Armando Martins: “Tener obras de arte encerradas en un almacén es una tontería”

El coleccionista portugués cumplió su sueño de abrir un museo de arte contemporáneo en Lisboa

El coleccionista Armando Martins en Lisboa.Dani Levinas

No hay que dejarse engañar por lo que muchos interlocutores pueden percibir a primera vista en Armando Martins, pues detrás de su timidez se encuentra no solo el reconocido desarrollador inmobiliario portugués, sino también el coleccionista de élite cuya visión singular del arte universal, y particularmente del de su país, es disfrutable para cualquier persona con un mínimo de curiosidad.

Martins es poseedor de una colección de más de 400 piezas portuguesas e internacionales, algunas de las cuales han pasado por museos de la talla del Reina Sofía y del Soares dos Reis, y que globalmente...

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No hay que dejarse engañar por lo que muchos interlocutores pueden percibir a primera vista en Armando Martins, pues detrás de su timidez se encuentra no solo el reconocido desarrollador inmobiliario portugués, sino también el coleccionista de élite cuya visión singular del arte universal, y particularmente del de su país, es disfrutable para cualquier persona con un mínimo de curiosidad.

Martins es poseedor de una colección de más de 400 piezas portuguesas e internacionales, algunas de las cuales han pasado por museos de la talla del Reina Sofía y del Soares dos Reis, y que globalmente conforman un conjunto poderoso, coherente y único por el cual fue destacado en el año 2018 por la Fundación Arco con el prestigioso Premio A.

Bien merecido tiene entonces el sueño del museo propio, que ha cumplido bajo la forma del Museo de Arte Contemporanea Armando Martins (MACAM), si uno observa el rigor con que se ha rodeado de piezas que, además de ser excepcionales, se potencian en el rico diálogo al que, como un titiritero, Martins las llama. Piezas de artistas tan disímiles y brillantes como Vik Muniz, Jorge Macchi, Antoni Tàpies, Santiago Ydáñez, Ernesto Neto, Eduardo Viana, Albert Oehlen, José Damasceno y Liam Gillick.

Pero este es el resultado de un esfuerzo que llevó décadas, causalidades, sentido estético y algunas casualidades. “Cuando tenía 18 años, un amigo mayor que yo que trabajaba en un banco y es natural de mi pueblo me dijo: ‘Tengo un cliente que me ha propuesto venderme 35 serigrafías, pero no tengo dinero para entrar solo, ¿vamos 50 y 50?’ Naturalmente, acepté. Y así empecé. Luego, cuando mi amigo se jubiló puso una galería de arte, pero lo cierto es que durante años fue un marchand muy particular, y me ha contagiado mucho el amor por el coleccionismo. Y en 1974 decidí comprar mi primera pintura original, que es de un artista portugués. Con lo que ganaba, ¡creo que tuve que pagarla durante seis meses! Hasta que en 1985 retomé activamente la compra de arte, particularmente del siglo XX portugués”, dice Martins con un tono que combina un pudor agradable con una saludable falta de solemnidad.

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Inmediatamente, agrega: “A mediados de los años noventa amplié el terreno hacia el arte internacional, y hoy tengo no menos de 100 obras importantes en esa categoría. Pero la colección, al contrario de lo que puede parecer, fue avanzando de a poco, con algunas dificultades. Hasta que en la década del 2000 realmente consideré que debía trabajar para abrir un museo de arte contemporáneo en Lisboa. Por una serie de circunstancias, yo considero que todo lo que haga debe ser por mi cuenta, sin depender de nadie, especialmente de las empresas públicas. Así que compré un palacio de tres plantas, del siglo XVIII, que pertenecía a una familia muy importante, específicamente para hacer el museo. Y abrirá dentro de pocos meses con varias reformas pero con la fachada original, aunque creo que es importante aclarar que será financiado exclusivamente con capitales propios”.

Más de 4.500 metros cuadrados dedicados exclusivamente a exposiciones albergará el sueño de Armando, quien a medida que avanza la conversación con EL PAÍS va mostrando un creciente entusiasmo juvenil que, como la pasión por el coleccionismo, también se contagia. Y entretanto nos enteramos de que el antiguo Palácio dos Condes da Ribeira Grande tendrá, además de un museo único en su especie, un hotel con 64 habitaciones y una sofisticación infrecuente.

