Un viaje de ida y vuelta al infierno

El campo del cólera estaba compuesto de varios pabellones de madera donde agonizaban y al mismo tiempo parían decenas de mujeres

Enfermos de cólera en un campo de refugiados africano.Peter Turnley (Corbis/VCG via Getty Images)

No soy un héroe, ni siquiera un discípulo lejano de Joseph Conrad, pero he realizado algunos viajes al corazón de las tinieblas y he tomado nota de cómo se vive en el infierno. En enero de 1995 una avioneta me había llevado en compañía de Eli Reed, un inmenso afroamericano, fotógrafo de Magnum, desde Nairobi sobrevolando el lago Victoria hasta un punto de la sabana de Tanzania, donde nos recogió un jeep de la ONG Médicos sin Fronteras con otros cooperantes para dejarnos en un poblado de Benako, a 40 kilómetros del ...

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No soy un héroe, ni siquiera un discípulo lejano de Joseph Conrad, pero he realizado algunos viajes al corazón de las tinieblas y he tomado nota de cómo se vive en el infierno. En enero de 1995 una avioneta me había llevado en compañía de Eli Reed, un inmenso afroamericano, fotógrafo de Magnum, desde Nairobi sobrevolando el lago Victoria hasta un punto de la sabana de Tanzania, donde nos recogió un jeep de la ONG Médicos sin Fronteras con otros cooperantes para dejarnos en un poblado de Benako, a 40 kilómetros del campamento de refugiados hutus. En aquella casamata donde nos instalaron había médicos y enfermeras, algunos expertos en logística de supervivencia que montaban letrinas o eran conductores de grandes cubas de agua potable. La primera noche bajo el cielo estrellado de África pensé en aquella España de 1995, sacudida por la cultura del pelotazo, con los primeros síntomas de lo que iba a llamarse el milagro español, con el PSOE que había perdido el estado de gracia y la Movida que había sido sustituida por el desencanto.

Desde Benako cada mañana íbamos al campamento donde, debido al peligro que suponía la oscuridad, solo se podía estar hasta la caída del sol. Desde lejos se divisaba una nube amarilla de la que se desprendía un hedor peculiar, nunca antes percibido, dulzón y podrido a la vez. De pronto aparecía un valle y varias colinas que se perdían de vista, cubiertas de plásticos azules, bajo los cuales, como una inmensa gusanera, fermentaban miles y miles de seres humanos. Al traspasar las alambradas me dirigía con Eli Reed hacia el campo del cólera, compuesto de varios pabellones de madera donde agonizaban y al mismo tiempo parían decenas de mujeres. A veces el feto muerto caía entre las heces dentro de un cubo abierto bajo la camilla. Cerca había un equipo cavando fosas a destajo.

Tardé unos días en acostumbrarse a aquel infierno. Cada noche, durante la cena, los cooperantes, alineados en una mesa compartida, contaban su propia experiencia del día. Eran historias de terror. En otros viajes por África había conocido a misioneros que se comportaban como héroes, pero pensaba que su sacrificio lo realizaban a cambio de la salvación de su alma y la de los neófitos; en cambio, algunos de estos médicos y enfermeras ni siquiera creían en Dios. Les movía la solidaridad, reparar la miseria humana, sin esperar nada.

A medida que pasó el tiempo, me fui haciendo a la normalidad de aquella degradación. Sabía que el río Kágera había bajado cada día con cientos de cadáveres. En el paso de la aduana con Ruanda el río se estrechaba y allí se producía un tapón de cuerpos acuchillados que al final caían en cascada. Alguien señaló que aquel año de 1995 los cuervos y buitres de Ruanda estaban más gordos de lo normal y parecían felices por la increíble cosecha de carne que la humanidad les había deparado con el genocidio acaecido el año anterior. Una noche se produjo un espectáculo aterrador. Cuando los cooperantes internacionales habían abandonado el campamento, los refugiados hutus encendieron hogueras y comenzaron a entonar una canción guerrera que resonaba por todo el valle. Eran cientos de miles de gargantas pidiendo venganza. Los refugiados parecían dispuestos a saltar el cerco, cruzar la frontera y volver a emprender una nueva masacre. Bajo el resplandor de aquel fuego, pensé que tal vez el corazón de las tinieblas de Conrad solo era literatura.

Después de pasar unos días bajo la niebla apestosa de aquel campamento de refugiados que llenaba los valles hasta borrar el horizonte de las verdes colinas, camino de Kigali, nos detuvo un control de la guerrilla tutsi, formado por unos mozalbetes turbios de droga, con el dedo nervioso en el gatillo del subfusil. Eli Reed, acostumbrado a la guerra de Vietnam, me advirtió: “No les mires a los ojos, pero no rehúyas su mirada; no sonrías, pero no estés demasiado serio; guarda silencio, pero no eludas ninguna respuesta; que no crean que tienes miedo, pero tampoco demuestres orgullo ni vayas de valiente. Déjate llevar como el agua limpia que discurre entre las piedras”. Seguí ese método de supervivencia y vi que funcionaba también en otras aduanas.

Durante la travesía por el territorio de Ruanda, a uno y otro lado del camino aparecían poblados abandonados que habían sido incendiados durante la matanza. A veces se veía un perro solitario. En el aeropuerto de Kigali apenas quedaban cuatro bombillas de luz y todas las ventanas tenían los cristales rotos. En medio del vestíbulo había un gorila disecado con más de 20 impactos de bala. Recuerdo que cada día al llegar al campamento un niño abandonado me seguía a todas partes. No hablaba, solo me sonreía y en medio de la multitud a veces lo perdía de vista, pero al instante lo veía a mi lado. He olvidado su nombre. Ignoro si la historia le habrá deparado la suerte de ser víctima o verdugo, que al parecer es el destino en que uno viene a este mundo.

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