La retórica musical alza su voz en Utrecht
El festival neerlandés recupera y amplía la edición cancelada del año pasado poniendo el énfasis en el poder afectivo de la música
Quintiliano fue el primero en referirse a la afinidad entre la retórica y la música, un tema que sería luego objeto de sesudos tratados en el Renacimiento y, sobre todo, el Barroco, cuyos autores fueron todos ávidos lectores de la Institutio Oratoria del calagurritano. Modernos estudios se han referido, por ejemplo, a Guillaume du Fay y Josquin des Prez, dos de los grandes polifonistas renacentistas, como “oradores musicales” y detrás de una obra de apariencia especulativa como la Ofrenda musical de Bach se ha detectado una completa secuencia de elementos de la retórica clásica. ...
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Quintiliano fue el primero en referirse a la afinidad entre la retórica y la música, un tema que sería luego objeto de sesudos tratados en el Renacimiento y, sobre todo, el Barroco, cuyos autores fueron todos ávidos lectores de la Institutio Oratoria del calagurritano. Modernos estudios se han referido, por ejemplo, a Guillaume du Fay y Josquin des Prez, dos de los grandes polifonistas renacentistas, como “oradores musicales” y detrás de una obra de apariencia especulativa como la Ofrenda musical de Bach se ha detectado una completa secuencia de elementos de la retórica clásica. Casi podría afirmarse que, de una manera u otra, no existe música sin retórica, aunque no todos los compositores han podido o sabido mostrar estas concomitancias con la misma claridad. El significado extramusical de determinadas figuras o grupos de notas y su relación directa con unos u otros afectos han sido escrutados y teorizados desde hace siglos y el Festival de Música Antigua de Utrecht se ha propuesto este año analizar en profundidad estas conexiones: programando decenas de conciertos como hace siempre, por supuesto, pero también dejando espacio para que la expliquen sus intérpretes. El título de esta edición, en inglés, Let’s Talk (Hablemos), es suficientemente explícito y se complementa con un subtítulo en neerlandés: La retórica en las artes. Lejos de centrarse, por tanto, en un compositor, un país, un estilo o una época, el festival se ha decantado por eso que suele llamarse ahora un tema transversal, un hilo invisible pero —a poco que uno se esfuerce— perceptible que, como puede constatarse aquí día tras día, recorre la música occidental desde sus orígenes mismos.
En punto a libertades, los Países Bajos suelen formar parte siempre de la avanzadilla. Las mascarillas no son ya aquí obligatorias en interiores, aunque para acceder a las sedes de los conciertos (en su mayoría iglesias y las dos salas del TivoliVredenburg) hay que pasar un riguroso control personalizado de identidad y del código QR que dé fe bien de la pauta de vacunación completa, bien de la recuperación de la Covid. Así pues, mucha paciencia en el exterior, debido a las largas colas que se forman en estos controles de acceso, pero una gran relajación en el interior, donde es posible sentarse en un lugar diferente del asignado si hay posibilidades mejores y donde los conciertos terminan con las habituales salidas en tropel, sin orden ni turnos ni concierto. Aunque hay una limitación de uso de dos tercios del aforo, en la práctica apenas tiene consecuencias, ya que dentro no hay distancia social alguna y solo se ven vacías determinadas zonas de las salas. No parece fácil explicar qué utilidad tiene una restricción de aforo de estas características. Y en estos días no se ha visto a un solo músico llevando mascarilla, ni en el escenario ni fuera de él: ellos mismos no acaban de creérselo.
El honor de la inauguración, el viernes por la tarde, se confió al Ensemble Correspondances, que tan excelente impresión causó aquí en 2018 con su Le Concert Royal de la Nuit (que iba a haberse oído en el Teatro Real el año pasado, pero que cayó víctima del tropel de cancelaciones; finalmente podrá verse el 19 de junio del año que viene). Era la primera vez que el grupo de Sébastien Daucé salía de su territorio habitual (los repertorios francés y, en menor medida, italiano), pero la incursión era en una obra, Membra Jesu Nostri, de Dieterich Buxtehude, que presenta notables afinidades con su estética interpretativa. Los Santísimos Miembros de Nuestro Jesús Sufriente, cantados con humildísima devoción de todo el corazón, su título completo traducido, es una serie de siete cantatas de Pasión en la que se alternan estrofas de un poema medieval, Salve mundo salutare, y fragmentos bíblicos, en su mayoría tomados del Antiguo Testamento. A los pies de la cruz, probablemente de rodillas, la voz poética eleva la vista y va describiendo, de abajo arriba, la contemplación de las diversas partes del cuerpo de Cristo crucificado: pies, rodillas, manos, costado, pecho, corazón, rostro. Se trata, ya desde la elección del número 7, de una partitura con una fortísima carga simbólica y, por supuesto, retórica.
