La ópera camina en Múnich sobre el alambre
El Festival de Ópera de la capital bávara se ve obligado a sortear mil y un obstáculos para sacar adelante con la excelencia habitual su tradicional oferta veraniega
Los buenos aficionados a la ópera saben bien que acudir a Múnich en verano ofrece la posibilidad de, sea cual sea el marco temporal que se elija, asistir día tras día a un buen número de representaciones con un altísimo nivel de calidad asegurado. Una gran orquesta —junto con la de Viena, la mejor en Europa dentro de su ámbito—, una programación ambiciosa, cantantes y directores del primer nivel, producciones para todos los gustos y una atmósfera generalizada de amor por el género minimizan los factores de riesgo, que en el mundo operístico suelen ser asombrosamente elevados, muy superiores, p...
Los buenos aficionados a la ópera saben bien que acudir a Múnich en verano ofrece la posibilidad de, sea cual sea el marco temporal que se elija, asistir día tras día a un buen número de representaciones con un altísimo nivel de calidad asegurado. Una gran orquesta —junto con la de Viena, la mejor en Europa dentro de su ámbito—, una programación ambiciosa, cantantes y directores del primer nivel, producciones para todos los gustos y una atmósfera generalizada de amor por el género minimizan los factores de riesgo, que en el mundo operístico suelen ser asombrosamente elevados, muy superiores, por supuesto, a los de las convocatorias orquestales o camerísticas.
Curtida en mil batallas, la Ópera Estatal de Baviera posee recursos aparentemente ilimitados para sobreponerse a las adversidades, pero esta semana se le han abierto muchas vías de agua, que ha conseguido ir tapando como ha podido. Ya hace más de un mes que Anja Harteros canceló el recital de Lied que iba a ofrecer el pasado martes en el Prinzregententheater. Sorprendentemente, la dirección artística del teatro, ahora con Serge Dorny al frente, optó por no programar otro concierto en su lugar, a pesar de la sobreabundancia de magníficos cantantes que se encuentran en la ciudad debido precisamente al festival. Y es que a Múnich también ha llegado la crisis de público, más visible en festivales pequeños (como ha sucedido este mismo mes en Rosendal o en las islas Lofoten noruegas), pero perceptible igualmente aquí estos días: los llenos rotundos parecen cosa de otro tiempo. Antes que correr el riesgo de dejar más entradas aún sin vender, se ha optado por no cubrir el hueco, a pesar de haberse producido la cancelación con tanta antelación.
Harteros no necesita de pandemias ni contagios ni casi de excusas para cancelar, un deporte que practica con tanta soltura como asiduidad desde hace años. Pero lo cierto es que la covid sigue provocando constantes bajas entre cantantes e instrumentistas y el pasado jueves le tocó el turno a Christoph Fischesser, que había de encarnar a uno de los principales protagonistas de El caballero de la rosa de Richard Strauss: el barón Ochs auf Lerchenau (así iba a titularse la ópera incluso en un principio). Indispuesto el miércoles a última hora, el sustituto elegido, Günther Groissböck, hubo de viajar a Múnich en coche por la noche a fin de poder familiarizarse con la producción el mismo jueves. Aunque había cantado el papel, por supuesto, tanto en el Festival de Salzburgo como en la Metropolitan Opera de Nueva York, nada podía hacerle pensar el miércoles por la noche que estaría interpretándolo pocas horas después, en otra ciudad y en un montaje para él desconocido, con un reparto y un director musical enteramente nuevos. Pero dio un paso al frente.
