¿Tienen sexo las canciones?

El barítono Matthias Goerne y el pianista Markus Hinterhäuser ofrecen un programa monográfico dedicado a Robert Schumann en el Ciclo de Lied en el Teatro de la Zarzuela

El pianista Markus Hinterhäuser y el barítono Matthias Goerne, durante su recital en el Teatro de la Zarzuela el 7 de febrero.Rafa Martín

La música carece de sexo, por supuesto, y las canciones no son una excepción, pero sí que lo tienen tanto sus autores como sus personas poéticas. En 2006, la soprano Christine Schäfer interpretó en el Teatro de la Zarzuela Winterreise, de Franz Schubert, un ciclo abordado habitualmente sólo por cantantes masculinos, más idóneos sobre el papel para hacer suyas las reflexiones y el trágico deambular de su solitario caminante, previamente encarnado por Elena Gerhardt, Lotte Lehmann, Christa Ludwig, Nathalie Stutzmann o Brigitte Fassbaender, gloriosas excepciones a la secular hegemonía del ...

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La música carece de sexo, por supuesto, y las canciones no son una excepción, pero sí que lo tienen tanto sus autores como sus personas poéticas. En 2006, la soprano Christine Schäfer interpretó en el Teatro de la Zarzuela Winterreise, de Franz Schubert, un ciclo abordado habitualmente sólo por cantantes masculinos, más idóneos sobre el papel para hacer suyas las reflexiones y el trágico deambular de su solitario caminante, previamente encarnado por Elena Gerhardt, Lotte Lehmann, Christa Ludwig, Nathalie Stutzmann o Brigitte Fassbaender, gloriosas excepciones a la secular hegemonía del sexo contrario en la interpretación de esta música. Pero la ecuación también funciona a la inversa. El barítono que acaba de visitarnos, Matthias Goerne, cantó en este mismo Ciclo de Lied en 2007 Frauenliebe und -leben, de Robert Schumann, un grupo de canciones que es muy posible que hasta entonces nadie hubiera escuchado nunca cantar a un barítono, ya que parecen también terreno vedado a los hombres, tratando como trata el ciclo, ya desde su título, del amor y la vida de una mujer que nos habla, además, como el antihéroe de Schubert, en primera persona en todos y cada uno de los poemas, si bien aquí la identidad sexual cobra una importancia añadida.

XXVIII CICLO DE LIED

Robert Schumann: Sechs Gedichte und Requiem, op. 90. Der Einsiedler, op. 83 núm. 3. Liederkreis op. 39. Lieder und Gesänge aus Wilhelm Meister, op. 98a. Die Löwenbraut, op. 31 núm. 1. Gedichte der Königin Maria Stuart op. 135.
Matthias Goerne (barítono) y Markus Hinterhäuser (piano).
Teatro de la Zarzuela, 7 de febrero.

El lied es un género complejo, en el que se superponen al menos tres estratos en un orden inmutable: el poema, la música, la interpretación. Los dos primeros están, claro, estrechamente unidos: como afirmó Josef von Spaun, un amigo del círculo íntimo de Schubert, al componer una canción lo que hacía este realmente era alumbrar “un poema sobre el poema”. Si damos por buena su propuesta, el intérprete se encuentra, por lo tanto, ante dos poemas a los que dotar de sentido. Y es ahora donde entra en juego, si es que no lo había hecho ya, la cuestión del género. La inmensa mayoría de los lieder románticos alemanes parten de poemas escritos por hombres y cuentan con música compuesta por hombres. Frauenliebe und -leben no es, en este sentido, ninguna excepción. Pero la voz o la persona poética sí es aquí la de una mujer que nos interpela desde una insólita cercanía y nos revela su ser más íntimo en sucesivos estadios de su vida, por más que sea Adelbert von Chamisso quien haya puesto las palabras en sus labios, como fue Goethe quien expresó los sentimientos de Mignon que posteriormente Schubert, Schumann o Wolf acabarían vertiendo en música. Sin embargo, todo lo que nos dice esta mujer está relacionado con un hombre, su futuro marido en el primer lied y su difunto marido en el último, como si, al menos en apariencia, su vida solo cobrara sentido en función de su relación con él.

