La felicidad está en las estanterías
Todas las fotografías, trofeos y objetos extraños de mi librería solo me recuerdan instantes de felicidad. No hay ninguno que me lleve, más allá de la nostalgia, a ningún pasado amargo
Los anaqueles de la biblioteca están llenos de fotografías, de pequeños trofeos y de algunos objetos raros. Entre todos los recuerdos que han llegado a mis manos he elegido a unos y no a otros para tenerlos siempre presentes entronizados en las estanterías. Estos objetos que animan la librería a lo largo del tiempo han terminado por formar parte de la mirada cotidiana y solo toman existencia propia cuando he tenido que levantarlos o apartarlos un momento por necesidad para sacar el libro en que se apoyaban.
Reclinado sobre el lomo de un volumen de ...
Los anaqueles de la biblioteca están llenos de fotografías, de pequeños trofeos y de algunos objetos raros. Entre todos los recuerdos que han llegado a mis manos he elegido a unos y no a otros para tenerlos siempre presentes entronizados en las estanterías. Estos objetos que animan la librería a lo largo del tiempo han terminado por formar parte de la mirada cotidiana y solo toman existencia propia cuando he tenido que levantarlos o apartarlos un momento por necesidad para sacar el libro en que se apoyaban.
Reclinado sobre el lomo de un volumen de Jung, el descubridor del inconsciente colectivo, discípulo de Freud, está el retrato de mi tía Pura, fechado en 1916. Apenas tendría 18 años. Se trata, sin duda, de un retrato de estudio en que aparece sentada en un sillón, toda enjoyada, con el vestido largo bordado con muchas puntillas, con un abanico de nácar en la mano. Era la clásica tieta como la que canta Joan Manuel Serrat. La recuerdo ya muy mayor en la mecedora leyendo el libro de horas o tal vez rezando por un hermano descarriado que se había ido detrás de un torero y por otro que se pasaba las tardes y las noches en el casino jugando al julepe. Era la tía soltera, beata y buena hasta el tuétano que decía a todo que sí y dejaba el no para mi madre, que estaba siempre dispuesta a negarte cualquier placer. Recuerdo que de regreso de su entierro, al llegar a Madrid, el telediario dio la noticia de que habían asesinado a Kennedy.
Junto a su retrato hay un fósil de almeja petrificada que encontré en lo alto del Montgó, de cuando este monte estaría sumergido en el mar hace miles de millones de años, y a su lado por orden sucesivo conservo una pequeña barca verde y amarilla con ojos en las amuras que compré en Malta, y un poco más allá una cápsula de bala que me regaló un viejo que fue soldado en la guerra civil y según me contó, verdad o mentira, con ella pudo matar a un rojo pero que no lo hizo porque teniéndolo delante a pocos metros disparó al aire y resulta que después con el tiempo fueron amigos. La cápsula es de cobre y esta insertada entre un tomo de epigramas griegos y las obras completas de Proust.
Me veo muy bien, de joven con un jersey negro y unos pantalones blancos en el Partenón y en otra fotografía con un grupo de amigos recién desembarcados en un pantalán en la Sabina de Formentera en el primer viaje a Ibiza. Algunos amigos han muerto. No obstante todas las fotografías, trofeos y objetos extraños de las estanterías solo me recuerdan instantes de felicidad. No hay ninguno que me lleve, más allá de la nostalgia, a ningún pasado amargo. Están en la estantería haciendo juego entre lo que he vivido y lo que he leído. Las fotografías de viajes son una proyección de las novelas, de los relatos, de los ensayos, de todas las historias en que se apoyan. En un estante hay un pequeño busto de Miguel Hernández junto a un tiesto de ánfora romana, la silueta del pueblo en que nací dibujada por Andreu Alfaro. Entre todos los trofeos que a lo largo de los años he conquistado guardo en la estantería con especial aprecio una estatuilla del Halcón Maltés que me dieron en Valencia la gente de la Cartelera Turia por la novela Tranvía a la Malvarrosa.
Puede que toda mi biografía esté condensada en esos objetos. En una fotografía que me hizo Elli Reed, fotógrafo de Magnum, estoy en el campamento de refugiados hutus en Benako (Tanzania) jugando con un grupo de niños. Recuerdo que uno de ellos que andaba perdido me seguía a todas partes. Me había adoptado como a un padre y me miraba con una ternura indecible. Lo veo en esa fotografía y me pregunto qué suerte le habrá deparado la vida entre ser víctima o verdugo, si seguirá vivo o habrá muerto, si habrá llegado a Europa en una patera o habrá naufragado en el Mediterráneo. ¿Cómo se llamaba? Su recuerdo me lleva al heroísmo de Médicos sin Fronteras, que arriesgaban su vida solo por solidaridad humana sin nada a cambio.
Una estrella de mar, junto a fotografías de escritores afines, recuerdos de navegaciones, almuerzos y sobremesas bajo una parra, sucesivos veranos que a uno le han servido para envejecer bien soleado. Ignoro si lo más importante de una biblioteca son los libros o los objetos que uno ha ido depositando en los anaqueles. Si busco un tomo de los presocráticos sé que está detrás de esa corredera de un barco medieval que me regaló un marinero, si quiero leer Las flores del mal, de Baudelair,e o Vidas paralelas, de Plutarco, me veré obligado a apartar un retrato de Toby, el perro callejero que me ayudó a entender la vida como es. No todo está en los libros. También la felicidad está en los estantes.