Aun zarandeada por las incertidumbres, la representación salió adelante y concluyó con un clima de apoteosis, porque todo funcionó como si no se hubiera rozado pocas horas antes la cancelación. Llegaba al festival de verano el montaje de Barrie Kosky que se estrenó el 21 de marzo del año pasado en un teatro vacío y con una orquesta reducida casi a la mitad de la plantilla habitual debido a las fuertes restricciones entonces imperantes. La Ópera Estatal de Baviera ha debido de ser, junto con el Teatro Real de Madrid, la institución operística que más y mejor hizo por mantener encendida la llama de la ópera durante los peores meses de 2020 y 2021: ya fuera, aquí en Múnich, con sus conciertos de los lunes como con las nuevas producciones estrenadas sin público, ofrecidos en ambos casos gratuitamente en streaming, recordó incansablemente a sus fieles que, aunque sus puertas seguían cerradas, en su interior continuaba ensayándose, haciéndose música, generándose espectáculos y compartiéndolos con los aficionados.
Para evitar cualquier sombra de duda sobre el hecho de que El caballero de la rosa es, por encima de todo, una reflexión agridulce sobre el paso del tiempo, Barrie Kosky sitúa tres relojes al comienzo mismo de cada acto: un gran reloj de péndulo en el primero, un pequeño despertador (colocado encima de la caja del apuntador) en el segundo y un reloj de cuco (sobre el piano que acompañará al grupo de músicos en escena) en el tercero. El tiempo es subjetivo e incontrolable y ese primer reloj, tras estar parado, empieza a moverse en direcciones contrarias: hacia delante el minutero, hacia atrás el horario. A continuación, el propio reloj parece cobrar vida y comienza a dar vueltas en el aire: la comedia está servida.
Kosky evita mostrar la cama que han compartido durante la noche la Mariscala y el joven Octavian (cantado por una mujer, como un pariente directo del Cherubino de Le nozze di Figaro), pero, aun con este comienzo abiertamente ex post ideado por Hugo von Hofmannsthal, el australiano sabe transmitir todo el erotismo, el deseo y la sensualidad que debe impregnar necesariamente el arranque de la ópera. La Mariscala, vestida con una combinación transparente, sale del interior del reloj y al poco vemos cómo, desde dentro, asoman las manos de Octavian, que siguen recorriendo con lujuria el cuerpo de su amada, una aristócrata de aspecto mucho más joven de lo habitual. Lo que otras veces parece forzado y postizo aquí resulta natural y creíble: un hombre joven, inexperto, enamorado apasionadamente de una mujer atractiva, presciente y experimentada, atrapada en un matrimonio infeliz y refugiada en una sucesión de amantes que insuflan juventud a su vida.
Al comienzo del segundo acto, el timbre del despertador, que apaga Sophie desde la cama —esta vez sí— que se ocultaba detrás del telón, funciona como un poderoso símbolo de su despertar a la vida: ha abandonado el convento, como hizo en su día la mariscala, para contraer un matrimonio de conveniencia con el barón Ochs, pero el verdadero amor que sentirá poco después por Octavian, de su misma edad, trastocará esos planes. Por último, ese reloj de cuco del tercer acto se emparenta con los cantos de aves que habían acompañado las correrías sexuales de la Mariscala y el Conde Rofrano al comienzo del primero, al tiempo que el canto artificial del pájaro mecánico que asoma desde el interior parece presagiar el inminente destino de Ochs, vejado por todos tras su desastrosa cita furtiva con Mariandel, que no es otra que Octavian disfrazado de criada. El tiempo funciona, por tanto, tanto en su dimensión seria, implacable, como en ese otro ámbito farsesco que caracteriza a la comedia filosófica que idearon Strauss y Hofmannsthal, un mecanismo de relojería perfecto que mantiene intacta su frescura más de un siglo después de su aclamado estreno en Dresde.
Kosky se saca de la manga un Cupido alado y ajado, casi decrépito, como un testigo constante de los encuentros y desencuentros amorosos de unos y otros, y también deja a él al final la última palabra, cuando arranca la aguja del minutero del último reloj que vemos en escena, que se pierde bajo el suelo poco después de que Octavian y Sophie finalicen su dúo ascendiendo por el aire, impulsados por su amor y en consonancia con la última frase que canta el conde: “Qué importa si todo lo demás flota como un sueño ante mis sentidos”. Ellos mismos flotan milagrosamente antes de que la música se apague jovialmente en un luminoso Sol mayor.