La propuesta de Sébastien Daucé contó con un extraordinario grupo de cantantes, en el que destacaron las sopranos Caroline Weynants y Perrine Devillers, así como la siempre idiosincrásica contralto Lucile Richardot, que usó con un inusual comedimiento el torrente de su voz oscura y de color casi hermafrodita. Ella cantó también en solitario, entre Ad latus y Ad pectus, con más ornamentación de la deseable en la repetición de la misma música en las sucesivas estrofas, el Klaglied que Buxtehude compuso tras la muerte de su padre, músico y organista como él. A menor altura rayó el grupo instrumental, sobre todo las dos violinistas, y sorprendió que un músico tan meticuloso y detallista como el francés permitiera que la sexta cantata, Ad cor, en la que Buxtehude prescribe claramente en su manuscrito (escrito en tablatura alemana y conservado en la Universidad de Uppsala) la presencia de cinco violas da gamba, fuera interpretada por dos violines y tres violas, modificando abiertamente la diferente sonoridad buscada por el compositor en una cantata concebida a su vez como “corazón” de todo el conjunto. Fue, curiosamente, el único momento en el que las violinistas tocaron sentadas, como si con ello buscaran disimular la apropiación indebida o simular ser lo que no son.
Otra decisión difícil de entender fue el uso casi omnipresente del arpa en la sección del continuo, ya que el bajo de esta música sobria, con connotaciones pietistas y en la que el énfasis debe reservarse para la plasmación del texto, no invita a una traducción tan elaborada como la que ofreció Angélique Mauillon. A la interpretación vocal de coros (con dos cantantes por voz) y arias, en cambio, pueden ponerse pocos peros, con Daucé especialmente atento a resaltar los elementos retóricos, como esas lacerantes disonancias de segunda que asoman cuando el texto hace referencia a las numerosas heridas (plagae) de Cristo en la cruz. El concierto, desgraciadamente, se celebró en el TivoliVredenburg, no en una iglesia, que parece su marco natural y casi obligado. Y fue útil, pero quebró con frecuencia la atmósfera intimista creada, que Frits van Oostrom, un prestigioso intelectual neerlandés, explicara entre una cantata y otra la peculiar fisonomía de la obra y reflexionara con excursos de muy diferente cariz sobre su contenido. Él ha sido también el encargado de coordinar una serie de conferencias diarias en la que participan tanto expertos teóricos como músicos. Se desarrollan en la Janskerk, escenario a su vez de una modesta exposición sobre los distintos elementos retóricos presentes en el teatro, el arte y la música titulada adecuadamente Let’s Act (Actuemos).
El Ensemble Correspondances y Sébastien Daucé, artistas residentes de la presente edición del Festival de Utrecht, ofrecieron el segundo de sus conciertos el sábado por la tarde en la Jacobikerk, esta vez en un repertorio más afín a sus señas de identidad, construido en torno a Giacomo Carissimi y algunos de sus discípulos: Kaspar Förster, Philipp Jakob Baudrexel, Christoph Bernhard y Marc-Antoine Charpentier. Todos ellos absorbieron el lenguaje italiano contrarreformista de su maestro. Aquí volvieron a mandar las voces, con una extraordinaria Perrine Devillers, si bien controladas siempre muy de cerca (demasiado cerca en ocasiones) por la incesante gesticulación de Daucé, que deja muy poco margen de creatividad y libertad a sus cantantes. La pronunciación del latín adquirió un pertinente sesgo francés en Pestis Mediolanensis de Charpentier, cuyo título hace referencia a la terrible epidemia de peste que asoló Milán en 1630 y diezmó en un tercio su población. Pero la joya del concierto fue Jephte, un oratorio breve de Carissimi que se cierra con uno de los finales más emocionantes del Barroco, cuando el coro llora la muerte de la hija de Jephte (cantada admirable y contenidamente por Caroline Weynants). Una música así, en la que Daucé encuentra en cada nota “un gesto retórico”, corona a Carissimi, un compositor enormemente influyente, pero del que apenas se conservan manuscritos, como uno de los grandes de su tiempo.
