Todos de luto en Redonda, el rey ha muerto

Javier Marías, apasionado editor, coleccionista y bibliófilo, cultivó la amistad de una manera inolvidable

De izquierda a derecha, Javier Marías, Mario Vargas Llosa y Arturo Pérez-Reverte, en Santillana del Mar (Cantabria), en 2008.Pablo Hojas

En rara sincronía con la muerte de la reina británica se nos muere nuestro rey: Javier, monarca del Reino de Redonda, un lugar imaginario de fantasía, de libros y sobre todo de amistad. Un sitio en el que, junto a los muchos y grandes pares del Reino, dukes y demás gente importante, te podías colar con un título tan discreto pero fenomenal como “jefe de exploradores o almasy”, creado especialmente por nuestro señor con un simpático guiño para quien firma estas líneas.

Editor refinado y exigente desde el sello de su reino, Javier Marías edificó libro a libro una colección en la qu...

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En rara sincronía con la muerte de la reina británica se nos muere nuestro rey: Javier, monarca del Reino de Redonda, un lugar imaginario de fantasía, de libros y sobre todo de amistad. Un sitio en el que, junto a los muchos y grandes pares del Reino, dukes y demás gente importante, te podías colar con un título tan discreto pero fenomenal como “jefe de exploradores o almasy”, creado especialmente por nuestro señor con un simpático guiño para quien firma estas líneas.

Editor refinado y exigente desde el sello de su reino, Javier Marías edificó libro a libro una colección en la que la única guía era su gusto y el deseo de compartir con los demás los títulos que le entusiasmaban y habían contribuido a su acervo de lector. Le debemos también, entre tantas cosas, habernos dejado esa herencia.

A quienes no conocieran personalmente a Javier Marías les podría parecer alguien muy culto, elegante y reservado, un gentleman de la literatura, exquisito como sus libros, oxfordiano, sí. Pero, siendo sin duda eso, de cerca era alguien extraordinariamente cálido y cordial, con un verdadero don para la amistad.

Le gustaba comunicarse por carta, a la antigua (muchas veces a través de Mercedes, su mensajera): cartearte con él era una ventana privilegiada a un espíritu de una sensibilidad y una brillantez esplendorosas, con un toque de melancolía dulce y un humor suave; era imposible estar a la altura, claro, como cruzar correspondencia con Madame de Staël.

Y ejercía esa extraña calidad del afecto que es transmitirlo con recato, sin estridencias, como si otorgar su cariño fuera —como dar títulos imaginarios— lo más natural del mundo.

Su amistad era al mismo tiempo una delicada filigrana, tan preciosa como su escritura, y podía expresarse de las maneras más variadas: una llamada (la última, paradójicamemente, de consuelo), una postal, unas líneas de repente sobre el Mau Mau; regalándote un DVD de una rara película sobre el abominable hombre de las nieves, un librito acerca de la sociedad Salamandra de escritores en Egipto en los años cuarenta, una edición original de las memorias de la mujer del general Custer o de las novelas del aviador Biggles, o los catálogos ingleses de subastas de obras de aventuras o viajes (le fascinaban los aventureros y viajeros).

Generoso, atento en los detalles, se comprometía como nadie en lo grande: se ponía la armadura y se revestía de paladín cuando creía que un amigo necesitaba ser defendido. Ahí era capaz de enfrentarse a todo el mundo y partirse el pecho cuando lo consideraba justo.

En esto, en ejercer la actualmente tan poco corriente virtud de la lealtad, compartía, a su propia manera, más de florete o bastón estoque que de sable de coracero, la forma de actuar de su buen amigo Arturo Pérez-Reverte, hoy más solo en Zinderneuf.

Pueden parecer desde fuera dos personas muy diferentes, Javier y Arturo (añádase a la pareja hasta formar trío a Agustín Díaz Yanes, juntos formaban un grupo a lo Tres lanceros bengalíes, como les describió el presentador en función de Gunga Din de un acto en el que estuvieron juntos en el festival Eñe en 2017), pero les unían muchas cosas, en lo pequeño y en lo grande. Los soldaditos, el coleccionismo, la pasión por los libros y el cine de aventuras, cierto quijotismo contra los inexorables molinos de nuestro tiempo. También el hastío ante las nuevas formas de intransigencia, que Javier, indiscutible adalid de la libertad y la inteligencia (le venía de serie, de familia), nunca dejaba de combatir, aunque supiera que muchas veces era una lucha estéril que además le metía en líos.

Es curioso que pensara tan rectamente alguien que literariamente siempre se interesó tanto por los espías, la mentira y la traición. Pero era superior a sus fuerzas: la estulticia y el fanatismo le exasperaban y le hacían lanzarse al ruedo. Así, por poner un ejemplo, no dejó de censurarle a su colega “casi Nobel” como él Ngugi wa Thiong’o las pullas que el keniata lanzaba contra gente a la que valoraba como Joseph Conrad o Nicholas Monsarrat. Que no se los tocaran.

Nunca le amedrentó ser políticamente incorrecto cuando se trataba de ser honesto consigo mismo. Había algo en Javier Marías de su personaje favorito, el Capitán Trueno, un paladín al que admiraba; como él, tuvo una Sigrid, Carme, con la que compartía tantas cosas, entre ellas libros, viajes, sueños de aventuras, y amigos. Va a ser difícil para todos hacernos a la idea de que Javier ya no va a seguir estando ahí.

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