Markus Hinterhäuser (izquierda) y Matthias Goerne, durante la interpretación de 'Sechs Gedichte und Requiem' op. 90', de Robert Schumann.Rafa Martín

En un libro de apariencia inocua, pero capaz de brindar un material de reflexión inagotable, De Madonna al canto gregoriano. Una muy breve introducción a la música (Alianza, 2001), el musicólogo británico Nicholas Cook, en un epígrafe titulado significativamente La música sale del armario, afirmaba con humor británico: “Que la música y el sexo tienen algo en común [...] no se ha puesto nunca seriamente en entredicho”. Y, apoyándose en algunos adalides de los estudios de género en el ámbito musicológico, como Suzanne Cusick, Susan McClary y el llorado Philip Brett, desgranaba algunos ejemplos significativos, tanto históricos como actuales, de interpretaciones de la música que “destapan su capacidad para funcionar como un escenario para la negociación de la política de géneros, así como de otros valores personales e interpersonales”. No debe extrañarnos que, muy cerca del final del capítulo, Cook reserve unas palabras para Frauenliebe und -leben, ese ciclo que Goerne trajo a Madrid en 2007: “Las palabras construyen una especie de autobiografía ficticia, la historia de una mujer que se enamora de su hombre ideal, se casa, tiene una hija con él, y más tarde, cuando él muere, ella se declara incapaz de seguir viviendo. En un perspicaz artículo, Ruth Solie describe esto como una fantasía masculina, ‘la suplantación de la identidad de una mujer por las voces de la cultura masculina”. Y Cook incluye una cita del artículo de Solie de la que a su vez no está de más tampoco hacerse eco: “Aunque [las canciones de la op. 42 de Schumann] transmiten realmente los sentimientos del hombre, han de ser interpretadas, por supuesto, por una mujer, en una sala pequeña e íntima en casa de alguien ante personas que la conocen y algunas de las cuales bien podrían ser pretendientes potenciales; es poco probable que ella sea una cantante profesional, sino más bien la hija, la sobrina, o la prima de alguien. [...] Se nos recuerda de modo irresistible el tropo cultural familiar en que se coloca a la mujer, dócil e inmóvil, bajo las miradas masculinas; y se nos recuerda además que una parte crucial de la eficacia de esta fantasía es que ella parezca presentarse de este modo, hablar por ella misma”.

“Esto es significado interpretativo de verdad”, concluye Cook, ya que “la cantante está no tanto representando una imagen patriarcal de la mujer como promulgándola, haciéndola suya. (De hecho, si su futuro esposo se halla entre el público, la interpretación adoptará parte del carácter de una promesa.) [...] Al fin y al cabo, si una interpretación tradicional de Frauenliebe identifica a la cantante y a la protagonista, haciendo por tanto de la cantante/protagonista el sujeto pasivo de las miradas masculinas, debe ser igualmente posible una interpretación, por decirlo así, en contra de la música, cuestionando de este modo tal identificación”. Ese “por supuesto” de Solie al dar por descontada una ejecución femenina cayó hecho trizas con la presencia de Goerne sobre el escenario, tanto en 2007 como ahora, en 2022, cuando ha traído a Madrid los Poemas de la reina María Estuardo, otro ciclo presuntamente femenino, también de Schumann y compuesto al final de su vida, en el que la soberana escocesa se despide de Francia, reza tras el nacimiento de su hijo, escribe a su hermana, se despide del mundo y entona una plegaria en la antesala de su muerte. Todo inequívocamente femenino.

En las navidades de 1852, Clara, su mujer, anotó en su diario: “Robert me ha regalado canciones a partir de textos de María Estuardo, su primer intento de componer después de mucho tiempo”. Es posible que hubiera sido ella quien seleccionara los textos a partir de una antología de poemas ingleses y escoceses traducidos al alemán por Gisbert von Vincke. Lo de menos es que luego se supiera que los poemas no habían sido escritos realmente por la reina escocesa, excepción hecha del quizá más significativo: Despedida del mundo. Schumann sí los daba por suyos. Su salud había declinado ostensiblemente y no parecía descabellado pensar en una muerte cercana. Y decidió convertir el adiós a la vida de una mujer en su propia despedida.

