Rehavia: el Israel que pudo ser y nunca fue
El ensayo de Thomas Sparr ‘Grunewald en Oriente: la Jerusalén germanojudía’ explora el país que intelectuales como Martin Buber, Gershom Scholem o Hannah Arendt quisieron construir
El problema de la vivienda no es nuevo ni propio de España. También se sufría, por ejemplo, en la Jerusalén de los años cuarenta, justo antes de la fundación del Estado de Israel. La familia del futuro novelista Amos Oz (nacido en 1939) vivía en un barrio llamado Kerem Abraham, es decir, el viñedo de Abraham. Es un nombre engañoso, que evoca verdores vinícolas y lujos ca...
El problema de la vivienda no es nuevo ni propio de España. También se sufría, por ejemplo, en la Jerusalén de los años cuarenta, justo antes de la fundación del Estado de Israel. La familia del futuro novelista Amos Oz (nacido en 1939) vivía en un barrio llamado Kerem Abraham, es decir, el viñedo de Abraham. Es un nombre engañoso, que evoca verdores vinícolas y lujos campesinos, pero en realidad era un barrio pobre o casi pobre, donde miles de judíos recién llegados de Europa del Este gastaban buena parte de sus suelditos en alquilar viviendas de no más de treinta metros cuadrados, donde se amontonaban tres generaciones en camas plegables. Por eso, el sueño del padre de Oz, que era un erudito frustrado, que quiso ser profesor universitario y se tuvo que conformar con un puesto de bibliotecario, era vivir en el barrio vecino, Rehavia. Si entonces hubiese existido Idealista, el padre del escritor se habría pasado las horas muertas de la biblioteca bicheando algún chollo y echando cuentas por si algún día, con un golpe de suerte y apretándose aún más el cinturón, podían mudarse al sitio de la cultura, al vecindario de los escritores y los filósofos.
Cuando paseaban por Rehavia, el padre señalaba a algunos vecinos, susurrándole a su hijo, en tono admirativo: “Mira, un intelectual prestigioso”. Y el pequeño Amos creía que “intelectual” era una enfermedad de las piernas, pues casi todos los que señalaba su padre eran señores achacosos que caminaban con bastón. Podría tratarse del famoso cabalista Gershom Scholem —que, a sus cuarenta y muchos, aparentaba más, no solo desde la mirada de un niño de cinco para quien todo adulto es anciano, sino porque en aquella época la gente era más vieja—, o del filósofo Martin Buber, este sí, venerable y barbudo, o las poetas Else Lasker-Schüler o Kaléko Mascha.
Todos tenían en común, además de la enfermedad locomotriz de la intelectualidad, haber nacido en Alemania. Porque Rehavia estaba en Jerusalén, pero en realidad era un trozo de la República de Weimar que sobrevivió al nazismo. Por eso, aunque los padres de Oz hubieran conseguido vivir allí, no habrían dejado de sentirse forasteros, en tanto que nacidos en Lituania y en Ucrania: cuando no querían que su hijo espiase las conversaciones de mayores, hablaban entre ellos en ruso. En Rehavia, cuando dejaban el hebreo a un lado, todos hablaban alemán.
El editor y erudito hamburgués Thomas Sparr llegó a atisbar los restos de aquel mundo cuando se instaló en 1986 en Jerusalén. Tuvo noticia entonces de los yekkes, los judíos de origen alemán que habían dominado ese barrio y que en aquel entonces desaparecían por imperativo biológico. Sus bibliotecas y sus pertenencias se saldaban en mercadillos y aceras, disolviendo una herencia que no solo fue determinante para el origen del Estado de Israel, sino testimonio y superviviente de una cultura aniquilada en Europa. En su libro Grunewald en Oriente: la Jerusalén germanojudía (recién traducido al español en Acantilado), Sparr reconstruye la historia de Rehavia a través de algunos de sus vecinos más ilustres y con la ayuda de los recuerdos (entre visillos y envidiosos) de Oz, quien narró ese mundo desde el barrio de al lado en sus memorias noveladas, Una historia de amor y oscuridad (Siruela). Un libro conduce inevitablemente a otro, y de Grunewald en Oriente se sale con una docena de lecturas pendientes que remiten a un mundo perdido y, en buena medida, traicionado.
