Cocinar en Navidad el pavo de mi abuela, un siglo después y sin receta: ¿misión imposible?
Acoso y derribo a los intentos (fallidos o no) de rescatar una tradición familiar al horno
Creo que no soy el único que, en estos tiempos difíciles, ha encontrado alivio recuperando costumbres y objetos de un pasado mejor; de los días en que nos sentíamos más seguros y tranquilos. Supongo que cada cual gestiona dicha nostalgia a su modo; a mí me ha dado por escuchar viejos discos de vinilo y ver Descalzos por el parque y Dos en la carretera por octava vez. Pero hasta ahora no había sentido el impulso de llevar esa reconfortante añoranza al terreno de la gastronomía. Otros más cocinillas me consta que se han aplicado con febril encono al horneado de pan a la antigua usanza. En mi caso, una insólita Navidad me ha animado a intentar recrear una receta que en Nochebuena solía preparar mi abuela paterna y que me transporta a mi infancia, una etapa en que el mayor de los problemas era terminar los deberes antes de que mi estricto padre llegara a casa.
El pavo relleno de mi abuela Victoria es, de hecho, una de las pocas cosas que recuerdo de ella; su laboriosa actitud y su marcada sorna se desdibujaron cuando enfermó de alzhéimer, siendo yo todavía preadolescente. Tengo entendido que, tras llegar a Madrid, y antes de casarse, trabajó en casa de una familia de postín. Relataba (¡cómo olvidarlo!) que, en aquellos años, compraban los pavos vivos en el mercado de San Antón, para después confinarlos durante días en la bañera del aseo del servicio, donde permanecían ajenos a su fúnebre destino. Añadía que, cuando tocaba sacrificarlos, siempre había en aquella residencia alguien de pueblo dispuesto a ejercer de verdugo, desplumarlos y destriparlos. No se refería con desprecio al origen rural del intrépido justiciero, sino con admiración, pues ella misma había nacido en un pequeño municipio de Gipuzkoa.
Por un momento visualizo cómo sería meter un pavo vivo en mi diminuto apartamento, y en cómo se lo tomarían los inspectores de seguridad alimentaria y las protectoras de animales, por no hablar del casero. Afortunadamente, hoy tenemos frigoríficos, cuya ausencia, supongo, obligaba antaño a conservar la apreciada carne de aquellas infortunadas aves encerrándolas en vida en aquel tétrico corredor de la muerte llamado lavabo. Ignoro qué cometido desempeñaba la madre de mi padre en aquella dantesca mansión, pero me inclino a pensar que no era el de cocinera: nunca fue especialmente ducha en esa materia. Lo cual me consuela: indica que su receta de pavo, con la que nos deleitaba después a la familia, no puede entrañar grandes complicaciones. Dado que no dejó testimonio escrito de cómo preparaba aquel atávico manjar ni de los ingredientes del relleno, me embarco en una ardua labor de investigación que me conduce hasta el catálogo online de la Biblioteca Nacional.
Mentalmente, sumo el tiempo que dedico a la detectivesca tarea al que requerirá la elaboración del plato, y el cúmulo de horas resultante me hace reconsiderar el empeño. Pero estoy aún en la casilla de salida, me digo; es pronto para tirar la toalla y decido seguir adelante con mi tortuoso plan. En los vetustos tratados que explican cómo se cocinaba el pavo antiguamente, encuentro información tan útil como desalentadora. El proceso se me antoja harto incompatible con el ritmo frenético de la vida moderna. “Una vez las aves bien limpias, deberán bridarse [atarse], valiéndose para esto de una aguja larga y bramante, de manera que han de quedar las patas y las alas bien sujetas y dobladas hacia la pechuga”, aconseja Adolfo Solichón, discípulo de Casa Lhardy y repostero real, en Arte culinario (1900). Lo de someter a técnicas de bondage al desdichado cadáver no me hace especial ilusión, y respecto al bramante..., ni siquiera estoy seguro de lo que es.
La cocina moderna perfeccionada (1888), compendio editado por Agustín Jubera, propone como relleno una pasta de “hígados de ave, fuagrás, grasa y algunas trufas”, aunque creo que el de mi abuela se ceñía al clásico navideño con trozos de manzana, ciruelas pasas y orejones. Y ahora viene lo mejor: una vez relleno el pavo, hay que coserlo. Me fastidia leerlo, porque a quienes yo pretendía emular era a los cocineros, no a los cirujanos...; aparte, carezco de aperos hasta para coser un botón. Después, “se dejará en sitio fresco y ventilado durante dos o tres días, según la estación, para que se perfume con el aroma de las trufas y no esté tan coriáceo [con aspecto de cuero]”, expone Solichón. ¡Tres días! Me siento abrumado. ¿Puede exigírsele a alguien que hace la declaración de la renta minutos antes de que acabe el plazo que exhiba semejante capacidad de previsión? ¿Queremos hacer un pavo o la obra de El Escorial? ¿Tan orgásmico es el balance final, que hace que merezcan la pena tantos preliminares? Completa el ciclo el tiempo que debe pasar el interfecto en el horno: de dos a cuatro horas, según su tamaño, con regados continuos para que no se seque.
