La alternativa socialdemócrata: la inquietante timidez chilena

Es con el expresidente Ricardo Lagos que nace y muere una oferta socialdemócrata, la que adoptó la fisonomía sumamente discutible de una tercera vía sudamericana. Pero a pesar de todos sus límites, se apreciaba con nitidez una identidad política robusta

Gabriel Boric habla con Ricardo Lagos y Michelle Bachelet, en Santiago, Chile.Marcelo Hernandez (Getty Images)

Una de las grandes debilidades de las izquierdas chilenas, especialmente del Partido Socialista, es la extraña debilidad de su oferta política y programática, lo que contrasta con el lento –pero seguro– surgimiento de una nueva generación de dirigentes. De modo casi vergonzante, el socialismo chileno y sus aliados (eso que en Chile se llama Socialismo Democrático) tiene muchas dificultades para afirmar su identidad política, tanto de su proyecto (cuya esperanza de vida se mide en tres o cuatro gobiernos sucesivos) como de su programa (ese elemento tan relevante para encarar una elección presid...

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Una de las grandes debilidades de las izquierdas chilenas, especialmente del Partido Socialista, es la extraña debilidad de su oferta política y programática, lo que contrasta con el lento –pero seguro– surgimiento de una nueva generación de dirigentes. De modo casi vergonzante, el socialismo chileno y sus aliados (eso que en Chile se llama Socialismo Democrático) tiene muchas dificultades para afirmar su identidad política, tanto de su proyecto (cuya esperanza de vida se mide en tres o cuatro gobiernos sucesivos) como de su programa (ese elemento tan relevante para encarar una elección presidencial, la madre de todas las elecciones en este país del “extremo occidente”, como llamaba a esta parte del mundo el cientista político francés Alain Rouquié).

Seamos francos: es con el expresidente Ricardo Lagos que nace y muere una oferta socialdemócrata, la que adoptó la fisonomía sumamente discutible de una tercera vía sudamericana. Pero a pesar de todos sus límites, se apreciaba con nitidez una identidad política robusta, de centroizquierda liberal, con apertura hacia el centro político. Desde entonces, nunca más hemos observado una oferta política tan nítida: si bien los dos programas de gobierno de la ex presidenta Bachelet eran de inspiración socialdemócrata (su primer mandato fue mucho más moderado que su segundo periodo presidencial, sin que sepamos muy bien en qué sentido, más allá del mayor énfasis en lo público entre 2014-2018), hay pocas razones para pensar que esta timidez programática se subsanará en el corto plazo. Buena parte de la explicación de la timidez de la oferta de centroizquierda en los últimos veinte años se explica por el cambio de clima ideológico, en Chile (y en el mundo), así como por la crisis electoral de varios partidos socialistas y laboristas europeos (hoy en recuperación en varios países), especialmente a partir de las movilizaciones estudiantiles de 2011 y 2012, que hicieron imposible siquiera sugerir una identidad socialdemócrata (cuando, en la realidad de las cosas, el progresismo gobernaba desde un programa de ese tenor, sin asumir la identidad política subyacente, lo cual aplica para el gobierno del presidente Gabriel Boric). Es cierto: la tradición revolucionaria del Partido Socialista hacía imposible esa aceptación (para lograrlo, se hubiese requerido un Congreso de tipo Bad Godesberg), sin lograr conceptualizar al gobierno de la Unidad Popular como una socialdemocracia radicalizada en los hechos.