En el primero de sus tres conciertos previstos, Eva Saladin, la otra artista residente de este año en Utrecht, dejó sensaciones contrapuestas. El último prodigio musical de un país pródigo en ellos (especialmente en el ámbito de la música antigua), la violinista se presentó con su grupo, el Ensemble Odyssee, en la Geertekerk con un programa dedicado íntegramente a Bach. No ha causado, de momento, la excelente impresión que dejó aquí en su debut en 2019, en gran medida porque el resto de los músicos que la acompañaron no atesoran su calidad. Tampoco parece el segundo Concierto de Brandeburgo una música para la Geertekerk, que es donde se celebró el concierto el domingo por la tarde. Por bueno que sea su intérprete, la diabólicamente difícil parte de trompeta acaba haciendo pagar siempre un alto peaje y dificultando el equilibrio del conjunto. Bruno Fernandes la tocó muy bien, aunque marró el inevitable número de notas habitual y tocó con afinación aproximada otras tantas. Mejores la flauta dulce de Anna Stegmann y el oboe de Georg Fritz, aunque ni siquiera en el movimiento lento tuvo la interpretación el balance deseable. Mucho más redonda fue la interpretación del intimista cuarto concierto brandeburgués, en el que Saladin se sintió mucho más cómoda, quizá también porque parecía más familiarizada con la partitura.
Entre uno y otro, se atrevió con la reconstrucción violinística del Concierto en Re menor, BWV 1052, que conocemos en su versión conservada para clave. Mucho más difícil y exigente que los dos conciertos originales para violín que han llegado hasta nosotros (en Mi mayor y La menor), fue en esta transcripción donde Saladin más recordó a la violinista que escuchamos hace dos años, sobre todo en la breve cadencia del primer movimiento y en todo el movimiento lento, donde realizó todo el despliegue de recursos retóricos que demanda esta música. Exhibió más problemas técnicos y de afinación tanto en el primer movimiento, en una serie de bariolages en posiciones muy altas que no parecieron ni muy naturales ni muy afines a la característica escritura para violín de Bach (y nos sobran ejemplos, a solo y en los tutti), como en la extensa cadencia del tercero, donde asomaron no pocos desajustes. Los otros dos conciertos que tocará esta semana, en un formato aún más camerístico y con diferentes instrumentistas, ayudarán a perfilar mejor la personalidad actual de Saladin, una violinista, en todo caso, a tener en cuenta y a seguir muy de cerca.
Aunque nominalmente no era artista residente (ya lo ha sido en el pasado con gran éxito), Vox Luminis va a comparecer también en tres ocasiones a lo largo del festival. En su primera cita ha ofrecido lo que es ya un clásico de su repertorio: las Exequias musicales de Heinrich Schütz, que complementa con otras piezas fúnebres del compositor alemán. Con esta misma obra se presentó aquí en 2012, en la Pieterskerk, como un grupo aún perfectamente desconocido, concitando el asombro de propios y extraños. El año anterior se había publicado su grabación, elegida por la revista Gramophone como la mejor del año, en cualesquiera categorías, y desde entonces el grupo belga no ha dejado de cosechar triunfos ni de ganar adeptos en todas las ciudades en que ha actuado. Podría afirmarse, sin temor a exagerar, que la aparición de Vox Luminis es lo mejor que le ha sucedido a la interpretación de la música antigua en la última década: no solo por la enorme calidad de todo lo que hace (de Josquin des Prez a Benjamin Britten), sino también por los valores que representa, que entroncan de lleno con los que propugnaron en su día los fundadores del movimiento y que, abducidos por la fácil banalización comercial, no pocos colegas han preferido dejar arrumbados en el desván o vendidos a precio de saldo al chamarilero.