La puesta en escena de Kosky abunda en ocurrencias geniales: el aspecto de Lulu de Mariandel, que contrasta con su torpeza y vulgaridad al expresarse o con su dialecto pueblerino; el plumero de la falsa criada como eficaz instrumento para mantener a raya continuamente a Ochs y sus larguísimas manos; el guiño a Lully y a Molière (Hofmannsthal tomó el texto del aria de Le bourgeois gentilhomme) con el atuendo y el maquillaje del tenor italiano, el único guiño historicista de la escenografía o el vestuario; los cuadros con figuras femeninas, a modo de maestras de vida, que cubren por completo las paredes del dormitorio de la inocente Sophie; los cuernos que adornan a varios personajes (Valzacchi, Annina, Faninal, los criados de Ochs convertidos en sátiros) en el segundo acto; la almohada que utiliza Sophie para ahogar simbólicamente a un Ochs que desaparece por debajo de la cama al final de este mismo acto; la perspectiva invertida de un pequeño teatro (con las butacas al fondo) para que, al final del tercer acto, el público de la obra dentro de la obra pueda asistir a la caída de Ochs, dirigida por el viejo Cupido haciendo las veces de apuntador (la caja del apuntador real del teatro sirve también de asiento para que la Mariscala, Octavian y Sophie asistan, de espaldas a nosotros, a la humillación del barón). Aunque, de todos sus hallazgos, el más destinado a perdurar largo tiempo en la memoria es la imagen de la Mariscala sentada sobre el péndulo de un gran reloj, y oscilando al tiempo que él, en el cierre mismo del primer acto.
Pero de poco valdrían tantas buenas ideas si no hubiera grandes intérpretes que las desarrollaran. Y todos sin excepción cumplieron con sus cometidos con un nivel de excelencia colectiva verdaderamente inhabitual. Marlis Petersen brilló con más fuerza en el primer acto, donde compuso una Mariscala rejuvenecida pero igualmente sabia. No cargó las tintas en sus melancólicos monólogos, pero supo transmitir a la perfección el mensaje fundamental de la ópera: el paso implacable del tiempo nos obliga a aceptaciones y renuncias. En su entrada en el tercer acto, Kosky la sitúa en el falso patio de butacas del escenario, lo que quita algo de grandeza (y de proyección vocal, ya que nunca ha tenido un instrumento muy poderoso) a esa aparición que tanto tiene de deus ex machina. Como actriz, la soprano alemana es un dechado de naturalidad: ni en un solo instante transmite la sensación de estar actuando.
A su lado, Samantha Hankey es una Mariandel de comicidad perfecta y un Octavian mucho más cómodo y expresivo en la zona aguda de su tesitura, que supo diferenciar muy bien la pasión inicial por la princesa del enamoramiento posterior de la hija de Faninal. Liv Redpath ha sustituido a Katharina Konradi (la Sophie del estreno), cuyo embarazo ya no le permite moverse con soltura por escena, como nos recordaba Pablo L. Rodríguez hace pocos días tras escucharla en el Festival de Granada. La soprano estadounidense derrocha talento vocal y escénico, se instala con soltura y belleza tímbrica en la zona aguda tan frecuentada en la partitura de Strauss, y se entendió a la perfección con sus dos compañeras, ambas mucho más experimentadas que ella.
Günther Groissbock fue el héroe de la tarde, ya que sin él la representación se hubiera cancelado, lo que habría dejado a muchos espectadores inconsolables: Múnich es, sin duda, la segunda patria de El caballero de la rosa, que se ha visto durante décadas en la producción de Jürgen Rose. Su origen austriaco le facilita emular el acento rural de Ochs y, a pesar de que Christof Fischesser es un cantante extraordinario, no salimos perdiendo con la sustitución. El bajo alemán es quizá un actor más sutil que Groissbock, pero este plasmó a la perfección la idea de Kosky de un Ochs menos patán y ridículo que como suele dibujarse. También Johannes Martin Kränzle, que ha dado numerosas muestras de su talento para la actuación (como en Los maestros cantores de Núremberg en Bayreuth, dirigido por el propio Kosky, o en el Così fan tutte de Christof Loy en Salzburgo en 2020), compuso un Faninal lleno de dignidad. Excelente la pareja cómica formada por Ulrich Reß y Ursula Hesse von den Steinen como los intrigantes italianos (aquí parecen dos personajes modernizados de la commedia dell’arte) o la Marianne de voz poderosísima de Daniela Köhler.
