Aquel rey que era jornalero
La Noche de Reyes fue el fundamento de todas mis creencias más arraigadas, que se basan en la ficción
Dejé de creer en los Reyes Magos cuando con seis años, unos días antes de la cabalgata, descubrí escondidas en un armario las cajas envueltas en papel de plata con los regalos que me iban a traer. Uno de esos regalos era un proyector NYC. Con una manivela ante una doble lámpara se hacía pasar un rollo de papel traslúcido cuyo movimiento proyectaba los dibujos de Walt Disney sobre una sábana o pared blanca. Mis primeros héroes fueron Popeye y Mickey Mouse. El hecho de que descubriera previamente el engaño y me sintiera humillado por la carta que había escrito a esos seres mágicos con la promesa...
Dejé de creer en los Reyes Magos cuando con seis años, unos días antes de la cabalgata, descubrí escondidas en un armario las cajas envueltas en papel de plata con los regalos que me iban a traer. Uno de esos regalos era un proyector NYC. Con una manivela ante una doble lámpara se hacía pasar un rollo de papel traslúcido cuyo movimiento proyectaba los dibujos de Walt Disney sobre una sábana o pared blanca. Mis primeros héroes fueron Popeye y Mickey Mouse. El hecho de que descubriera previamente el engaño y me sintiera humillado por la carta que había escrito a esos seres mágicos con la promesa de que me iba a portar bien, no obstante, no impidió que la Noche de Reyes fuera el fundamento de todas mis creencias más arraigadas, que se basan en la ficción.
Cuando en la Noche de Reyes de la más dura posguerra el cortejo envuelto en sones de trompetas y tambores a cargo de una centuria de la Falange se acercó a la puerta de casa y sentado en el hombro de uno de mis tíos me enfrenté al rey Gaspar para pedirle los regalos que yo consideraba de mi propiedad, supe por primera vez que la vida iba a dividirse entre la realidad y la imaginación y había que elegir entre estas dos formas de estar en el mundo si uno quería sobrevivir. El rey Gaspar lucía una corona visiblemente de cartón dorado, la barba rubia era de pelo extraído de una mazorca de maíz, su manto un cubrecama bordado que apenas cubría unos calzones largos de felpa y el calzado de Segarra. En cuanto el rey Gaspar comenzó a hablar reconocí la voz de aquel jornalero, amigo de casa, y también me era familiar la jaca que montaba, a la que veía pasar todos los días tirando del carro con el arado. Con solo seis años me enfrenté a una disyuntiva que todavía después de tantos años no he sabido resolver. Podía desenmascarar al rey Gaspar ante la gente que me rodeaba o seguir con la representación.
El placer me llevó a la ficción. Siendo solo un niño me sentía más fuerte conociendo lo que había detrás de la tramoya y convirtiendo este conocimiento en una realidad ficticia manejada a mi antojo. ¿No sería esta la primera llama de la literatura? Se miente para defenderse, se miente para agradar, se miente para convertir la realidad en una obra de arte. La realidad estaba dentro de aquella caja envuelta en un papel de plata cuajada de estrellas que contenía un proyector NYC y una cinta de Popeye y Mickey Mouse. Desde aquel momento el cine ha sido la fantasmagoría de la que se ha nutrido mi imaginación. Pasadas las fiestas de Navidad, yo volvía a ver al rey Gaspar en el bar Nacional jugando al tute, ya con los pantalones de pana con la culera remendada, la chupa y la boina, pero según mi antojo unas veces seguía siendo un rey y otras el jornalero.
Sobre una cinta de papel traslúcido comencé dibujar monigotes y a escribir pequeñas historias que pasaba por la doble lámpara del proyector NYC. Una de estas historias narraba el prodigio de cómo aquel rey Gaspar se había convertido en un huertano que jugaba al tute subastado con otros jornaleros del pueblo en una mesa del bar Nacional. Había un niño, que en este caso era yo, que tenía la facultad de convertir la realidad en sombras, en fantasmas. Pasados los años aquel proyector NYC germinó en una idea que llenaría por completo mi cabeza de adolescente. Quería ser director de cine. De hecho, al llegar a Madrid con 23 años me presenté una mañana en la Escuela Oficial de Cinematografía, situada en un palacete en una esquina de la calle Montesquinza. Entre las pruebas de acceso, una consistía en escribir un relato que se pudiera rodar. Yo llevaba escrito el cuento del rey jornalero que unas veces reinaba en un país de Oriente y otras jugaba al tute en el bar del pueblo. En el zaguán de la escuela me recibió un conserje malencarado que después de mirarme con cierta sorna despectiva de arriba abajo, me dijo que el plazo de admisión estaba ya cerrado. Con una sonrisa me hizo saber que por la pinta no creía que yo llegara nunca a ser director de cine. Era la otra realidad.
Pasados los años, sentado en una terraza de la Malvarrosa o del puerto de pescadores de Denia, yo vería pasar montadas en tranvía o en una bicicleta aquellas criaturas que yo había imaginado y que ya estaban dentro del proyector NYC cuyo papel traslúcido pasaba por la doble lámpara de mi cerebro. En el tranvía a la Malvarrosa viajaba el primer amor transformado en todas las mujeres que a lo largo de mi vida amaría; en la bicicleta pedaleaba por el muelle del puerto una chica que llevaba dentro el sonido del mar y del viento que siempre resuena en el corazón de los navegantes.