Fue una lástima que en este da capo, nueve años después, Vox Luminis no volviera al mismo escenario donde se produjo no el crimen, sino la revelación, en 2012. Las Exequias musicales piden a gritos una iglesia, un entorno sacro, no una moderna y anónima sala de conciertos, como lo es el Hertz del TivoliVredenburg, un espacio ideal para la música instrumental pero mucho menos idóneo para la vocal. Aun así, la simbiosis que se ha alcanzado entre los intérpretes y la obra es tal que será difícil acomodar el oído a una lectura diferente de las Musikalische Exequien. Da igual que hubiera que sustituir in extremis a dos de los tenores (João Moreira y Tobias Wicky reemplazaron a Robert Buckland y Raphael Höhn), no importa que haya habido desde 2012 nuevas incorporaciones a la plantilla (la ya muy consolidada del contratenor Alexander Chance y la muy reciente de la soprano Tessa Roos), se agradece el retorno de Sara Jäggi y Olivier Berten (ausentes del grupo durante un tiempo), porque Vox Luminis parece inmune a estas eventualidades que en otros grupos suelen tener consecuencias inmediatas y, con frecuencia, catastróficas. La mano que mece la cuna, apenas visible, es la de su director, Lionel Meunier, que se decanta por un modus operandi muy diferente del de Sébastien Daucé, mucho más partidario de tener todo atado y bien atado. Él, en cambio, deja cantar y ese espacio de libertad, muy atemperado por los minuciosos ensayos previos, es el que obra el milagro. Su Schütz volvió a ser un puñetazo emocional: intenso, concentrado, mantenido. Y la novedad fue que en esta ocasión ofrecieron como propina el motete Selig sind die Toten, también de Schütz, a partir del mismo texto del Apocalipsis que utilizó Brahms al final de Un réquiem alemán. Concluido el concierto, ya cerca de medianoche, y en medio de este contexto retórico y afectivo, no podía dejar de recordarse la frase de San Isidoro de Sevilla: Musica movet affectus.
El domingo por la tarde tocó inversión de valores, cuando L’Arpeggiata remachó la misma fórmula que viene repitiendo tercamente desde hace años y que tan buenos dividendos le reporta, al menos aquí en Utrecht, donde adoran a Christina Pluhar y su grupo hagan lo que hagan (y, sobre todo, cómo lo hagan) y donde nació aquel madrigal del libro noveno de Claudio Monteverdi en 2006 interpretado a ritmo de swing, que marcó un momento crítico en el devenir de la interpretación historicista: lo que los Países Bajos le habían dado durante tantos años (Gustav Leonhardt, Frans Brüggen, Anner Bylsma e tutti quanti), los Países Bajos (entonces aún Holanda) se lo quitaban. El solista –entonces y ahora– ha sido el contratenor francés Philippe Jaroussky, que tampoco hace ascos al aplauso fácil. Tanto Pluhar como él dominan el arte del mago que realiza una y otra vez el mismo truco sin dejar de provocar el asombro y las bocas infantilmente abiertas entre su público.
La fórmula es introducir en la coctelera los consabidos elementos: melodismo fácil y pegadizo, una generosa ración de pseudoimprovisaciones precocinadas, presencia cuasiconstante –más o menos discreta– de la percusión, alternancia de piezas lentas y rápidas, variaciones sobre bassi ostinati, guiños frecuentes al estilo y la retórica pop, o más que un guiño en el caso de la propina ofrecida fuera de programa: la canción Déshabillez-moi, de Juliette Gréco, que Jaroussky empezó cantando con gafas de sol y terminó desprovisto de su chaqueta, arrojada con desparpajo a una mujer sentada en las primeras filas. ¿Son necesarias más pruebas? Sin el despliegue instrumental de otras ocasiones, y con diversos airs de cour como eje, se trataba de un programa corto y sin intermedio (gestado para tiempos del coronavirus, como afirmó Pluhar en una conversación posterior sobre el escenario), pero por momentos se hizo interminable.
En este primer fin de semana de festival han sucedido muchas otras cosas, no siempre buenas. La inauguración coincidió en la efeméride exacta de los 500 años de la muerte de Josquin des Prez. El compositor francés ya tuvo un gran protagonismo en la edición de 2018, por lo que aquí la conmemoración quedó reducida el viernes a un concierto en la Pieterskerk con el grupo Musica Modalis & Seconda Pratica que dirige la veterana Rebecca Stewart. Es difícil describir lo que allí se oyó, pero cuesta creer que Josquin hubiera sido capaz de reconocer su propia música, si es que fue él realmente quien compuso la Missa Mater patris y el motete Absolve quesumus Domine, algo que no está en absoluto confirmado (¿por qué no elegir música de autoría incontrovertible en una conmemoración así?). En lo alto del ábside, lo que emborrona la extraordinaria acústica de la iglesia, Stewart propugnó un canto mortecino, lánguido, difuso, a media voz, un grumo sonoro plagado de reguladores dinámicos, artificioso, discontinuo, incongruente. Si Cantus Modalis hace referencia no a la música modal, sino a una afinación extraña e imprecisa, el nombre está plenamente justificado. Para colmo, no solo gesticula aparatosamente la propia Stewart, que también canta aun siendo ya octogenaria, sino que varios de sus cantantes, apiñados con ella alrededor de un facistol, mueven asimismo generosamente los brazos, lo que obliga a menudo a apartar la vista. El concierto fue, de principio a fin, un despropósito, un desatino. Menos mal que en Amberes, a apenas 150 kilómetros de donde murió Josquin, se ha recordado como es debido al compositor durante toda la semana pasada en el Festival Laus Polyphoniae, incluido un concierto el pasado viernes en el que el Huelgas Ensemble sí que honró la memoria de Josquin con sentido, cordura y sensibilidad.
