La alfombra roja de los premios Goya tiene ganas de fiesta (y mucho trabajo detrás)
Detrás de espectaculares estilismos como los de Milena Smit, Paco León o Najwa Nimri hay un dominó de profesionales que enhebran el negocio del cine con el de la moda
Los lazos rosas del traje de Mans Concept para Eduardo Casanova, las rosas del vestido diseñado por Ze García para ...
Los lazos rosas del traje de Mans Concept para Eduardo Casanova, las rosas del vestido diseñado por Ze García para La Jedet, las mangas de plumas del Gucci de Paco León o el escultural Elie Saab blanco de Goya Toledo. Todo se comentará en las redes sociales, los programas de televisión y en torno a la máquina de café de la oficina. Flores o guillotina. Quién ostenta el título de mejor vestido es siempre relativo y no siempre lo más importante. Porque detrás de casi cualquier estilismo de la alfombra roja de los premios Goya hay mucho más que una decisión estética. Hay un dominó de profesionales que enhebran la industria del cine con la del lujo, generando negocio para ambos sectores y la ciudad donde se celebra la alfombra roja. En este caso, Valencia.
Un vestido, un traje, supone a veces una operación empresarial, que responde a contratos entre actores y marcas o al deseo de que estos se produzcan. O directamente a la promoción de una firma propia, como Late Checkout, la enseña que C. Tangana ha lanzado con su estilista Alex Turrión y de la que vistió el sábado. También puede ser una herramienta de comunicación para lanzar un mensaje o reforzar la imagen que el actor quiere transmitir, como Macarena Gómez, que rindió homenaje a la fallecida Verónica Forqué con un abrigo que llevaba su nombre pintado a la espalda. Lo que siempre es la alfombra roja es una gincana de intendencia, una pequeña superproducción —valga el oxímoron— unipersonal.
Detrás del looks como el infranqueable Balmain hecho a medida para Milena Smit que dejaba a la vista sus preciosos tatuajes; el Givenchy en tonos degradados de Najwa Nimri; el Valentino morado de Almudena Amor, o la apuesta de Paula Echevarría por el prácticamente desconocido diseñador cordobés Andrew Pocrid, hay, además de peluqueros y maquilladores, un cuerpo de estilistas que han invertido meses en encontrar la prenda que satisfaga los gustos de su clienta, conculque sus inseguridades y la posicione en la —odiosa, antigua, sin sentido— lista de mejor vestidas, al tiempo que llame la atención, si es necesario, de directores, marcas de ropa y belleza en busca de amigas o embajadoras.
Una vez elegida o elegidas (algunas tienen varias opciones y como en los propios Goya, solo puede haber una ganadora) los equipos de las marcas, si son internacionales, deben conseguir la prenda, que no siempre se encuentra físicamente en España. El Stephan Roland de Nieves Álvarez voló primero de París a Madrid y llegó después a Valencia ocupando todo el asiento trasero de un coche, porque por su estructura no se podía empaquetar.
En muchas ocasiones, las firmas deben además confirmar con su sede central si el actor “es coherente con sus valores”. Porque la mayor parte no consideran a todo el mundo adecuado para lucir sus diseños. Los criterios que manejan resultan a veces tan desconcertantes como incoherentes con su discurso supuestamente inclusivo. Penélope Cruz es un comodín, la carta que todos quieren. Pero ella lleva tiempo siendo fiel a Chanel. Bárbara Lenni y Gucci van camino también de una relación de larga duración.
Y después están las joyas, que, evidentemente no viajan en un portatrajes en el Ave ni se envían por mensajería ordinaria. Van custodiadas por costosos equipos de seguridad e incluso son colocadas directamente sobre el cuerpo de las invitadas por representantes de la firma. A veces, también son retiradas de la misma forma. Otras, a los relaciones públicas no les queda más que cruzar los dedos o rezar una novena para que ningún diamante salga disparado en un abrazo, baile o manifestación descontrolada de emoción. La lista de invitadas que lucieron, por ejemplo, joyas de Cartier da una idea de la inversión de la marca y también del retorno que obtiene —las firmas tienen proyectos filantrópicos, pero los Goya no es uno de ellos—: Blanca Portillo, Emma Suárez, Milena Smit, Aitana Sánchez-Gijón, Paco León y así hasta 12 personas, entre entregadores y nominados.
Las bambalinas no son muy distintas cuando se trata de enseñas españolas, cada vez más frecuentes sobre la alfombra roja patria: Emma Suárez escogió a Teresa Helbig; Belén Rueda lució un mono con cola de Valenzuela Atelier; Aitana Sánchez-Gijón, un palabra de honor de Roberto Diz; Inma Cuesta, un escotado diseño negro de Pedro del Hierro; Óscar Jaenada, un traje deconstruído de Etxeberría; y Blanca Portillo, una pieza roja con mangas abombachadas de Redondo Brand. Detrás de la imagen final, hay pruebas, arreglos y nervios.
Todos los representantes de estas marcas, estilistas, maquilladores, peluqueros, relaciones públicas, equipos de seguridad, agentes, publicistas… viajan, duermen, comen, beben y sufren arritmias en Valencia. Para que Cate Blanchett, luzca legendaria con un vestido en color champán bordado con más de 300 flecos y firmado por Armani —marca de cuya línea de belleza es embajadora—, ha sido necesario un equipo mayor que las redacciones de algunos diarios digitales.
Cómo decía Lydia Grant, la coreógrafa de Fama (1982. De milenials para abajo, consultar Google) “la fama cuesta”. Y en Valencia es donde van a empezar a pagarla.