La ópera se mofa de sí misma
Una gran puesta en escena de Laurent Pelly convierte una farsa de Donizetti en un espectáculo muy divertido, pero también en un aviso para navegantes
Después de ver cómo moría Riccardo tiroteado por Renato; de sentir compasión por Rusalka cuando, recién muerto su amado, se encamina sola hacia un futuro desconocido; de comprobar cómo Don Giovanni acaba pagando sus fechorías ardiendo en el infierno; de que siguiera aumentando la nómina de muertes en el ...
Después de ver cómo moría Riccardo tiroteado por Renato; de sentir compasión por Rusalka cuando, recién muerto su amado, se encamina sola hacia un futuro desconocido; de comprobar cómo Don Giovanni acaba pagando sus fechorías ardiendo en el infierno; de que siguiera aumentando la nómina de muertes en el Anillo con las de los malvados Fafner y Mime a manos de Siegfried; de que un fuego –esta vez terrenal– fuera el destino final e inevitable de Norma y Pollione; de acumular angustia cuando la jauría humana formada por sus vecinos no dejara a Peter Grimes otra salida que ahogarse, solo, en alta mar; de, cumplida la maldición del emplazamiento, consumarse la muerte del rey Fernando IV; después de tanto sufrimiento, y antes de ver a Tosca arrojarse al vacío desde la plataforma del Castel Sant’Angelo, ya tocaba reírse en el Teatro Real. Y esta Viva la Mamma! lo consigue sobradamente, aunque también deja un poso final para la reflexión.
Viva la Mamma!
Música de Gaetano Donizetti. Nino Machaidze, Borja Quiza, Carlos Álvarez, Sylvia Schwartz, Xabier Anduaga y Pietro di Bianco, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Evelino Pidò. Dirección de escena: Laurent Pelly. Teatro Real, hasta el 13 de junio.
La historia de Le convenienze ed inconvenienze teatrali, de Gaetano Donizetti, es, como la de tantas óperas italianas del siglo XIX, una peripecia surcada de metamorfosis. Concluida una ópera, nadie consideraba el punto final realmente como tal, y quien menos el propio compositor bergamasco, siempre abierto a introducir cualesquiera cambios requeridos por un nuevo teatro, un público diferente o la presencia del divo o diva de turno que estuviera causando furor en ese momento. Eso sí, los trastrueques tenía que hacerlos él, no otros a sus espaldas y sin su consentimiento. Inicialmente concebida como una breve farsa en un acto con partes habladas, algunas en el dialecto local, la obra se estrenó en el Teatro Nuovo de Nápoles el 21 de noviembre de 1827 y es imposible reconstruir con exactitud su fisonomía original. La segunda versión vio la luz en Milán, en el Teatro della Canobbiana, el 20 de abril de 1831 y, salvo ocasionalmente el personaje de Agata, todos los demás cantantes se expresan ya en italiano. Son dos las partes bien diferenciadas: la primera en una sala de ensayo y la segunda (mucho más breve) en el escenario de un teatro, aunque los diversos añadidos de otros compositores invitan a pensar que todas las modificaciones se urdieron sin la aquiescencia del compositor.
La versión sí revisada sustancialmente por él vio la luz en el Teatro del Fondo, de nuevo en Nápoles, el 8 de septiembre de 1831. Anunciada como dramma giocoso, y no como mera farsa, cuenta con un terceto y un sexteto de nuevo cuño para cerrar la primera parte, además de un final expandido (Finale Nuovo) en la conclusión de la obra. Sucesivas representaciones en otras ciudades (Parma, Bolonia, Messina, Cagliari, Florencia) incorporaron a su vez nuevas adiciones, supresiones y enmiendas. En medio de este caos, lo más sensato es recurrir –como ha hecho el Teatro Real– a la edición crítica de Roger Parker y Anders Wiklund, que confesaron haber tenido que tomar “decisiones ligeramente más audaces” de lo habitual dada la “absoluta complejidad” de los problemas suscitados por las divergencias entre las fuentes. Su base es la versión napolitana de 1831, pero Laurent Pelly, el director de escena de la producción que llega al Real, ha decidido reintroducir el aria de Procolo de la versión de 1827 (“Che credete che mia moglie”) tras la cavatina de Agata de la primera parte y, sobre todo, ha insertado en la segunda un aria para Guglielmo, el primer tenor (“Non è di morte il fulmine”, de la ópera Alfredo il Grande, del propio Donizetti), otra para Luigia, la segunda soprano (“Tu che voli già spirto beato”, el aria final de Fausta en la ópera homónima, también de Donizetti), y una última para Daria, la primera soprano (“Icilio, io l’amo”), en este caso extraída de Virginia de Mercadante. La brevísima introducción orquestal original se sustituye por la obertura de Alahor in Granata, muy rossiniana, como gran parte de la música de este joven Donizetti. Laurent Pelly hace suyas así muchas de las convenciones (convenienze) de la época, ejerciendo, por tanto, a un tiempo de crítico y de criticado. Además, consigue con ello material adicional para repartir juego de manera más igualitaria entre los principales protagonistas, equilibrar la extensión de las dos partes de la obra, enriquecer su dramaturgia y conseguir un espectáculo de algo menos de dos horas de duración frente a la hora escasa o los setenta minutos que ofrecen, en el mejor de los casos, las dos versiones napolitanas.