Pero todo lo anterior es historia. Las coordenadas del presente para cualquier izquierda la inscriben en un perímetro socialdemócrata que, si el clima de polarización de las elites políticas fuese algo menos intenso, bien valdría la pena sincerar. Pero, ¿en qué consiste un horizonte socialdemócrata? Simplificando en exceso el argumento, el periodo clásico (que corresponde a la edad de oro entre 1945 y 1975, tres décadas que son conocidas en Europa como las “treinta gloriosas”) está conformado por tres derechos sociales de goce universal y de efectos igualitarios en tres ámbitos: salud, educación y pensiones, a lo que se suma –dependiendo de los países– un robusto seguro de desempleo. El secreto de este éxito radicaba en un universalismo redistributivo sin complejos, a partir de condiciones económicas de posibilidad que son imposibles de repetir hoy en día. Pero este horizonte de sentido es, todavía, inalterable: ante el colapso del comunismo, la fatal decepción que produjo la revolución cubana y la vergonzosa desnaturalización de esos malos experimentos que han sido Venezuela a partir de Chávez (y especialmente con el dictador Maduro) y Nicaragua con Daniel Ortega (otro dictador), no hay mucho en donde encontrar fuentes de inspiración…salvo en la socialdemocracia europea de los 30 años posteriores a la segunda guerra mundial y, especialmente, en los países nórdicos. Todo lo que no se incluya espontáneamente en este universo de experiencias son variantes de la socialdemocracia (y, por lo tanto, del capitalismo), incluyendo la Unidad Popular en una era de revoluciones (que es, precisamente, lo que funda su gran originalidad).

Si el horizonte es el que hemos señalado, ¿en qué podría consistir un estado del mundo con derechos sociales universales garantizados? Esta no es una pregunta programática, tampoco retórica, es una pregunta de proyecto político que, por razones misteriosas, pocos la formulan seriamente: Sheri Berman ha narrado brillantemente su historia, y Lane Kenworthy ha suministrado pruebas de su desempeño. Es cierto que existen muchos intelectuales de gran prestigio que se han propuesto refundar el horizonte de sentido de las izquierdas, desde Nancy Fraser con su crítica al capitalismo caníbal y su agenda de cuidados hasta Wendy Brown con su brillante deconstrucción del neoliberalismo, pasando por la elaboración de una problemática agenda de“interseccionalidad desde el trabajo pionero de Kimberlé Crenshaw: este es un vibrante debate político e intelectual, pero que -a pesar de la ambición de quienes lo protagonizan-, corrige en el margen el horizonte de bienestar socialdemócrata, sin romper con él.

Pues bien, las coordenadas de la vida en sociedad han mutado a tal velocidad que, me temo, todo lo anterior arriesga seriamente con quedarse corto. En primer lugar, las izquierdas, todas, tienen que asumir seriamente la pregunta por las condiciones económicas de posibilidad de este horizonte de sentido, lo que equivale a interrogarse sobre los fundamentos del crecimiento económico, y solo en seguida por la redistribución: algún tipo de respuesta la proporciona, en Chile, la industria del litio y las posibilidades del hidrógeno verde, pero no constituyen un proyecto de crecimiento económico sustentable y duradero en el tiempo (el que, de existir, supone incorporar valor a esta economía extractivista que es la chilena). En segundo lugar, la rápida automatización del trabajo supondrá la extinción de grupos sociales completos que han sido la base de apoyo tradicional de las izquierdas: ‘trabajadores manuales e intelectuales’ en la historia doctrinaria del socialismo chileno, una bella fórmula que describe muy bien lo que fue el pasado, pero que no nos dice mucho de lo que será el futuro. En tercer lugar, la inminente irrupción de la inteligencia artificial en la vida cotidiana generará nuevos dilemas de los que nadie tiene claridad: ¿cómo responder políticamente, desde una socialdemocracia moderna que se formula las preguntas de hoy, a las amenazas del capitalismo de vigilancia gracias al big data, a la automatización de innumerables oficios y al futuro del trabajo (un reciente estudio del FMI, “Gen-AI: Artificial Intelligence and the Future of Work”, ofrece algunas pistas de respuesta), a esa posible vía de escape de todos los males del mundo a través del meta-verso, al transhumanismo, la crisis climática y tantas otras cosas?

Nada de esto es futurología: es política en movimiento, y no serán ni la vieja izquierda popular ni la nueva izquierda embriagada por la identity politics y el wokismo las que ofrecerán respuestas útiles e interesantes. Lo único que queda en pie, por el momento, es el impulso universalista de la socialdemocracia, y nada garantiza que ese horizonte de sentido siga siendo pertinente en un mundo que, en apenas una década, no tendrá nada que ver con el mundo desde el que escribo esta columna.

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