Hasta la vista, Carl Philipp Emanuel Bach
El Festival de Utrecht concluye una edición centrada en la música galante, aunque el Ensemble Correspondances se erige en el triunfador absoluto con una recreación de la música que acompañó la coronación de Luis XIV en 1654
La gran cita estival neerlandesa de la música antigua ha terminado igual que comenzó: con varias obras, desconocidas para casi todos, de Carl Philipp Emanuel Bach, si bien en el concierto de clausura liberado ya del todo del yugo —y de la sombra— de su padre que lo había acompañado en el concierto inaugural. Si algo ha quedado claro en estos die...
La gran cita estival neerlandesa de la música antigua ha terminado igual que comenzó: con varias obras, desconocidas para casi todos, de Carl Philipp Emanuel Bach, si bien en el concierto de clausura liberado ya del todo del yugo —y de la sombra— de su padre que lo había acompañado en el concierto inaugural. Si algo ha quedado claro en estos diez días frenéticos con citas constantes en el Vredenburg y en las principales iglesias de Utrecht es que ser hijo de Johann Sebastian, y la afirmación es extensiva a Wilhelm Friedemann y a Johann Christian, también presentes estos días en la ciudad, fue un privilegio indescriptible en vida y una suerte de losa en la futura recepción de su música después de su muerte. Las tornas se invirtieron: en el siglo XVIII, los verdaderamente famosos fueron los hijos, mientras que, con la llegada redentora del Romanticismo y su descubrimiento del genio inabarcable del autor del Arte de la fuga, acabaron quedando relegados a un segundo o tercer plano.
Por fortuna, las cosas están cambiando y la reciente finalización de la primera edición de las obras completas de Carl Philipp Emanuel (el último volumen del centenar largo que las contienen se presentó en público al tiempo que se celebraba el Bachfest de Leipzig el pasado mes de junio), de fácil acceso para cualquier persona que quiera interpretarla, confirma el interés cada vez mayor por la música de los hijos del mayor genio que ha conocido la música occidental. Ojalá que pronto sea igual de sencillo contar con las partituras de cualquier parcela de los catálogos de Wilhelm Friedemann y Johann Christian, aunque nos quedaremos para siempre con la duda del auténtico alcance del talento de sus hermanas, condenadas a la vida doméstica y sin ninguna proyección pública.
La obra más importante de CPE Bach escuchada estos últimos días ha sido, sin duda, el oratorio Los israelitas en el desierto, estrenado en Hamburgo en 1769 e interpretado en más de una veintena de ocasiones hasta su muerte, incluso en ciudades católicas como Viena y Salzburgo, ya que la partitura nació con vocación de poder ofrecerse por igual en la iglesia y en la sala de conciertos. Sus momentos más logrados son, sin duda, los coros protagonizados por el pueblo de Israel y, de todos ellos, el más imponente es el primero, casi un lamento fúnebre en Do menor con los abruptos contrastes dinámicos marca de la casa. No es este el territorio natural de Stephan MacLeod, que da lo mejor de sí en la música vocal luterana del siglo XVII, pero el bajo suizo es siempre un músico honesto y un eficaz concertador. Cuando canta y tiene a los instrumentistas a sus espaldas, no es fácil dirigir, pero contó con la violinista Eva Saladin como concertino, que es también una garantía de que las cosas irán por el buen camino.
Como suele suceder en sus conciertos, la suya era la voz de mayor calidad entre los solistas vocales y supo conferir entidad en sus arias al personaje de Moisés, el salvador de su pueblo al conseguir que brotara agua de una roca del desierto. El tenor Valerio Contaldo como Aarón y Marie Lys y Zoë Brookshaw como dos mujeres israelitas (ambas muy justas en la zona aguda) cumplieron con suficiencia, pero poco más. Mayor entidad tenía el grupo instrumental, sobre todo la cuerda, con la veterana violonchelista Ageet Zweistra en la sección del continuo. Es posible exprimir más y mejor las virtudes de la obra, pero la mera posibilidad de escucharla ya supuso para muchos un auténtico descubrimiento.