Sparr comienza su relato imaginando una tertulia que nunca se dio entre Martin Buber, Gershom Scholem, Anna Maria Jokl, Hannah Arendt, Mascha Kaléko, Lea Goldberg, Werner Kraft y Else Lasker-Schüler. Los reúne en el café Atara, que fue una versión israelí de los cafés berlineses donde se encontraban antes de que Hitler levantase sus sesiones. Esa discusión en concreto no sucedió, pero bien podría haber sucedido, ya que todos los personajes coincidieron más de una vez en Rehavia.
No todos llegaron a Jerusalén huyendo del nazismo, pues el barrio se fundó en 1920 sobre unos terrenos sin urbanizar y siguiendo los ideales filosóficos y estéticos de la ciudad jardín, pero el nazismo les convirtió en los últimos representantes de una civilización aniquilada que hizo de la razón, la democracia y la ilustración sus dioses.
Algunos de esos intelectuales, que formaban la élite de la inteligencia judía alemana de entreguerras, dieron también consistencia ideológica y filosófica al proyecto del Estado de Israel, concibiéndolo como una utopía mucho más plural de lo que propugnaba el sionismo de vía nacionalista más estrecha, y mucho más liberal de lo que propugnaban los socialistas del kibutz. Los yekkes de Rehavia soñaban con un Israel que conciliara el pasado con el futuro. Es decir, podía dar un hogar seguro a los judíos perseguidos durante tantos siglos, y a la vez podía ensayar una democracia ilustrada y abierta como la que se intentó en la República de Weimar. Era lo que Scholem, el mayor estudioso de la tradición esotérica judía, llamaba “judaísmo humanista”, que en los cafés y las calles del barrio (y en la Universidad Hebrea, que se instaló allí) generó una “síntesis de modernidad y ortodoxia”. En palabras de Starr: “Una unión de forma de vida mundana y fidelidad a la ley, Torá im derej eretz, una fusión entre fidelidad a la Torá y a las leyes mundanas del país”.
Auge ultraortodoxo
Si el primer objetivo (construir un puerto seguro a los judíos) se consiguió, del segundo solo persisten los recuerdos de un puñado de familias y los libros en alemán que el propio Starr vio apilados en las aceras de Rehavia mientras los herederos de aquellos yekkes vaciaban sus casas. Hoy, Rehavia, como tantos otros vecindarios de Jerusalén, es eminentemente ultraortodoxo, y la única ley que se acepta es la de Moisés. De las tertulias del café Atara no queda ni el humo de los cigarros.
Es inevitable leer Grunewald en Oriente como el Israel que pudo ser y tal vez nunca fue, sensación que se acentúa cuando uno, por inercia lectora, se abisma en ese monumento narrativo que es Una historia de amor y oscuridad, donde Oz cuenta —al contarse a sí mismo, cuya vida transcurre en el cogollo del sionismo intelectual que parió aquel Estado— el origen de Israel. Quizá todo se fue al traste con la guerra del Yom Kipur, cuando los israelíes comienzan a vivir una movilización permanente y abandonan su pluralismo de bibliotecarios y profesores para rendirse a los uniformes, las filacterias y los tirabuzones, en una violencia sin descanso contra palestinos y naciones vecinas que ha desembocado en el país actual, autoritario y entregado a la derecha religiosa. O quizá las utopías, por definición, fracasan en cuanto se contaminan de realidad, y lo que sonaba bien en las sobremesas del Atara resultó irrealizable al convertirse en leyes e instituciones. Nunca sabremos qué opinarían los Buber o las Lasker-Schüler del Israel del siglo XXI, pero no es absurdo suponer que lo percibirían como el monstruo goyesco del sueño de su razón.
La Rehavia alemana duró lo que duró la vida de sus vecinos. Hacia los años sesenta, decisivos en el devenir de Israel, el joven Oz (por entonces, un entusiasta kibbutzin entregado al ideal socialista) ya no se encontraba a aquellos intelectuales, pues la mayoría habían muerto. El país que concibieron crecía a su aire, libre de su tutela y de sus admoniciones, y aquel mundo se preparaba para desaparecer. Hoy solo vive en la prosa —espléndida, elegante y sabia— de Thomas Sparr, en este ensayo sin pretensiones de elegía, pero tan poderoso como El mundo de ayer de Zweig.