El ‘modelo Dubái’: cuando el petróleo barato lleva al máximo derroche

La autora, que ha vivido una década en la ciudad que acoge la COP28, cuenta cómo es el día a día en un lugar adicto a los combustibles fósiles y el desafío de dejar atrás el alumbrado salvaje y el aire acondicionado extremo

El gigantesco Rascacielos Burj Khalifa, de 829 metros, en la ciudad de Dubái.Loop Images (Loop Images/Universal Images Gro)

La elección de Dubái como sede de la cumbre del clima de este año desató incredulidad entre expertos y activistas. ¿Cómo podía albergar la cita una ciudad conocida por su derroche energético y sus extravagancias urbanísticas? Más allá de los intereses políticos por influir en el debate, la paradoja evidencia la dificultad a la que se enfrentan las monarquías de la península Arábiga para sup...

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La elección de Dubái como sede de la cumbre del clima de este año desató incredulidad entre expertos y activistas. ¿Cómo podía albergar la cita una ciudad conocida por su derroche energético y sus extravagancias urbanísticas? Más allá de los intereses políticos por influir en el debate, la paradoja evidencia la dificultad a la que se enfrentan las monarquías de la península Arábiga para superar su adición al petróleo y la cultura del despilfarro que han engendrado. El modelo Dubái, que luego han seguido otras grandes urbes de la región, respondía a una época en la que los combustibles fósiles eran baratos y parecían inagotables. Ahora los gobernantes intentan ponerles coto ante la presión internacional por el cambio climático y la necesidad de no perder el tren de las energías renovables.

Al aterrizar de noche en Riad, Abu Dabi o Doha, lo primero que llama la atención es el abundante alumbrado de esas capitales. Después, en el trayecto desde el aeropuerto, sorprenden las autopistas iluminadas, no a la entrada y a la salida, sino todo el trayecto. Una vez en el centro, los edificios compiten entre sí por ver cuál muestra un mejor perfil bajo los focos. Hasta las palmeras están con frecuencia rodeadas de tiras de leds, dando la impresión de una permanente Navidad. Ese dispendio se ha convertido en imagen de marca de las petromonarquías. Superarlo va a costar bastante más que acoger la COP y declarar buenas intenciones. Exige cambiar una muy arraigada cultura del despilfarro.

He vivido durante una década en Dubái, la segunda ciudad de Emiratos Árabes Unidos (EAU). Allí, mi piso no tenía calefacción, sino aire acondicionado central. En absoluto se trataba de un lujo. Es una necesidad en una zona del mundo donde las máximas se acercan a los 50 ºC durante al menos un par de meses (día tras día, no de forma ocasional), al tiempo que las mínimas no bajan de 32 ºC. Una sensación térmica que se agrava con la humedad cuando el viento sopla del mar a tierra. Incluso las piscinas hay que refrigerarlas. Lo que no era tan normal es que hubiera que llevar una chaqueta gruesa para no pelarse de frío en oficinas, centros comerciales o cines; tener una pista de esquí en ese clima, o que hubiera quien se instalara una habitación nevada dentro de casa. Algo ha empezado a cambiar en los últimos años.

Los medios locales se han hecho eco de cómo los residentes en EAU y otros países de Oriente Próximo se enfrentan ya a las repercusiones físicas, mentales y financieras del calentamiento global. Y, con excepción de Qatar, los demás miembros del Consejo de Cooperación del Golfo, o CCG, (Kuwait, Arabia Saudí, Baréin, EAU y Omán) se han comprometido alcanzar cero emisiones para mediados de este siglo. Sin embargo, a finales de 2020 las fuentes de energía renovable apenas alcanzaban el 3% de la capacidad instalada en esos países. Emiratos, el que ha ido más lejos en su diversificación, obtiene en torno a un 20% de sus necesidades de renovables.

