El “Woodstock negro” ve al fin la luz
Un documental rescata, medio siglo después, las filmaciones del Harlem Cultural Festival, cinco conciertos gratuitos que incluyeron a grandes representantes de la mejor música afroamericana de 1969
Alerta: el 16 de julio se estrena en salas en España Summer of Soul, potente documental sobre el Harlem Cultural Festival de 1969, dirigido por Ahmir Thompson, más conocido como Questlove, el erudito baterista de The Roots. La película fue premiada en la última edición de Sundance y está siendo distribuida por Searchlight Pictures, una división de Disney.
Explica Questlove que resultaba tentador bautizar el filme como Black Woodstock ―ambos festivales coincidieron en el tiempo y se celebraron a dos horas de distancia― pero decidieron finalmente evitar el marco de referencia rock. Además, ya existía otro supuesto “Woodstock negro”, el concierto multitudinario Wattstax, desarrollado en California en 1972, también con su película documental. El título definitivo recuerda la importancia del soul, incluso como fuerza cultural, en la segunda mitad de los años sesenta.
En realidad, el menú del Festival Cultural de Harlem era ecléctico y extenso: cinco conciertos celebrados en otros tantos domingos entre el 29 de junio y el 17 de agosto, con el estrambote del concurso de Miss Harlem el 24 de agosto. El cartel oficial, que no refleja todos los artistas que finalmente desfilaron por el escenario del Mount Morris Park, revela que hubo jornadas donde dominó el jazz, el góspel o la música latina. Todas eran figuras de nivel, aseguradas por contrato y pagadas de acuerdo con su caché.
Esos datos eliminan algunas de las leyendas que, con el paso del tiempo, se han adherido como una costra al evento. No, el festival no fue obra de los Black Panthers, que entonces bastante tenían con intentar sobrevivir en la semiclandestinidad. Tampoco fue un montaje de los narcos de Harlem para ganarse la simpatía de los vecinos (no eran ni tan listos ni tan generosos). De hecho, el principal patrocinador fue Maxwell House, marca de café instantáneo.
En realidad, el Festival Cultural de Harlem debe entenderse como iniciativa municipal, pensada para asegurar votos: el entonces alcalde de Nueva York, John Lindsay, era ―aunque hoy nos parezca mentira― a la vez republicano y liberal. Su comisionado de Parques, August Heckscher II, pertenecía a la categoría de los intelectuales filántropos, con firmes creencias sobre el derecho de los ciudadanos a disfrutar de los espacios públicos; peleaba con los conservacionistas que defendían la intangibilidad de los parques urbanos.
Comparado con el caos de Woodstock, el Harlem Cultural Festival fue un prodigio de organización. Hablamos, cierto, de figuras altamente profesionales, que se pasaban casi el año entero en la carretera, como B. B. King. Se contaba con una banda bien engrasada para acompañar a los cantantes que lo necesitaran. Y se acomodaron las agendas: Stevie Wonder y otros artistas de Detroit eran habituales del cercano teatro Apollo, que cada verano acogía una “fiesta Motown”. Desde San Francisco, llegaron Sly and the Family Stone en todo su apogeo, también contratados por los hippies de Woodstock.
Lo que falló fue la cobertura audiovisual. Hal Tulchin, productor de TV, desplazó a su modesto equipo a grabar lo que allí ocurriera cada domingo. Sin recursos financieros, no consiguió que los artistas cedieran los derechos de emisión de sus conciertos. La esperanza de que alguna cadena de televisión nacional comprara la idea se desvaneció cuando los ejecutivos vieron, por ejemplo, a una furiosa Nina Simone prácticamente incitando a los habitantes de Harlem a alzarse en armas.
Durante medio siglo, las cintas del Harlem Cultural Festival estuvieron almacenadas, enterradas por la pesadilla que suponía resolver las licencias. Se filtraron algunos fragmentos, disponibles en baja calidad en YouTube; el show de Sly Stone se editó en DVD, de forma pirata. Solo tras la muerte de Tulchin, en 2017, se logró adquirir aquel legado de unas 50 horas de filmaciones, que corrían el peligro real de terminar en un basurero.
Cuando Questlove fue tentado con el proyecto, inmediatamente pensó en seleccionar lo más interesante; como Amazing Grace, el recital góspel de Aretha Franklin que rodó Sydney Pollack, quedaría como un documento de su tiempo. Había suficientes maestros de la percusión ―Max Roach, Ray Barretto, Mongo Santamaría― para satisfacer su curiosidad personal; de hecho, la película comienza con un asombroso solo de batería a cargo de Stevie Wonder. Pero Questlove también detectó rabia, tanto en las interpretaciones ―mención especial para el guitarrista Sonny Sharrock― como en las reacciones de los espectadores: un año después del asesinato de Martin Luther King, en Harlem no se detectaba entusiasmo por el alunizaje del Apolo 11, que coincidió precisamente con el concierto de estrellas de Motown.
Para explicar esos matices, Questlove ha optado por contextualizar el Harlem Cultural Festival con entrevistas y material extra. El documental lleva un subtítulo: “O cuando la revolución no podía ser televisada”, en referencia a “The Revolution Will Not Be Televised”, la famosa filípica de 1970 del poeta Gil Scott-Heron. Disculpen el chiste: ahora sabemos que la revolución puede incluso ser comercializada por Disney.
Babelia
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