También cantó alrededor de un atril con una enorme reproducción de uno de los manuscritos de la Messe de Nostre Dame, en la notación original del siglo XIV, el Ensemble Organum. Fue esta vez en la catedral y el grupo de Marcel Pérès fue fiel a los también peculiares presupuestos interpretativos de su director. Emociona casi constatar que siguen con él varios de los músicos que grabaron esta misma obra hace treinta años, todos ya peinando canas, por supuesto. La visión de Pérès apenas ha cambiado y sigue fomentando la improvisación, las oscilaciones microtonales, la libertad en el tactus, la práctica inexistencia de unísonos (en el canto llano) o consonancias perfectas (en las resoluciones cadenciales), la introducción de melismas más propios de tradiciones no occidentales, el refuerzo del tenor en los movimientos en que funciona como cantus firmus. Pero en su propuesta sobrevuela una extraña lógica y su manera de interpretar esta obra de ribetes legendarios (se trata de la primera misa polifónica que se ha conservado completa de un autor conocido) posee un fuerte dejo poético y una marcada personalidad litúrgica, acentuada aquí por celebrarse el concierto en una gran iglesia. Graindelavoix ha bebido de su estela, pero lo que en el grupo de Björn Schmelzer parece un brindis a los caprichos posmodernos, en el Ensemble Organum semeja ser el fruto de convicciones nada caprichosas y fuertemente consolidadas. Además, lo que escuchamos en la catedral, por volver a los términos retóricos, fue extraordinariamente elocuente.
La mejor sorpresa del fin de semana fue la actuación de La Divina Armonia, un grupo creado por el organista italiano Lorenzo Ghielmi que ha traído a Utrecht un programa lleno de novedades y rebosante de interés. Su eje es la ya mencionada epidemia de peste que hizo estragos en Milán en 1630: también entre sus músicos, por supuesto. La retórica de la muerte se apodera de muchas de las composiciones vocales que pudimos escuchar, firmadas por nombres muy poco conocidos: Michelangelo Grancini, Giovanni Ghizzolo (un comprimido y extraordinario Dies irae), Orfeo Vecchi (De profundis clamavi, un salmo penitencial de una intensidad desusada) o Vincenzo Pellegrini. El tono luctuoso solo se alivió con la nota esperanzada de Sana me Domine, de Pellegrini, y Vox exultationes, de Grancini, que cerraban el programa.
Ghielmi lo hizo todo bien: confeccionar el programa, elegir a sus cantantes (todos experimentados) y hacerlos acompañar de un grupo de jóvenes instrumentistas, en el que brilló con luz propia su propia hija Anna Maddalena, artífice de los mejores solos vioinísticos escuchados estos días: en un festival nunca se sabe de dónde van a llegar las sorpresas. A Ghielmi se le nota su formación germánica, porque concertó con enorme rigor (él mismo tocó el órgano positivo en varias de las obras) y, como es propio solo de los grandes, supo engrandecer todas las músicas que interpretó, sacando lo mejor de los integrantes de su grupo y dejando numerosos momentos para el recuerdo, como el Pie Jesu del Dies irae de Ghizzolo o un modélico Passacalio de Biagio Marini. Su propio entendimiento de la retórica musical es muy diferente del de Daucé, Meunier, y no digamos ya de Pluhar, pero un festival consiste justamente en contraponer visiones distintas e incluso antagónicas en un espacio de tiempo limitado. Luego sacará cada uno sus conclusiones. Aún han sucedido más cosas reseñables en estos tres primeros días de festival, pero sirva ya esto último de peroratio antes de volver sobre nuevos conciertos con el próximo exordium.