Frauenliebe und -leben había nacido años atrás, en tan solo dos días de julio de 1840, pocas semanas antes de su boda con Clara. Schumann conocía a buen seguro los poemas de Chamisso desde hacía varios años (se habían publicado en 1831) y es muy posible que hubiera interiorizado su contenido y anticipado su factura musical antes de escribir una sola nota. El compositor debió de ver asimismo en aquellos textos un reflejo de su situación personal, pues, invirtiendo los géneros, también él era presa de un deslumbramiento ante una mujer extraordinaria y más joven que él (una de las pocas instrumentistas que hizo una carrera internacional en un mundo dominado hegemónica y excluyentemente por los hombres), y no cabe descartar que se viera asaltado por las dudas de si sería capaz de estar a su altura y, más aún, si ella sería una fiel compañera hasta el final (la propia madre de Clara Schumann había abandonado a su padre para casarse con otro hombre).

Un gesto característico de Matthias Goerne durante su recital.Rafa Martín

En un programa de factura impecable, Goerne situó los Poemas de la reina María Estuardo justo al final, su lugar natural. Antes alternó frutos tardíos de Schumann con canciones nacidas en el annus mirabilis de 1840: seis de los siete lieder de la op. 90, basada en poemas de Nikolaus Lenau y en la traducción alemana de un Requiem latino “atribuido a Eloísa, la amada de Abelardo, como autora”, como escribió Schumann al comienzo del poema; la extraordinaria Der Einsiedler a modo de preámbulo del Liederkreis op. 39, compuesto 10 años antes, ya que una y otro comparten un mismo poeta: Joseph von Eichendorff. Luego (el recital se planteó sin intermedio), las tres canciones del arpista con poemas tomados del Wilhelm Meister de Goethe y, para terminar, Die Löwenbraut de nuevo a modo casi de prólogo, antes de abordar los poemas de María Estuardo. Es imposible pedir mayor congruencia, con el puente virtual entre el Requiem op. 90 y la Despedida del mundo y la Plegaria con que se cierra la op. 35. Además, el poeta de Die Löwenbraut, una balada en toda regla, es justamente Adelbert von Chamisso. El león no es, como pudiera parecer, Friedrich Wieck, el padre de Clara, que se opuso férreamente a su boda con Schumann. Ese fiero animal enjaulado, dispuesto a todo para no separarse de su amada y eterna compañera, no es otro que el propio compositor, el mismo que escribió a su entonces aún “amada lejana”, el 22 de mayo de 1840 sobre la op. 39: “El ciclo de Eichendorff es probablemente la más romántica de todas mis obras, y en él hay mucho de ti, mi querida y amada prometida”.

Todas las piezas encajaban sobre el papel como un reloj. Pero faltaba cerrar el triángulo con el tercer e imprescindible lado: la interpretación. Y aquí es donde las buenas intenciones teóricas no encontraron una plasmación práctica a su altura. El motivo no es difícil de explicar: Goerne, antaño poseedor de un instrumento de calidad excepcional, ha castigado su voz innecesariamente, cantando papeles operísticos que no le han hecho ningún bien (Wotan, Sarastro), y ahora no puede afrontar con garantías exigencias técnicas que antes sorteaba no solo con soltura, sino con maestría. Su deterioro vocal es relativamente reciente, como puede comprobarse recordando actuaciones recientes en Madrid y comparando su grabación de buena parte de estas mismas canciones de Schumann, realizada en 2017 con idéntico pianista (Markus Hinterhäuser), con lo escuchado el lunes en el Teatro de la Zarzuela. Meine Rose, la segunda canción de la op. 90 (no debe de gustarle Lied eines Schmiedes, la que abre la colección), conoció entonces una traducción íntima, cálida, casi confesional. En Madrid, en cambio, fue una pequeña catástrofe, con problemas para llegar tanto a las notas agudas como a las graves y un centro mate y, en buena medida, irreconocible. Schumann pide expresamente cantar la última estrofa pianissimo: Goerne, literalmente, no podía apianar con garantías, pero también se le notaba muy incómodo en la media voz.

