“Logré convencer a Mengele para que me dejase vivir”
Un superviviente, de 91 años, recorre la exposición de Madrid dedicada al campo de exterminio nazi
Un anciano en silla de ruedas visita la exposición Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos, en el centro de exposiciones Arte Canal, en Madrid. De pelo blanco y ojillos azules, ha acudido elegante, con chaqueta gris y pantalón negro. Su mirada se centra en un objeto, un zapato rojo de una prisionera del campo de exterminio en el que los nazis asesinaron a 1,1 millones de personas. Él vivió para contarlo. Con voz débil y ronca se pregunta: "Aún no sé por qué nos hicieron esto". Noah Klieger (Estrasburgo, 1926) ha estado en Madrid invitado por los organizadores de la muestra, con motivo de que mañana, sábado, es el Día de Conmemoración del Holocausto, que la ONU fijó en 1985 para el 27 de enero, fecha en que los soviéticos liberaron, en 1945, a los 7.000 esqueletos que quedaban en Auschwitz, con un mensaje al cuartel general en Moscú: "Es un campo de tamaño inmenso. Los alemanes han huido".
Klieger recorrió la exposición que, desde su apertura, el 1 de diciembre, ha superado las 110.000 visitas. "Los alemanes que votaron a Hitler pudieron votar a otros partidos. Él ya había escrito lo que quería hacer a los judíos, así que no hay una explicación a por qué esa sociedad cambió de la noche al día", dijo Klieger, enviado con 16 años a Auschwitz por ayudar a otros judíos. Sus padres estaban en la Resistencia belga.
Al llegar a una de las piezas más impactantes, un uniforme de prisionero, probablemente se ve a sí mismo con esa prenda a rayas: "Los llamábamos pijamas". Para él, contemplar estos objetos —hay más de 600—, le hace "feliz", aunque admite que "nunca se podrá mostrar cómo nos sentíamos", un horror que no ha dejado de recordar "ni un solo día". La muestra, hasta el 17 de junio, está organizada por la empresa Musealia en colaboración con el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau y tiene a Madrid como primera parada de su recorrido mundial por 14 ciudades. Klieger explicó que en aquellos días "nadie en Europa Occidental conocía la realidad de los campos de exterminio". "Se oía hablar de campos de concentración, en los que el trato no era bueno, pero no te asesinaban".
Tras la visita, Klieger pronunció una emocionante conferencia, fueron 50 minutos y sin papeles. "Estuve en Auschwitz del 18 de enero de 1943 al 17 de enero de 1945". Su día a día empezaba a las seis de la mañana, "con una ducha, siempre fría, aunque fuera hiciera 20 bajo cero. No te secabas, sino que pasabas al desayuno: una bebida negra que llamaban café y un pan negro húmedo. Trabajábamos 11 horas, te pegaban y te decían ‘más rápido, más rápido’. Por la tarde nos daban una sopa horrorosa. Los domingos descansábamos y teníamos un trozo de salchicha que no era de carne y una cucharada de mermelada. Padecíamos disentería o tifus. A los que se quedaban sin fuerzas los mandaban a la cámara de gas".
Aquel horror tuvo su clímax: el encuentro con el macabro Mengele, cuya espeluznante mesa de operaciones se incluye en la exposición. El todopoderoso médico que decidía al instante quién podía seguir con vida o ser liquidado. Klieger recordó aquel momento con un esbozo de sonrisa: "Necesitaría otros 50 minutos para describirlo… logré convencerle de que me dejara vivir, él era muy teatral". Fue uno de los "milagros", como los llama Klieger, que le permitieron sobrevivir, y por eso se prometió dedicar el resto de su vida a contarlo. "Tengo 91 años, no me queda mucho, pero mientras pueda lo seguiré haciendo". Klieger calcula que, en más de 60 años, ha intervenido en casi 12.000 actos.
Cuando la II Guerra Mundial estaba a punto de acabar, Klieger fue uno de los trasladados a otros campos. Superó dos de las conocidas como "marchas de la muerte". "En la primera, caminamos cuatro días. Luego nos metieron en grupos de 150 en vagones. No teníamos espacio, pero con los días lo hubo por los muertos".
El destino fue Mittelbau-Dora, donde los nazis perfeccionaban sus misiles V1 y V2, con los que intentaban "ganar una guerra perdida". Durante la clasificación de los recién llegados, Klieger ocultó su número de prisionero, tatuado en el brazo izquierdo, y se declaró prisionero político francés "porque no los mataban". Después simuló ser un mecánico, para estar con los operarios de la fábrica de los misiles y tener "algo más de comida y una hora menos de trabajo". "Nos llevaron a una sala: ‘Muestren qué saben hacer". Klieger no sabía nada. Sin embargo, un prisionero que conoció en ese momento, paisano de Estrasburgo, le ayudó pasándole las piezas montadas. Otro milagro.
También su astucia le salvó. Los nazis necesitaban un capataz que hablase alemán para transmitir sus órdenes a los trabajadores. Él lo hablaba porque Alsacia había pertenecido a Alemania. Klieger reconoció el acento bávaro del oficial que le interrogaba y se lo dijo. Aquel hilo de empatía le valió el puesto, una ducha y ropa.
"El 4 de abril nos sacaron de allí por los bombardeos aliados". Entonces, padeció otra marcha de la muerte. "Diez días caminando, sin comer. De 4.000 llegamos 600 a Ravensbrück, donde nos pusieron a cavar zanjas, pero no teníamos fuerzas, así que apaleaban hasta la muerte a los débiles". El 29 de abril fue liberado.
En el debate con el público le preguntaron cómo vivían los niños en Auschwitz. "No había, los gaseaban al llegar". Y concluyó con un nuevo milagro: "Volví a ver a mis padres en Bélgica. Solo entonces supe que habían estado en Auschwitz y habían sobrevivido".
Babelia
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