Opinión

Renacimiento

Nuestra época parece necesitada de encontrar un juez que la condene por las faltas cometidas. Tras la Peste Negra fue decisiva la atmósfera espiritual que se apoderó de Florencia

'La historia de Nastagio degli Onesti', de Boticelli, en el Museo del Prado.

No es un castigo. En las últimas semanas se han elevado bastantes voces que insinúan lo contrario: la epidemia sería un castigo que recibimos por nuestro maltrato de la naturaleza. Es un camino peligroso. Podemos declararnos responsables de una ciega furia respecto al planeta, lo cual es cierto, sin caer en el precipicio de una culpabilidad que requiere un castigo. La epidemia no es un castigo.

La epidemia es una enfermedad, como ya sabemos, pero lo es también en el sentido literal del término infirmitas: hemos dejado de pisar tierra firme y nos sentimos caminando en arenas moved...

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No es un castigo. En las últimas semanas se han elevado bastantes voces que insinúan lo contrario: la epidemia sería un castigo que recibimos por nuestro maltrato de la naturaleza. Es un camino peligroso. Podemos declararnos responsables de una ciega furia respecto al planeta, lo cual es cierto, sin caer en el precipicio de una culpabilidad que requiere un castigo. La epidemia no es un castigo.

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La epidemia es una enfermedad, como ya sabemos, pero lo es también en el sentido literal del término infirmitas: hemos dejado de pisar tierra firme y nos sentimos caminando en arenas movedizas. La enfermedad individual ya provoca este sentimiento, si bien es la colectiva la que más lo acentúa porque el naufragio parece afectar a todos.

En este caso el ser humano tiende a buscar una fuente del mal que excede a sus propios dominios. En las culturas tradicionales han sido los dioses quienes, quejosos con los hombres, les mandan el mal. En la época moderna, a falta de dioses, el castigo tiende a atribuirse a la Madre Naturaleza, también quejosa de nuestro comportamiento.

Hay, o hasta hace poco había, en Japón una escuela pictórica que, en sus múltiples variaciones, reflejaba el hongo atómico. Esta tradición se remontaba a los días siguientes de la explosión de Hiroshima y, más específicamente, a la reacción de los campesinos de la zona ante la increíble destrucción producida. Como no concebían, con razón entonces, que pudiese ser una obra de los mismos hombres, lo atribuyeron sea a los dioses directamente, sea a la naturaleza enfurecida, otra vertiente de la venganza divina. Fue muy difícil convencerles de que aquello había sido producido por manos humanas. A muchos nunca les convencieron porque aquello era demasiado terrible. Los campesinos japoneses interpretaron lo que es habitual en una mentalidad religiosa que somete el pecado, o el delito, humano al arbitrio de los dioses. La entera Biblia es una crónica extraordinaria de este sometimiento, con los hombres siempre expuestos a la cólera divina y con Yahvé siempre dispuesto a hacer caer su condena sobre las poblaciones. Como bien se describe en el episodio del Diluvio Universal para los antiguos judíos el furor de la naturaleza no es sino una prolongación del brazo ejecutor de Dios.

Aunque quizá de un modo menos agobiante no es muy distinto en la literatura griega, donde la desmesura humana suscita la dureza sancionadora y destructiva de los dioses. Es cierto, sin embargo, que a partir de un determinado momento se genera una creciente reacción contra la cadena que engarza el delito humano y el castigo divino, bien por la vía irónica de un Aristófanes, bien por la actitud del pensamiento filosófico. Epicuro, por ejemplo, ya está en las antípodas de aquel determinismo y cuando luego, pasados los siglos, Lucrecio evoca a Epicuro, ya lo hace despreciando la culpabilidad humana y la interferencia divina.

Lucrecio, al final de su gran poema De rerum natura, hace una descripción tan bella como terrorífica de la peste que asoló a Atenas en el último tercio del siglo V a. C. Antes de este desenlace terrible todo el poema es un maravilloso documento de afirmación de la libertad humana y del consuelo que procura el conocimiento frente al fanatismo religioso de la culpabilidad de los hombres.

No obstante, el mundo moderno, con lo divino relegado al olvido o al exilio, se ha enfrentado también dificultosamente a la necesidad o no de encontrar una autoría para las grandes calamidades. Prueba de ello es el tormento expresado por Voltaire en Poema sobre el desastre de Lisboa, de 1755, en el que el gran racionalista trata de hallar una explicación más allá de la razón a la magnitud destructiva del terremoto acaecido en la capital portuguesa. Los indicios de una culpabilidad humana en la protesta aniquiladora de la naturaleza son, luego, una materia prima de primer orden en la mentalidad romántica, vanguardista en la temible idea de “no poder vivir con Dios y tampoco poder vivir sin Dios”.

Nuestra época, que ha vivido alegremente sin Dios, parece, al menos en algunas de sus voces, necesitada de encontrar un juez que la condene por las faltas cometidas. El juez es la naturaleza y el castigo la epidemia. Pero estas voces no dejan de ser un eco de la mentalidad religiosa tradicional y, como sucede a menudo con esta, podrían ser una invitación al fanatismo.

Es mejor, pienso, variar el punto de vista: somos responsables de nuestros excesos pero no somos culpables de nuestras carencias. Somos responsables, e incluso horriblemente responsables, de habernos convertido en depredadores de nuestro entero entorno, casi siempre porque la codicia de unos se ha complementado con la desidia y la impotencia de los otros. Pero, aparecida violentamente una de nuestras carencias, nuestra infirmitas colectiva, que marcará a toda una generación, no somos culpables de ella.

Hay que luchar contra ella y aprender de ella con coraje, compasión y espíritu libre. Y la primera lección atañe a nuestra fragilidad como seres humanos. Somos frágiles porque somos criaturas del azar que denodadamente han intentado forjarse un destino. En consecuencia es un grave error creer que estamos en condiciones de destrozar los otros mundos por codicia o soberbia. Dicho eso, sin presunción y sin estigmas, hay que confiar en las propias fuerzas para ganar de nuevo la transitoria tierra firme que es la vida.

Hace años, viviendo en Florencia, estuve conversando con un historiador del arte especialista en la pintura toscana de los siglos XIV y XV. Le pregunté qué es lo que había ocurrido después de la Peste Negra de 1348 que diezmó la ciudad. Al principio, al parecer, compitieron hedonismo y oscurantismo. Hubo una voluntad extraordinaria por expresar la alegría de vivir en las formas adelantadas por Bocaccio en Decamerón. Igualmente hubo una tendencia a la culpabilización con una renovada presencia del gran tema pictórico del Juicio Final. Ambas posiciones se reflejan en el arte y la literatura de la segunda mitad del siglo XIV. Sin embargo, recuerdo muy bien que mi interlocutor insistió en el hecho de que lo más importante era lo que se incubaba. Tras la Peste Negra lo decisivo fue la atmósfera espiritual que fue apoderándose de la ciudad y que en el siglo XV, en el Quattrocento, concentraría en Florencia la mayor densidad de talento creativo que se ha dado nunca. Ellos mismos, los artistas, lo llamaron Renacimiento.

Rafael Argullol es escritor.

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