En estos tres últimos días también hemos podido oír a Paolo Pandolfo, uno de esos músicos que viven al calor de la inspiración, tocar música de Carl Friedrich Abel; a Maude Gratton y su grupo, Il Convito, constatar que el talento de Wilhelm Friedemann es, cuando da en la diana, no menor, e incluso superior, que el de su hermano pequeño; a Carole Cerasi y Aurélien Delage tocar música francesa al clave en la Lutherse Kerk, aunque sin acercarse a los prodigios obrados por la jovencísima Louise Acabo en su recital del miércoles; a la Compagnie Les corps éloquents y Exit ofrecer una fête galante mal planteada, tediosa y pobremente interpretada; a Alexis Kossenko derrochando talento como director y como solista de dos Conciertos para flauta de CPE Bach; o a Giulio Prandi ofrecer en la catedral uno de sus conciertos meticulosamente pensados y ensayados con música religiosa milanesa de la segunda mitad del siglo XVIII, en el que lo más relevante fue el motete Mundi amores, cantado por el tenor Raffaelle Giordani. Marc Mauillon puso fin el jueves a su triple sesión con las Leçons de ténèbres de Michel Lambert, donde el público ayudó con sus zapatazos contra el suelo de madera de la Pieterskerk a simular tras la conclusión el terremoto posterior a la muerte de Cristo. Tras hacerse la oscuridad completa en la iglesia, Mauillon regresó al altar con un cirio encendido (un símbolo de la resurrección) y Marouan Mankar-Bennis tocó al clave, aunque no estaba anunciado en el programa, el Tombeau de Monsieur Blancrocher, de Louis Couperin, una música que sirve como pocas para amortiguar el dolor tras la muerte de cualquier ser querido.
Las cuatro intervenciones del tenor francés son imposibles de olvidar, pero de tener que otorgar el título del mejor de los conciertos de entre las varias decenas escuchados a lo largo de estos días, el elegido no puede ser otro que el ofrecido en el Vredenburg el sábado por la noche por el Ensemble Correspondances. El grupo de Sébastien Daucé había tenido actuaciones memorables en esta misma sala, como cuando ofreció aquí en 2018 el Ballet Royal de la Nuit, que pudimos escucharles también en el Teatro Real de Madrid el pasado mes de junio. El objetivo ahora tampoco era fácil, ya que se trataba de una reconstrucción histórica similar, en este caso la de la ceremonia de coronación del rey que apareció caracterizado, a sus catorce años, como el Sol en aquel ballet estrenado en 1653: Luis XIV, un monarca tan musical como Federico el Grande, presente de mil maneras en Utrecht a lo largo de toda la semana por haber sido su corte uno de los principales centros de creación e irradiación de la música galante.
La coronación del jovencísimo rey se celebró en la catedral de Reims el 7 de junio del año siguiente y es posible que se dilatara hasta alcanzar las seis horas de duración. No sabemos exactamente la música que se interpretó, pero sí los diversos elementos que integraron la ceremonia, los grupos que se encontraban presentes y el tipo de repertorio adecuado para una ocasión tan solemne. Daucé, en colaboración con el musicólogo Jean Duron, propone una detallada secuencia de piezas que ronda las dos horas y que, tras su finalización, desató una tormenta de aplausos —con el público puesto unánimemente en pie— como no se ha conocido otra igual en el festival. El espectáculo más complejo y difícil ha resultado ser también el de factura más irreprochable.
Los tres componentes constitutivos la propuesta han sido virtualmente perfectos: la selección de obras, la interpretación musical y la minuciosa coreografía de movimientos de los intérpretes no solo por el escenario, sino también cuando algunos de ellos se situaban en las galerías a diferentes alturas, y desde todos los ángulos posibles, que ofrece el Vredenburg (el mérito es aquí de Rosabel Huguet y Flora Gaudin: es imposible hacerlo mejor). No hubo un solo momento de vacilación y cantantes e instrumentistas sabían perfectamente dónde tenían que estar en cada momento, incluidas las distintas procesiones (tocando y cantando) para llegar el escenario o para salir de él: fue significativo, por ejemplo, cómo, para intercambiar sus posiciones, cantantes e instrumentistas bajaron hasta mezclarse con el público para luego volver a subir simplemente por el lado contrario durante la interpretación de la pavana previa al Te Deum. Fue un movimiento mínimo, que normalmente cualquier otro grupo habría realizado in situ, pero todos estas pequeñas procesiones, como la que abre justamente el espectáculo, que simboliza la entrada de Luis XIV en la ciudad de Reims, incorporan un componente ceremonial que añade veracidad y solemnidad al empeño de reconstruir un hecho histórico tan distante en el tiempo.
Las diversas partes que integran la ceremonia de coronación son anunciadas, simultánea o consecutivamente, por los niños y niñas de Les pages et les chantres du Centre de musique baroque de Versailles (donde trabaja Jean Duron): la ya citada entrada en la ciudad de Reims, la procesión delante de la reina (Ana de Austria, la madre del rey) en honor de la Virgen, la entrada en la catedral, la llegada de la Sagrada Ampolla para el juramento del rey y la bendición de su espada, la entrega al rey de la corona, el cetro y la vara para impartir justicia, la liberación de palomas y la interpretación del Te Deum, la misa por el nuevo rey y, por último, la apertura de las puertas a Luis XIV, flamante rey de Francia y de Navarra. En cada uno de ellos se suceden músicas monódicas y polifónicas procedentes de muy diversas fuentes, como las pavanas instrumentales incluidas en la colección compilada por Philidor padre, uno de los corpus fundamentales para conocer la música que se interpretaba en la corte de Versalles, o diversos manuscritos de música religiosa polifónica conservados en la Biblioteca Nacional de Francia o en la Biblioteca Municipal de Tours.