El Palacio de los Condes de Ribeira Grande en enero de 2019.André Ramalho

Pero esa sofisticación no es producto del azar. “Mientras que comencé a comprar a artistas portugueses basándome en mi instinto y en mi gusto, para la adquisición de arte internacional recibí asesoramiento profesional de galerías muy serias, como Cristina Guerra, Filomena Soares y, sobre todo, Pedro Cera, que me ha vendido cerca del 70% de las piezas internacionales que tengo. Que no provienen todas del mismo lugar, porque hay creadores belgas, daneses, italianos, británicos, canadienses, cubanos, mexicanos, eslovenos, israelíes y, particularmente, norteamericanos y españoles”, explica este hombre de sangre y carácter luso.

“Es difícil explicar qué es lo que me mueve en una obra, pero sin dudas me tiene que gustar pero también me debe enamorar, que no es lo mismo. Antes compraba una pieza, la ponía en mi casa y me la quedaba mirando todos los días, para ver cómo convivía con ella. Hasta que tuve que alquilar un almacén profesional, con todos los cuidados necesarios para albergar obras de arte, porque ya no me entraban, así que no las miro más. Y sin embargo, recientemente, al ver algunas que estaban embaladas hace años, volví a conectarme con ellas”, añade.

Esta convivencia ha evolucionado, porque al internacionalizar su colección, también se ha modificado su mirada, comenta mientras evoca la figura de un portugués capaz de marcar a fuego a cualquier europeo con un mínimo de sensibilidad: el escritor Fernando Pessoa. Y pasa inmediatamente a un tema más concreto, que además es una garantía: cómo la colaboración con una curadora de notable trayectoria como Adelaide Ginga desembocó naturalmente en su designación como directora del MACAM.

“Desde que la colección empezó a tener cierta dimensión, muchas de las piezas están guardadas en un almacén, lo cual es una tontería total. Así que poder presentarlas al público, sobre todo a los jóvenes y a los niños, suministrando transporte, comida y alojamiento para ello, para mí es un estímulo. Es que promover la cultura, para que los chicos adquieran el disfrute por las obras de arte desde pequeños, es algo que me encanta. Dar a conocer esta colección y acercar a gente que no tiene posibilidades es algo fundamental para mí, que nací en un pueblo muy pobre, cercano a España, y vine a Lisboa a los 13 años. Y claro: esta colección no es la mejor que existe, porque mis recursos no son infinitos, pero es lo mejor que pude hacer, y quiero que la gente realmente la disfrute. Quizá ello implique dejar un legado distinto al que había trazado en mi vida, y que ha estado muy ligado a la construcción de edificios, oficinas, almacenes y hoteles. Pero lo cierto es que el museo, donde habrá un hotel con un restaurante, un bar, una tienda para merchandising y un local para conciertos de música y recitales de poesía, donde podremos estimular el diálogo interdisciplinario, será una de mis últimas obras, y me quiero divertir con este palacio”, asegura con franqueza y ternura Armando.

Como buen coleccionista, Martins es antes que nada un humanista preocupado por su comunidad. “Los precios de los artistas internacionales consagrados están muy altos, suben todos los días y han dejado de ser razonables. Pero más allá de ese problema en el mercado, hay artistas jóvenes muy prometedores, cuya cotización aumenta porque encima tienen autenticidad”, estima Martins.

Y, sin tapujos, remata: “Cuando comencé a comprar arte, también comencé a invertir en la bolsa. Pero ya no pongo un duro en acciones. Para mí, la inversión hoy es en propiedades y en arte. No tengo otra actividad. Y también por lo que ha pasado con el mercado en Rusia y en Asia, actualmente atesorar arte de calidad es algo muy vistoso, además de sinónimo de estatus. Por eso, tener un picasso es algo a lo que se aspira. Y por eso los capitales que están disponibles en el mundo se refugian en el arte, en un momento en que el petróleo y la banca ya no son lo que eran, y en que hay pocas alternativas para la inversión, independientemente de esta pandemia, que ha alterado y sembrado de incógnita todo, particularmente las ferias de arte, por no hablar de los dramáticos efectos que ha provocado en la salud y en la economía, que en algunos países se ha cerrado demasiado para mi gusto”.

Parece que, entre los edificios de Fibeira y la fantasía museística de hoy, Armando Martins, ingeniero al fin, ha encontrado finalmente la materialización de sus sueños.

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