El desarrollo de Dubái, como el del resto de las grandes urbes del CCG, no hubiera sido posible sin la energía barata que ha proporcionado el petróleo desde su descubrimiento en el primer tercio del siglo XX. En una parte del mundo donde el Tesoro público se confundía con la hacienda privada de las familias gobernantes, los ingresos del oro negro financiaron la práctica gratuidad de los servicios básicos (agua, electricidad, entre otros), a cambio de la anuencia tácita de los gobernados. Incluso los expatriados (a los que había que atraer a un entorno difícil tanto por el clima como por la inicial falta de infraestructuras, y que ya suman la mitad de la población) se beneficiaban de tarifas subvencionadas. Aún hoy el kilovatio/hora o el litro de gasolina siguen muy por debajo de su precio en Europa, lo que dificulta reducir el consumo.

No son sólo los potentados con sus ferraris y sus porsches. Cuando puedes llenar el depósito de un coche grande con apenas 18 euros (precio de la gasolina extra a mi llegada a EAU en 2011), hay pocos incentivos para usar el transporte público. Y en Arabia Saudí y Kuwait, el combustible era incluso más barato. Hasta muy recientemente, tampoco los gobiernos de la zona vieron la necesidad de invertir en una red de autobuses o de metro, en un círculo vicioso de ausencia de oferta y falta de demanda. Pero las cosas están cambiando. En 2009 Dubái fue pionera del CCG en la construcción de un metro (desde entonces, ha expandido su alcance, así como las líneas de autobuses). Le han seguido Riad, la capital saudí, y Doha (para el mundial de Qatar 2022).

La primera vez que viajé a Kuwait, en 1987, se decía que costaba más un litro de agua potable que uno de gasolina. Quizá era exagerado, aunque no mucho. Casi el 80% de la península Arábiga es desierto. Sus escasos acuíferos hace ya décadas que resultan insuficientes para dar de beber a una población que hoy ronda los 90 millones de habitantes (un tercio de ellos en Yemen, el país más pobre de la región y que no es miembro del CCG). Así que las petromonarquías han construido a lo largo de su litoral una costosa red de plantas desaladoras, que suman el 60% de la capacidad de desalinización del mundo. De ellas procede la mitad del agua que se bebe en EAU y hasta el 90% de Kuwait.

Su precio subvencionado ha incentivado un aumento desproporcionado de la demanda (además de para uso doméstico, también industrial y agrícola). El consumo per cápita de agua en esos países triplica la media mundial (180 litros/día). En el caso de Arabia Saudí, el mayor de los seis miembros del CCG y donde se concentra la mitad de su población, son 560 litros/día, solo por detrás de Estados Unidos y Canadá. A pesar de que los costes por metro cúbico se han ido reduciendo a medida que se mejoraba la tecnología, Arabia Saudí utiliza unos 300.000 barriles de petróleo diarios en la desalinización.

El aumento de las poblaciones y los vaivenes en el precio del crudo hace ya tiempo que ponen en dificultades las subvenciones al consumo (responsables de buena parte de los déficits fiscales de estos países). Al mismo tiempo, su retirada siempre ha sido un asunto delicado en ausencia de sistemas de representación política. De hecho, al estallar las protestas de la llamada primavera árabe, todos los monarcas se apresuraron a anunciar subsidios más o menos generosos para acallar el menor signo de malestar. Pero en 2015 el petróleo volvía a caer y los más avezados empezaron a tomar medidas.

En agosto de ese año, EAU —el tercer productor de la OPEP— desreguló el precio de la gasolina con el argumento de “apoyar la economía, reducir el consumo de carburante, proteger el medio ambiente y preservar un recurso nacional”. Hoy, tiene la más cara del CCG (unos 0,87 euros el litro). Desde entonces también se han moderado los aires acondicionados en los lugares públicos. Además, antes de esa fecha, Emiratos, un tercio de cuya economía depende directamente de los hidrocarburos, era el único país del grupo que tenía un marco de política climática. El proyecto piloto de Ciudad Masdar, en Abu Dabi, la capital emiratí, abrió en 2009 el camino de una diversificación, en la que, como Arabia Saudí, también incluye la energía nuclear. El principal objetivo, sin embargo, no es dejar de extraer crudo, sino disponer de más para la exportación en lugar de gastarlo en casa para generar electricidad.

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