Al igual que en el Ballet Royal de la Nuit, también aquí se ha incluido música de Francesco Cavalli: un Dixit Dominus a ocho voces extraído de sus Vísperas y una formidable sonata instrumental a doce voces (divididas en dos grupos antifonales). Aunque el grueso de las músicas son, claro, de autores franceses contemporáneos de Luis XIV: Antoine Boësset, Étienne Moulinié, Jean Veillot, Thomas Gobert y Charles d’Helfer (las tres secciones del Ordinario de la misa son suyas). Es imposible afirmar si fueron estas mismas u otras las que sonaron realmente en Reims, pero, desde el punto de vista litúrgico y ceremonial, todas las piezas encajan a la perfección: se non è vero, è ben trovato.
Sébastien Daucé se rodea de los mejores músicos, casi todos habituales en sus proyectos. Los cantantes (con un papel prominente confiado siempre a la soprano Caroline Weynants, infalible de principio a fin), los instrumentistas de cuerda y viento, la sección del continuo (con el tiorbista Thibaut Roussel, que tan excelente impresión había causado junto a Marc Mauillon en la triple cita nocturna en la Pieterskerk): todos rayaron al máximo nivel imaginable y sin la más mínima vacilación. Como guinda, la participación de los niños y niñas que, además de anunciar cual heraldos las distintas partes de la ceremonia, cantaron de memoria, y sin un solo despiste, tanto música monódica como polifónica, desde todas las ubicaciones posibles: ya a su edad estudian específicamente cómo interpretar la música francesa de esta época en el citado Centre de musique baroque de Versailles: los milagros no existen.
Fue emocionante escuchar a Caroline Weynants el motete In lectulo meo, de Henry Du Mont, respondida a modo de eco desde lo alto por otra soprano acompañada del serpentón, ese instrumento tan presente en las iglesias francesas de la época. Pero, más allá de las individualidades, o de momentos de especial emotividad (todas las intervenciones de Les pages et les chantres lo fueron), primó la concepción de un espectáculo colectivo, en el que todas sus piezas son igualmente importantes en la conformación, pieza tras pieza, de esta liturgia ceremonial comandada con su habitual discreción y eficacia por Sébastien Daucé. Hay mucho de lo que aprender del antes y el durante de propuestas tan ambiciosas y, sin embargo, tan absolutamente perfectas como esta.
En la medianoche del mismo sábado, en la Janskerk, su teatro de operaciones predilecto en Utrecht, Graindelavoix nos llevó justamente al extremo opuesto: la interpretación musical entendida como un ejercicio caprichoso, irreverente casi, de posmodernidad que se intenta colar como auténtico, pero que no pasa de ser una burda engañifa. Björn Schmelzer y sus secuaces (siete cantantes y dos laudistas) se dedicaron a hacer sistemáticamente trizas varias obras del princeps musicorum, Josquin des Prez, un latrocinio que resulta especialmente doloroso por la grandeza —y la indefensión— de la víctima. La esencia de los postulados compositivos e interpretativos de la polifonía renacentista se ve subvertida en esta aproximación libérrima en la que la textura, los prodigios del contrapunto imitativo o los textos (en ocasiones simultáneamente en dos idiomas) se convierten en una papilla viscosa con tropezones en forma de tics reiterados ad nauseam: partitura en mano, no es nada fácil saber siquiera en qué compás nos encontramos, tal es el indigesto mejunje sonoro que llega a nuestros oídos. Johannes Ockeghem debió de revolverse en su tumba al escuchar Nymphes de bois, una déploration en su memoria, reducida a escombros, y su autor, Josquin des Prez, tuvo que hacer lo propio mientras se perpetró el ataque contra O mors inevitabilis, un planto equivalente tras su muerte compuesto por Hieronymus Vinders. El íncipit de la última chanson de Josquin venía pintiparado para la ocasión: Regretz sans fin. Pieza tras pieza, maravilla tras maravilla, oír esta música única así desguazada producía un pesar infinito, interminable. Menos mal que el concierto, pocas horas antes, de Sébastian Daucé y su Ensemble Correspondances hizo las veces de antídoto para poder olvidar cuanto antes la patraña y recordar largamente lo memorable.