Olvidado luego durante décadas, el dramma giocoso se recuperó modernamente en Siena en 1963 y seis años después se representó en el Cuvilliés-Theater de Múnich, rebautizado por Helmut Käutner, su director de escena, como Viva la Mamma!, el mismo título con el que, en una traducción inglesa de Michael Feingold y una producción de Philip Minor, se estrenó en el Curran Theatre de San Francisco en 1975. Así llega también la ópera a Madrid, remozada no solo en su título, sino en su concepción teatral, una parte sustancial de la cual es una escenografía que viaja hacia atrás en el tiempo: lo que parece haber sido un pequeño teatro de provincias se ha convertido en un aparcamiento (existe al menos un ejemplo real, cuando el Teatro Michigan de Detroit se vació en 1977 para transformarlo en un gran parking) en el que cantantes (y familiares), director de orquesta, libretista, empresario y director del teatro realizan un ensayo de Romulo ed Ersilia. En la segunda parte, vemos la continuación del ensayo de la opera seria, ya con vestuario, aunque ahora en lo que fue en su día el teatro. La huida final de todos los participantes coincide con la irrupción de las piquetas y los martillos eléctricos: el principio del fin. Lo que parecía un sueño, casi felliniano, en la primera parte –la desaparición del teatro como tal, del que aún quedan algunos vestigios, o unos personajes que parecían fantasmas de otro tiempo– era, desdichadamente, real.
El personaje de Agata, la mamma de la prima donna que figura en el título espurio de la obra, encaja en un patrón intemporal. Benedetto Marcello ya dedicó un jugoso epígrafe de su Il teatro alla moda (1720) “A las madres de las virtuosas”. Más de un siglo después, a tenor de la farsa donizettiana, las cosas seguían tal cual. Escribe Marcello: “Mientras la virtuosa canta, la Señora Madre dirá a los Operarios, al Oso, a los Comparsas, etc.: ‘Mi chica, a decir verdad, siempre ha hecho el Papel principal: como Princesa de Sangre, Reina, Emperatriz, en los principales teatros de Cento, Budrio, Lugo, Medicina”, pueblecillos todos cercanos a Bolonia. O: “Si alguna Virtuosa fuera más aplaudida que la suya, se peleará con la Madre de ella en el Palco diciéndole bruscamente: ¡Apártese un poco, Señora Giuliana, que está ocupando todo el sitio porque su Hija tiene muchos aplausos!’”. Su romanza de la segunda parte, “Assisa a’ piè d’un sacco”, parodia la famosa canción del sauce (“Assisa a’ piè d’un salice”) del Otello de Rossini, que estrenó Isabella Colbran como la primera Desdémona. La segunda sección, “Or che son vicino a te”, es a su vez una cabaletta de la ópera Il conte di Lenosse, de Giuseppe Nicolini, interpolada con frecuencia en la época del estreno en numerosas óperas (Giuditta Pasta la añadía siempre en el Tancredi de Rossini). Con estas decisiones, Donizetti, como Pelly, se arroga asimismo los papeles de juzgador y juzgado.
Con sus saltos temporales y su sorpresa final, Pelly introduce una veta de melancolía en medio de la farsa y, al mismo tiempo, advierte del peligro de relegar la cultura a un lugar marginal o, aún peor, a la inexistencia. ¿Cuántos teatros, salas, locales o centros culturales cerrarán definitivamente en todo el mundo después de este último año de puertas cerradas en tantos países? ¿Cuántos aparcamientos, supermercados o pisos turísticos ocuparán su lugar? Las piquetas parecen estar siempre al acecho, parece decirnos Pelly al oído: tenemos que estar ojo avizor y no bajar la guardia: ¡que suene la música! El director francés, un superdotado para exprimir el jugo y destilar las mejores esencias de una comedia, consigue una perfecta y ágil interacción entre los personajes, caricaturizando lo imprescindible, cargando las tintas lo justo y con guiños a la estética y los movimientos de musicales de Hollywood con tramas afines (42nd Street, Singin’ in the rain, Kiss me, Kate, A Chorus Line) que nos permiten asomarnos también a los entresijos de un espectáculo. Es el choque inevitable de los intereses contrapuestos de los distintos personajes, unidos en el mismo barco, pero remando en direcciones diferentes, la fuente principal de la comicidad, apoyada a su vez en unos estereotipos que se asemejan asombrosamente a la realidad y que han existido antes, durante y después de la época de Donizetti. Pelly, por último, recurre no solo al humor escénico, sino también al estrictamente musical, plasmado en numerosos detalles que no deberían pasar inadvertidos, como el sabio uso del piano como sustituto ocasional de la orquesta o las propios devaneos interpretativos de los cantantes, perfectamente planificados por él.
