Amancio: “De Puskas lo único que deseábamos es que estuviera en su metro cuadrado”
EL PAÍS inicia una serie en la que grandes deportistas rescatan sus memorias de fascinación. El exdelantero del Real Madrid recuerda el letal hábitat del húngaro, con quien compartió ataque
Cuando Amancio Amaro llegó al Real Madrid en junio de 1962, hacía solo un mes que los blancos habían perdido por primera vez una final de la Copa de Europa. Asomaba un cierto aroma de fin de época, aunque allí seguían dos leyendas gigantescas: Alfredo di Stéfano, a punto de cumplir 36 años, y Ferenc Puskas, 35 recién estrenados. Amancio, de 22, venía con el batallón de refresco: “Llegamos Félix Ruiz, Zoco y yo, y nos encontramos unas personas que habían conseguido algo que no había conseguido nadie, cinco Copas de Europa, q...
Cuando Amancio Amaro llegó al Real Madrid en junio de 1962, hacía solo un mes que los blancos habían perdido por primera vez una final de la Copa de Europa. Asomaba un cierto aroma de fin de época, aunque allí seguían dos leyendas gigantescas: Alfredo di Stéfano, a punto de cumplir 36 años, y Ferenc Puskas, 35 recién estrenados. Amancio, de 22, venía con el batallón de refresco: “Llegamos Félix Ruiz, Zoco y yo, y nos encontramos unas personas que habían conseguido algo que no había conseguido nadie, cinco Copas de Europa, que nosotros habíamos visto por televisión en blanco y negro. El respeto que sentíamos por ellos… No dejábamos de verlos como algo superior”, recuerda. Por el argentino, ese respeto era reverencial, a la medida de un tótem, o un druida. Con el húngaro, Amancio sintió el fogonazo de la fascinación.
“El caso de Pancho Puskas era algo que… No lo entendía. No entendía que un jugador que había sido el motor de un equipo, como él lo había sido en el Honved, donde era el organizador por el que pasaba todo el fútbol, que con los años no fuera hacia atrás, como va todo el mundo, que tiende a ocupar posiciones más retrasadas porque es más cómodo ver el campo más de frente; en lugar de eso, el caso de Pancho es algo inaudito, porque es el único jugador que he visto que pasó a ser delantero centro”, rememora el exjugador gallego, 80 años ya.
Al llegar al Madrid, tras casi dos años sin jugar, sancionado por desertar de Hungría en 1956, con 31 años y 18 kilos de más, Puskas se inventó un lugar en el mundo, minúsculo y letal. “El hombre era propenso a engordar, pero creo que ha sido el único jugador al que se le permitía no moverse de su metro cuadrado. Hasta los compañeros. Normalmente, pides la ayuda de todos, que se esfuercen, pero de Pancho lo único que deseábamos es que estuviera en su metro cuadrado, porque su izquierda era un prodigio. Si le dabas la pelota a él, sabías que si chutaba a puerta... Tenía dos metros de movimientos rápidos, y luego tenía esa izquierda que o bien chutaba o te ponía la pelota para que la empujaras a gol”, cuenta Amancio, ganador ganador de nueve ligas en 14 temporadas con la camiseta blanca.
El húngaro lo resume en esa autobiografía conversada que es el libro Puskas sobre Puskas: “La mayor parte de mi carrera se concentró en marcar goles, tantos como pudiera. Siempre intentaba colocarme en una posición en la que tenía un 75% de posibilidades de recibir el balón. Si se presentaba la ocasión, la aprovechaba sin dudarlo un instante”. En España se le bautizó Cañoncito Pum.
“Él no era un jugador que ganara por velocidad. Era pura astucia, un don”, completa Amancio. “Cuando oigo recordar a jugadores, nadie menciona a Pancho Puskas, y me duele porque tenía algo que no le he visto a nadie”. Aquella boya treintañera aún tuvo tiempo en el Madrid para ser el máximo anotador de la liga cuatro temporadas y completar su leyenda de máximo goleador mundial en ligas según los registros de la Federación Internacional de Historia y Estadística del Fútbol: 511 goles en 533 partidos en Primera, en Hungría y España, 0,96 por encuentro. De blanco, 156 en 179 partidos.
Equilibrio con Di Stéfano
Ese instinto suyo para la ubicación también alcanzaba a la gestión de las jerarquías. Cuando se supo que llegaba a Chamartín, además de las dudas sobre un tipo barrigón y semi retirado, le precedió la suspicacia sobre cómo resultaría la mezcla con el caudillo Di Stéfano. Lo solventó en el campo. Llegaron al último partido del primer curso juntos, contra el Granada, con los mismos goles, 21. Hacia el final el húngaro se quedó a solas con el portero, pero se la cedió. “Pensé que, si anotaba no volvería a hablarme en la vida. Fue lo mejor que pude hacer. Nos hicimos muy amigos”, recordó el húngaro en Puskas sobre Puskas.
También surgió el cariño con Amancio, pese a los gritos que se cruzaban sobre la hierba: “En el campo no se oye lo que hablamos, pero entre él y yo el hablar era un poco como una pelea entre gallos. Bueno, entre un gallo y un gallito. Si no le daba la pelota como él la quería, se expresaba en húngaro. Y como me imaginaba lo que significaba, yo se lo respondía en español, claro”, dice el gallego.
Amancio se recuerda a sí mismo brillando en el regate: “Era rápido y un poco insensato. Sobre todo insensato por entrar muy a menudo en el área. Es que antes las patadas eran… No había tantas cámaras”. A hombros de su empuje, que le valió el Balón de Bronce tras ganar la Eurocopa de 1964, emergió el Madrid de los yeyé, que volvió a levantar la Orejona. Fue en 1966, dos años después de la marcha de Di Stéfano, en los últimos días de blanco de Puskas, que no jugó la final. En Bruselas ganó al Partizán un Madrid con once españoles y goles de Amancio y Serena (2-1).
Puskas se fue y el gallego nunca olvidó aquel deslumbramiento, también personal. “Fue un hombre generoso. Su vida la resume el funeral [murió en 2006] que le dispensaron en Budapest, donde tuve la suerte de estar: un entierro de mariscal. Me emocioné y entendí lo grande que era ese hombre”, recuerda Amancio.