Entre uno y otro, la ya citada violinista neerlandesa Eva Saladin tocó en el Hertz un recital muy desigual, que confirma que es una violinista imprevisible. Empezó francamente mal, con serios problemas en una Sonata de Georg Fritz, pero luego levantó el vuelo con una espléndida Sonata de Locatelli. El repertorio puramente virtuosístico no es quizá lo suyo, como ya había demostrado el viernes, también en el Hertz, con un programa de cuartetos con oboe. Es una gran concertino, una excelente camerista, una formidable improvisadora y, aunque a veces lo interpreta admirablemente, suele enredarse en las obras con mayores exigencias técnicas. Estuvo, eso sí, infaliblemente secundada en el continuo por Johannes Keller, un clavecinista de muchísima altura, y el violonchelista Daniel Rosin.
El concierto de clausura del domingo, al igual que el inaugural, tampoco deparó grandes alegrías. Estaba dedicado en exclusiva a la música de Carl Philipp Emanuel Bach y lo protagonizó la Orquesta del Siglo XVIII, que parece irremediablemente huérfana desde la muerte de Frans Brüggen. Se mantienen algunos veteranos, como el violista Emilio Moreno, secundado en esta ocasión por dos jóvenes compatriotas: la violinista Paula Pérez y la trompista Antonia Riezu. No hace tantos años que esta última trabajó como voluntaria en el festival, lo que explica el cariño con que fue saludada desde la grada que ocupaban sus excompañeros. Sin embargo, el concierto voló decididamente bajo, ya desde la elección de un programa muy poco ambicioso. El contagio por Covid del flautista Michael Schmidt-Casdorff obligó a suprimir el anunciado Concierto para flauta Wq. 166, pero no parece de recibo dejar reducido el programa a tres sinfonías para cuerda de una misma colección, la escrita por encargo del barón Van Swieten en 1773, y un Concierto para clave y fortepiano. Parejas de trompas y flautas se limitaron a tocar, por tanto, en esta última obra, cuando podría haberse aprovechado su presencia para incluir algunas de las sinfonías berlinesas (coetáneas del período en que CPE Bach trabajó al servicio de Federico el Grande) o al menos una de las cuatro que compuso en 1775 y con las que se cerró su contribución al género.
En total, para un concierto de clausura, se interpretó menos de una hora de música y, en vez de consagrar la multiplicidad de estilos del compositor, se ofreció una versión muy alicorta de su personalidad creativa. Tampoco dio la impresión de ser un concierto cuidadosamente ensayado, sino más bien prendido con alfileres, como quedó demostrado, por ejemplo, en varios pasajes al unísono entre primeros y segundos violines, o en no pocos ligeros desajustes entre secciones. El magnífico concertino, Alexander Janiczek, ofreció las indicaciones justas y, aun en los momentos mejor tocados, lo que se escuchó fueron versiones sin personalidad, con una gama dinámica poco generosa y con los abruptos contrastes que reclaman claramente las partituras en exceso amortiguados. Otros grupos las han interpretado mucho mejor en otros conciertos.
En el Concierto para dos instrumentos de teclado (pasado y presente), Christian Rieger luchó por hacerse oír desde el clave y Andreas Staier, que se las sabe todas, supo evitar que su contribución al fortepiano quedara desdibujada en medio de la monotonía general. Se esforzó en plasmar muy bien el humor de estirpe haydniana de CPE Bach, de quien debería haberse interpretado —y no había mejor ocasión que este mismo concierto— su extraordinario rondó Abschied von meinem Silbermannischen Claviere, que no ha sonado en los diez días de festival. La historia de la música nos ha deparado despedidas de hermanos, padres o hijos, de una ciudad (la Innsbruck de Heinrich Isaac, por ejemplo), de la vida misma (la ópera es pródiga en ejemplos), pero Bach compuso una música para despedirse de su amado insrumento construido por Gottfried Silbermann, una pieza que es al mismo tiempo un adiós al clavicordio y a la posibilidad de escribir música para él, pues su intimidad estaba reñida con los nuevos tiempos, en los que el fortepiano haría valer sus mayores recursos dinámicos. CPE Bach dice adiós a su instrumento igual que, pocos años antes, Denis Diderot se había despedido de su robe de chambre salpicada de manchones de tinta.
Escuchar ese rondó, en un melancólico Mi menor, habría sido la mejor de las despedidas y Andreas Staier (mucho más entonado el domingo en el Vredenburg que en su recital de clave en la Lutherse Kerk del jueves) era la persona idónea para hacerlo: un adiós íntimo, sin hacer ruido, y una muestra del Carl Philipp Emanuel más confesional y menos conocido. Podría haber sido, pero la realidad ha sido otra, aunque la música del alemán seguirá acompañándonos a buen seguro más allá de este año en el que Utrecht (la antigua Trajectum romana) está celebrando los nueve siglos transcurridos desde que Enrique V, el 2 de junio de 1122, le concedió a ella y a sus habitantes el estatuto de ciudad. Aquí siempre hay algo que celebrar, aun en la hora de la despedida.