Matthias Goerne (derecha) y Markus Hinterhäuser interpretan 'In der Fremde', la octava canción del 'Liederkreis op. 39', de Robert Schumann.Rafa Martín

A partir de ahí, pudo constatarse una y otra vez que la musicalidad del alemán, su afinidad con el género o incluso su técnica siguen ahí, pero todo se quiebra cuando la voz no da más de sí, el fiato se acaba o el legato se quiebra porque no acaba de fluir. Goerne parece refugiarse a veces en el movimiento, como si caminar de repente por el escenario, o balancearse de un lado a otro, o gesticular aparatosamente con los brazos, como hizo en Einsamkeit, In der Fremde o Intermezzo, pudiera ayudarle a sortear los escollos y a recuperar antiguas esencias. Otras veces la teatralidad fue excesiva y su encarnación de la bruja Lorelei al final de Waldgespräch sonó tensa y nada convincente. Las notas agudas fueron con frecuencia muros insalvables (Schöne Fremde) y el color de la voz se desvaía irremediablemente al cantar en pianissimo (Auf einer Burg). Pero el gran liederista asomó en momentos muy contados, y por diferentes motivos: en Requiem, porque arriesgó y la apuesta dio los réditos deseados; en Zwielicht o An die Türen will ich schleichen, porque empatizó sin obstáculos con el texto y la música, además de contar con un acompañamiento pianístico más inspirado; en el desenlace final de Die Löwenbraut, porque supo imprimirle el dramatismo necesario.

A los Poemas de la reina María Estuardo llegó cansado después de la balada, tan exigente vocal y expresivamente. Faltó la desolación intrínseca a las cinco canciones y sorprendió especialmente que Goerne decidiera cantar Gebet no como una sencilla plegaria, sino casi como un lamento o queja con un desgarro y una dinámica difíciles de atisbar en la partitura. Hinterhäuser, muy desigual durante todo el recital, tampoco supo trasladar aquí el característico lenguaje pianístico del último Schumann, muy despojado y esencial. Tocó mucho mejor en el primer tramo del recital, pero le costó dar con el tono inequívocamente romántico del Liederkreis op. 39, en el que se requiere mayor fantasía y ese empuje irresistible del Schumann febril y enamorado, como sucede en el radiante fa sostenido mayor de la última canción del ciclo, Frühlingsnacht, en la que retrata la unión con su amada en una idílica noche primaveral.

Markus Hinterhäuser y Matthias Goerne reciben los aplausos del público al final de su recital.Rafa Martín

Matthias Goerne cantó con partitura, aunque sin estar muy pendiente de ella, lo que llevó a no pocos trastrueques en los textos. Pero también acertó en la única canción que interpretó fuera de programa: Herzeleid (el nombre de la madre de Parsifal en la ópera de Wagner), que abre la op. 107 de Robert Schumann. El poema, de Titus Ulrich, parafrasea el famoso lamento de la reina Gertrudis tras la muerte de Ofelia en el cuarto acto del Hamlet de Shakespeare. De ahí sus últimos versos: “Y cayó de sus manos un ramo de flores inmortales, / tan pesado ya por sus lágrimas, / y suavemente premonitorias susurraron las olas: / ¡Ofelia, Ofelia!”. De nuevo una persona poética femenina —y otra reina— encarnada por un hombre. Otra sabia elección, no sabemos si de Goerne o de Hinterhäuser, actual director artístico del Festival de Salzburgo y poseedor de una mente brillante. Sea como fuere, era el final perfecto de un recital imperfecto en el que ambos plantearon implícitamente algo que debió de rondar por la cabeza de Schumann: una fusión de los dos sexos o, mejor, una radical indistinción entre uno y otro. En una carta enviada a su prometida (entonces aún Clara Wieck) el 17 de marzo de 1839, el compositor alemán confunde y entremezcla las identidades y los sexos de uno y otro (como harán también Tristán e Isolda al final de su dúo del segundo acto), y se despide de ella llamándola “querido hermano de mi corazón” (“lieber Herzensbruder”) y firmando como “Robert Wieck”.

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