el sur del continente. En ese sentido, el jardín a dos tiempos, una primera intervención que se debatía entre el paisajismo inglés y el japonés, y una segunda, más asilvestrada, que rodeaba el edificio de Martin, te devolvían —aún lo hacen— al sueño de la historia, ese en el que engañosamente creemos a ciegas en un pasado, un presente y un futuro alineados en un progreso sin fin.

La canopea del arquitecto Kengo Kuma. Fernando Guerra

Alrededor de 2016, la fundación tomó la decisión de remodelar la sede del CAM, que alberga una de las mayores colecciones de arte contemporáneo portugués. A diferencia de lo que ocurriera en los sesenta, cuando tres arquitectos casi desconocidos, Rui Jervis Atouguia, Pedro Cid y Alberto Pessoa, colaboraron para diseñar una de las mejores arquitecturas de museo de Europa, se optó, al igual que muchas otras instituciones lo hicieron antes de la crisis de 2008, por una firma reconocida del aún luminoso pero ya no tan brillante elenco de arquitectos estrella.

Esta elección acaba afortunadamente por resolverse de la mejor de las formas posibles. A través del único gesto de grandilocuencia que se permite el arquitecto japonés Kengo Kuma, y que veremos seguramente hasta la extenuación en las cuentas de Instagram de arquitectos de vacaciones, se despliega una pérgola que a modo de canopea propicia un espacio en forma de membrana —ni interior, ni exterior— con resabios de la arquitectura tradicional doméstica japonesa conocida como engawa. De este modo, Kuma resignifica y crea una nueva fachada para el centro que busca acoger al visitante de forma más orgánica desde la nueva entrada sur, sin ni siquiera tocar el edificio preexistente. En el interior, se empeña en buscar la luz y la libertad de movimiento hasta hacernos olvidar el pesado aire de correccional que dominaba el ambiente.

Esta intervención viene precedida del gesto quizá menos obvio, pero de mayor trascendencia, y que en muchos aspectos recoge el espíritu de resistencia de esta fundación como espacio público en la turística Lisboa: el de reducir a la mínima expresión la tapia que separa el nuevo jardín de la calle. El material sobrante sirve para construir un banco continuo y perimetral en el que sentarse en la calle sin necesidad de consumir, solo por el mero hecho de tener un lugar desde el que ver al otro deambular.

En su única grandilocuencia, Kengo Kuma despliega una pérgola con resabios de arquitectura tradicional

El CAM reabre con un programa expositivo desigual, con dos miradas sobre la colección, y una serie de intervenciones de la que cabe destacar la siempre brillante y a la vez grave Leonor Antunes. La artista despliega en uno de los pocos espacios aún reconocibles, la nave principal, un buen número de sus esculturas, que nos refieren a su constante preocupación por la idea de la representación y la fisicidad del objeto en un juego, si es que la artista se permite esa palabra, entre lo visible y lo evanescente, en el que parece preguntarse por el sentido de exponer en la historia del arte. Antunes cuida y hace evidente la luz, llama la atención sobre el suelo con estructuras de corcho, nos alerta sobre la ausencia de paredes haciendo hincapié en la experiencia de transitar una exposición y pone en crisis muchos de los absurdos principios, supuestamente inamovibles, de la museografía.

La invitación a propuesta de Benjamin Weil, director del CAM, pasaba también por establecer un diálogo con la colección. Ella prefiere abrir una discusión y lo hace de manera rotunda, evidenciando la exigua presencia de mujeres. Diseña y se apropia de dispositivos históricos en los que resuenan intentos previos por transgredir el museo como máquina sagrada, tomado de un buen número de arquitectas y artistas que van de Ana Hatherly a Sophie Taeuber-Arp, entre muchas otras. Reduce las cartelas a un valor accesorio y rompe así con cualquier intento de jerarquía mostrando las obras de artistas prácticamente desconocidas y sin embargo radicalmente contemporáneas, como Isabel Laginhas o Maria Antónia Siza, junto con otras más conocidas, como Helena Almeida.

Como cabría esperar, el CAM se retroalimenta de muchos de los temas recurrentes en gran parte de las exhaustas instituciones culturales europeas. Lo participativo y la escurridiza idea de lo colectivo, la crisis climática, precisamente cuando buena parte de Portugal se ve consumida por las llamas, la brecha de género. Todo esto parece sin embargo menos hueco, más creíble aquí, en una institución que lleva décadas repensando sus programas públicos y acompañando a los portugueses en estos tiempos europeos de dulce zozobra sin fin.


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