El Mad Cool se acerca a la Ítaca de los festivales
Con unos emocionantes The National, unos empáticos Vetusta Morla y la nostalgia trampa de Smashing Pumpkins, la cita consigue en su segunda jornada convertirse en una marca bien definida
Por fin. Después de tres años y dos jornadas de esta cuarta edición, Mad Cool ha logrado acercarse a la Ítaca de todos los festivales: convertirse en una marca. Todo evento de estas características aspira a eso. Por un lado, porque las marcas son como los pingüinos: les gusta juntarse aunque en el fondo se caigan mal. Si ves una marca (o un pingüino) sola, es que algo va mal ahí. Juntar marcas es juntar dinero y reputación. Al menos, en este siglo XXI. Por otro, porque en la sociedad actual hacer marca es sinónimo de tener personalidad, estilo propio, posibilidad de monetizar. Y eso es lo que logran todos aquellos festivales que son capaces de vender muchas entradas antes de desvelar su cartel. Este viernes, Mad Cool armó por fin un cartel coherente, acorde a una forma concreta de entender estos eventos y lo repartió sobre un recinto cómodo, bien distribuido y estéticamente resultón. Cada vez se parece menos al intento de armar un Coachella diseñado por el hijo de alguien a quien se le debe un favor.
Había un cabeza de cartel con pedigrí, The National, alrededor del cual se levanta un consenso casi popperiano y que es capaz de trazar una línea ética y estética que cruza miembros afines de hasta tres generaciones distintas. Con el único combo nacional que de aquí a unos años podría alcanzar similar estatus: Vetusta Morla. El grupo noventero que una vez lo tuvo y al que se va a ver para comprobar qué de todo eso retuvo: Smashing Pumpkins. Y, sobre todo, este viernes Mad Cool reparó finalmente en algo determinante para pasar elevarse por encima del estatus de evento al que se va por los mismos motivos por los que podría no ir: fondo de armario.
Un buen festival es uno al que vale la pena ir las seis de la tarde. Se presentaba la esperanza del indie australiano: Rolling Blackouts CF. La banda más loca y prometedora que ha dado Reino Unido en el último año: black midi. Veteranos de la tierra: Sex Museum. La vocalista femenina con más atractivo de su generación: Sharon Van Etten. Y además, cuidado: ¡un rapero! Lo que oyen. Un rapero llamado Vince Staples, que es lo más cerca que se puede estar de tener a Kendrick Lamar sin tenerlo.
Por fin. Sea accidental —para desgracia de algunos, Pearl Jam o Foo Fighters no pueden girar por Europa cada verano, que ya tienen una edad— o sea buscado, la verdad es que, por primera vez en su historia, Mad Cool, más allá de las filias de cada uno, armó una jornada cuyo cartel no parecía haberse hecho a golpe de talonario o por alguien que se ha dado un golpe muy fuerte en la cabeza.
The National es ahora mismo la única banda de rock capaz de ser cabeza de cartel en un festival y salir a hombros sin haber sucumbido a ningún tic de roquero trasnochado. Lo suyo es una lección sobre cómo uno se hace mayor con respeto hacia sí mismo y hacia quienes les rodean. Sus discos cada vez son mejores y su directo en esta gira de presentación de I Am Easy to Find es su propuesta más ambiciosa hasta la fecha.
Pero logran que esto casi ni se note. Son grandes por circunstancias, no por vocación. Las pantallas son gigantes, llevan tres coristas vestidas de miembros de alguna secta y ofrecen un repertorio que hoy es emocionante, pero mañana, si lo cambiaran por completo, lo sería igual. The National es la banda más exitosa del planeta sin ninguna canción de éxito. Y sí, Rylan es apabullante. Day I Die se eleva sobre todas las cosas y las personas. Fake Empire nos recuerda cómo hace más de una década un grupo pequeño hizo una canción pequeña que ha ido creciendo con ellos. Fue emocionante. Fue importante. Que estos tipos congreguen a tanta gente es una de las últimas maravillosas anomalías que nos va a dar esa cosa que conocíamos con rock.
El alambre de la memoria
Justo después, Smashing Pumpkins incidieron en una de las grandes mentiras del grunge. Y no es su culpa, es que dibujaron a toda una generación así. Los de Billy Corgan son una mezcla de grupo de hard rock sin gancho y una banda de rock sinfónico sin técnica. Y por un poco una pizca de cada uno de estos elementos han logrado algo curioso: atraer a más público hoy que en su época de gloria. Smashing Pumpkins, al contrario que The National, son nostalgia y trampa. Con un sonido fatalmente ecualizado, se sostuvieron en el alambre de la memoria, apurando los estertores de un mundo que ya fue.
Curiosamente, Vetusta Morla, millennials de alma vieja, pertenecen también en cierto modo a algo pretérito, pero hay algo en ellos que engancha. En la pantalla sobre su escenario mantuvieron durante casi dos horas un mensaje en contra de esos abusos que son realmente violaciones. Comprometidos y empáticos, lo único que se les puede echar en cara es que da la sensación de que querían ser Radiohead y se quedaron en Héroes del Silencio para millennials.
A pesar de que sus canciones son casi todas una trampa, es casi inevitable entrar en su universo, más cuando ves a miles y miles de personas viviendo lo que hacen con el conejo y la chistera como si la vida dependiera de eso. Gustarán o no, pero sobre el escenario merecen todo el respeto del mundo.
Y bueno, hubo un rapero llamado Vince Staples que dio un concierto más que interesante. Pero fue una curiosidad, casi una ocurrencia en la coyuntura de un festival que lo tiene todo para atreverse a hacer cosas, pero por un motivo u otro, termina sin hacerlo. Y viendo a Staples, entre vídeos de Seinfeld y rodeado de extranjeros era inevitable retrotraerse a la tarde, el momento en que un festival se hace festival y no simple plan de fin de semana.
El momento surrealista
No podríamos decir si por un tema cultural o porque así se ha entendido este evento desde sus inicios —se viene a ver al cabeza de cartel y, si hay fuerzas y ganas, se baila hasta el cierre— o porque, para qué engañarnos, la banda tiene poquísimo tirón, apenas 1.000 personas se congregaron para ver a los australianos Rolling Blackouts CF. Eso sí, la falta de audiencia no evitó que una marca de alcoholes de aquellos que no saben a nada colocara a cuatro muchachas en medio de la pista a agitar vasos y botellas con el logo de la casa mientras un tipo les sacaba fotos. Resultó surrealista, hasta que empezó a parecer triste y terminó siendo molesto.
Y justo en aquel momento fue inevitable pensar que igual esto es lo que hay y que, al final, el futuro de este festival y de muchos otros de su misma liga se halla en esos autos de choque en los que suenan Los Chichos y se baila y se ríe y se disfruta con elementos sonidos y actitudes que nada tienen que ver con lo que hasta hoy era todo esto. Mejor eso que Smashing Pumpkins. El indie, a la sala o al salón de casa; el rock, al cementerio. La fiesta, al festival. Hay una marca que ya lo ha entendido. Y las marcas, hoy más que nunca, marcan.
Babelia
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