Vladímir Jurowski es un concertador con un dominio portentoso de la orquesta, al tiempo que atentísimo en todo momento a guiar a los cantantes y a no permitir una sola descoordinación entre foso y escenario. A su Strauss, sin embargo, le falta algo de abandono, de arrobamiento en los pasajes más sensuales, de flexibilidad en el manejo de los tempi, que se sitúan casi siempre por encima del umbral de la viveza. Así sucedió, por ejemplo, en todos los valses (excepto el final del segundo acto, el mejor dirigido de la ópera) o incluso en el trío final del tercero, una de las glorias del repertorio operístico de todos los tiempos, en el que Jurowski volvió a no empatizar del todo con lo que allí estaba cantándose. Si su técnica se equiparara a su empatía, muy pocos podrían hacerle sombra.
El miércoles, el director ruso volvió a ponerse al frente de La nariz, estrenada en la Ópera Estatal de Baviera el pasado 24 de octubre, aún con notables restricciones de aforo. A su responsable escénico, Kiril Sérebrennikov, le han pasado muchas cosas desde entonces: ha huido de Rusia, se ha instalado en Berlín, ha competido con una película sobre la mujer de Chaikovski en el Festival de Cannes y ha inaugurado el Festival de Aviñón con un montaje de Chéjov. Su propuesta, dirigida en su momento por streaming desde su casa en Moscú por encontrarse en arresto domiciliario, tampoco se ve igual antes y después de la invasión de Ucrania. Él despoja a la ópera de Shostakóvich de cualquier rasgo de humor y la convierte en una denuncia de la represión en Rusia, que él convierte en un Estado policial y violento. Las libertades que se toma (el traslado de la escena de la catedral de Kazán al final de la ópera, el añadido del último movimiento del Cuarteto núm. 8 de Shostakóvich) no siempre funcionan, y tampoco ayuda a que los neófitos entiendan el relato de Gógol (nacido en Ucrania, por cierto), muchos de cuyos detalles desaparecen por completo, si bien resalta a cambio la modernidad a prueba de bombas de la juvenil y casi gamberra propuesta musical de su compatriota.
El protagonista, Borís Pinjasovich, también enfermó pocas horas antes de la función y fue sustituido in extremis por el moldavo Vladímir Samsonov, llegado desde San Petersburgo. Pero no solo eso: otro cantante del amplísimo reparto tuvo un accidente el día anterior y salió a escena con muletas. Y ahí no se acabaron las desgracias, a pesar de que al comienzo, al dar cuenta de los cambios, el responsable del teatro afirmó irónicamente: “Por lo demás, el resto de los cantantes están sanos”. El tenor Andréi Popov se sintió indispuesto en el intermedio y su papel como policía del distrito fue asumido literalmente sobre la marcha por Serguéi Skorojodov (Iván, el criado de Platón Kovaliov, el protagonista), que cantó en un lateral del escenario con partitura un papel que tuvo que aprenderse durante el intermedio. ¿Caben mayores adversidades y una voluntad más férrea de superponerse a ellas? Al final, en la última tanda de aplausos, Samsonov salió con su móvil, dirigido hacia el público para grabar disimuladamente en vídeo su inesperado momento de gloria. Visto lo visto aquí estos días, montar una ópera puede ser en estos tiempos una actividad de altísimo riesgo, además de convertirse en un acontecimiento memorable no solo para el público, sino también para los propios cantantes.