En el foso, Evelino Pidò concierta con una gestualidad limitada y poco flexible, lo que produce desajustes tanto dentro del foso como entre este y la escena. Imprime brío y nervio a la parte orquestal, pero faltan a menudo finura, matices y precisión. Se merece una mención individualizada el anónimo fortepianista, que acompaña los recitativos con ingenio y creatividad, como cuando introduce una armonía orientalizante al referirse Procolo “Imperatore del Ducato cinese” o cuando remeda la parte de la mandolina en la serenata de Don Giovanni al final del recitativo previo a la romanza de Agata. En el reparto vocal destaca Pietro di Bianco (que estrenó esta producción), formidable como cantante, como actor y como pianista, con el don infrecuente de irradiar naturalidad sobre el escenario. Nino Machaidze derrocha seguridad técnica y poderío vocal, solo afeado por una dicción muy pobre en las agilidades. Borja Quizá roza la sobreactuación como un Procolo muy amanerado, pero se mueve con enorme soltura en escena y sabe conferir empaque vocal a su personaje, casi al contrario que Sylvia Schwartz, justa en su aria, inaudible en los concertantes y con escasa vis cómica. Xabier Anduaga, en su única aparición a solo, justificó por qué es el tenor joven de moda que se rifan todos los teatros: tiene voz, fundamentos técnicos, dicción, presencia escénica y musicalidad a raudales. Carlos Álvarez, lejos de su territorio natural, compone una Agata con el punto justo de comicidad e impartiendo lecciones de técnica (su canto sillabato, las retahílas de notas –una por sílaba– que suenan como una descarga de ametralladora, es modélico) y, sobre todo, de dicción. Que simultanee estas funciones con los ensayos de Tosca como Scarpia dice mucho de su versatilidad y su profesionalidad. Él, Xabier Anduaga y Laurent Pelly (y su equipo) fueron, con justicia, los más aplaudidos en el estreno.
La ópera, durante siglos, ha vivido aferrada a las convenciones: al tiempo que facilitaban su supervivencia (el público sabía exactamente qué le esperaba y demandaba justamente eso), atenazaban su desarrollo. Por eso encontramos la palabra convenienze en contextos donde se da rienda suelta a la rebeldía contra lo establecido. En un artículo para la Gazzetta ufficiale piemontese, publicado el 18 de enero de 1836, Felice Romani, libretista de muchas grandes óperas italianas del siglo XIX, criticaba con causticidad la muy extendida costumbre de insertar caprichosamente elementos extraños en las representaciones operísticas (como piezas de otros compositores): “¡Ah, si estás dormido, despiértate de una vez, sentido común italiano, y no permitas más ser engañado de tal modo por las extravagancias de los virtuosos! ¡Despiértate, si duermes, justicia del público, y no padezcas que se corrompan, mutilen y echen a perder las obras más hermosas de nuestros ingenios! ¡Despiértate, si duermes, vergüenza, y grita a los cantantes que ya ha llegado el momento de que el teatro musical no siga siendo desfigurado por sus ideas descabelladas, por sus pastiches, por sus ridículas convenciones! ¡Despierta, razón, despierta, criterio, despierta, gusto, amor por lo verdadero, deseo de lo hermoso, despierta!”.
Ocho años después, en una carta a Francesco Maria Piave, uno de sus principales libretistas, es un compositor, Giuseppe Verdi, quien retoma la palabra y deja entrever una de las claves de su grandeza: “La métrica, luego, como usted desee. Yo no pongo jamás grilletes al genio de los poetas y si echa usted una ojeada a los libretos a los que he puesto música verá que son tratados con todas las libertades y sin que se respeten las convenciones habituales”. “Le solite convenienze”: ahí radica, paradójicamente, la grandeza y la miseria de la ópera italiana del Ottocento, que tanta felicidad nos depara. Ha coincidido este estreno de Viva la Mamma!, que mete el dedo con finura en esas llagas, con la Fiesta Nacional de la República Italiana en el 75º aniversario de su fundación. No está de más emular, pues, para terminar, el título de este espléndido espectáculo que acaba de estrenar el Teatro Real –y que todo el mundo debería ver para reírse, para pensar y para aprender (antes de que vuelva a tocar sufrir con Tosca dentro de un mes)– y unirnos a la efeméride con un Viva l’Italia!