‘Telepavo’, ¿dígame?
Me pregunto: ¿no compensará comprar un pavo de esos que anuncian en la radio, envasado al vacío y que tras cinco minutos en el microondas queda listo para consumir? La venta de estos productos aumentó un 9,5% en 2018 con respecto al año anterior, según un informe de Nielsen; la Asociación Española de Fabricantes de Platos Preparados (Asefapre) eleva el incremento en ese mismo periodo a un espectacular 39,1%. No es que ya no cocinemos como nuestros ancestros: es que nos hemos ido al polo opuesto.
La cosa viene de atrás. En 2015, este periódico certificaba en un artículo “el auge de los platos preparados en las fiestas navideñas”. Mas no conviene olvidar este matiz: mientras resulta encomiable que hoy día alguien encuentre placer en el hecho de dedicar una jornada festiva a trajinar en la cocina, merecen indulgencia aquellos que, viéndolo como una obligación, deciden eximirse de su cumplimiento. “Las tareas del hogar solo son desestresantes si nos gustan”, nos recordaba hace poco el experto en Ciencias Cognitivas Gustavo Diex. Al fin y al cabo, poder ahorrarse el engorro constituye un notable avance tecnológico, logístico y también sociológico, si pensamos que dicho cometido ha recaído históricamente en las mujeres.
Avances en igualdad aparte, me surgen dudas sobre el gozo que despierta el alimento: ¿le sabrían más ricos a nuestros antepasados sus platos, tan laboriosamente confeccionados con sus propias manos, que a nosotros las viandas traídas a casa por DHL o, a lo sumo, cocinadas en la décima parte del tiempo? En términos nutricionales, los especialistas aseguran que cocinar en casa está asociado con una dieta más saludable (Public Health Nutrition, 2015). Curioso: pese a la actual obsesión por contar calorías y calcular carbohidratos, hace un siglo —cuando la gente se llevaba a la boca lo que podía— se comía sustancialmente mejor, tal como nos ha confirmado Ramón de Cangas, de la Academia Española de Nutrición y Dietética, en varias ocasiones.
Me lanzo... y el carnicero me mira raro
Resuelvo que ha llegado el momento de comprar el pavo. Aún no es Navidad, pero si quiero lucirme ante mi familia en tan señalada fecha debo efectuar un ensayo previo. Me dirijo ilusionado a mi supermercado habitual y espero mi turno inspeccionando el mostrador en busca de algo que se asemeje a la idea que tengo de un pavo; no lo encuentro. Le pregunto al pollero y me mira como si le hubiera pedido carne de pingüino. Dispone de pechugas de pavo, muslos de pavo, filetes de pavo, lonchas de pavo, pero el pavo completo solo se lo suministran poco antes del 25 de diciembre. Así que hemos pasado de tenerlos revoloteando en los mercados a que no los haya ni vivos ni muertos en los lugares donde mayoritariamente se compra carne. Puedo encargar uno, eso sí, y aunque hacerlo me hará quedar como un viejuno esnob, accedo como única solución.
En un raro arrebato de perseverancia —o movido por simple cabezonería— recojo el pavo ya limpio y abierto en canal; compro los ingredientes del relleno, artilugios de costura, y procedo a poner en práctica la receta mezclando los rigurosos dictados clásicos con la sencilla fórmula del pollo asado. Me queda algo crudo por dentro, defecto que subsano prolongando la cocción y que espero no repetir esta noche. Sospecho que mi abuela, si levantara la cabeza, estaría más orgullosa de mi tenacidad que de mis dotes culinarias. A la vez que lo degusto, reflexiono: mientras hay actividades que en el presente pueden llevarse a cabo como en un pasado remoto (los cuadros se siguen pintando como hacía Velázquez, y la música puede componerse con el mismo instrumental que usaba Falla), las atávicas maneras de cocinar han quedado completamente desterradas por obra y gracia de refrigeradores, sartenes antiadherentes y Thermomix. Si no eres un loco sentimental, ni tan mal.