La victoria amputada de 2020: fútbol y muerte
La llamada instintiva el día de partido a alguien que ha fallecido es un acto reflejo, como el cosquilleo en la pierna imaginaria que nos han cercenado
Una despedida dura lo que tardamos en escuchar el portazo. Ahí suele terminar, aunque puede pasar mucho tiempo antes. Mi padre murió en primavera. Es imposible no acordarse cada día. Pero eché mano por primera vez del teléfono para llamarle hace justo dos semanas a las 12.30, cuando salió la bola del PSG en el sorteo de Champions. “Joder, Pepe. Vaya palizón nos cae. Maldito Neymar”, le iba a decir. Ya le había buscado en los conta...
Una despedida dura lo que tardamos en escuchar el portazo. Ahí suele terminar, aunque puede pasar mucho tiempo antes. Mi padre murió en primavera. Es imposible no acordarse cada día. Pero eché mano por primera vez del teléfono para llamarle hace justo dos semanas a las 12.30, cuando salió la bola del PSG en el sorteo de Champions. “Joder, Pepe. Vaya palizón nos cae. Maldito Neymar”, le iba a decir. Ya le había buscado en los contactos y aparecía su nombre en la pantalla. El fútbol permite eso, aunque alguien ya no esté a tu lado. Un buen amigo del Oviedo vivió lo mismo hace poco. Y su padre había muerto 12 años antes. Le pasará a mucha otra gente, seguro.
La llamada instintiva el día de partido a alguien que ha tomado las de Villadiego es un acto reflejo. Como el cosquilleo en la pierna imaginaria del amputado. O las ganas locas de rascarse un brazo que se ha esfumado. Pero tiene que recordar también a la sensación de algunos equipos a final de temporada después de un ciclo glorioso y un nuevo fracaso que alimenta decenios en blanco. “A por la copa”, se dicen enfilando la escalera hacia el palco para levantarla. Sucede solo en su cabeza, claro. Y en muchos casos, como mucho acaban de evitar un descenso.
La victoria amputada tiene diagnóstico rápido y doloroso. En Italia se trata de una dimensión psicológica extremamente poblada. La habitan el Bolonia (7 scudetti), el Torino (7), el Génova (9), la Lazio (2), la Roma (3) o la Fiorentina (2). Fueron los reyes. Pero alimentan ahora su vida a base de ausencia, de triunfos mutilados y de vídeos en Youtube que mantienen el recuerdo del órgano cercenado. Hoy, 13 de los 20 equipos que juegan en la Serie A han ganado al menos un scudetto. Más de la mitad de quienes se disputan el título conocen a qué sabe ganarlo. Algunos, como el Torino, incluso levantaron cinco seguidos. Las vitrinas del club invitan a pensar que todavía hay esperanza. Pero hoy es imposible. De esa muerte han vuelto pocos.
El problema está poco extendido en España (debe ser el único). Cuatro equipos se han repartido el 90% de las ligas. No digamos las competiciones europeas. Las cartas están marcadas en septiembre. La mayoría, podría concluirse, ya no aspira a ganar. Es duro, pero más práctico en algunos sentidos. El palmarés italiano es más difuso. Y es algo bueno, pero a la vez demasiado melancólico para una competición donde está en juego tanto dinero como para soñar en cada mercado con la chequera en la mano. La Roma, por ejemplo, lleva gastando ingentes cantidades de liras y euros desde 2001, cuando la ciudad se pasó un mes entero en la calle celebrando el último scudetto. No ha servido de nada.
El desorden mental del Milan no era exactamente el mismo, pero esta temporada es como si hubiera vuelto del otro barrio. El recuerdo lejano de siete Champions y 18 scudetti empezaba a ser muy vaporoso. Berlusconi era un tahúr. Pero siempre preferimos eso a un fondo de inversión estadounidense o al espectro de un chino que ni siquiera estaba claro que existiese. El equipo (una Supercopa en 10 años) se despedirá de 2020 como primer clasificado y es el único de Europa que todavía no ha perdido desde que comenzó la pandemia. Nació de un proyecto fallido, tiene a un entrenador que debería haber sido despedido en las primeras semanas y una plantilla donde el mejor tiene 39 años. El secreto lo custodia el mítico Paolo Maldini, su director técnico, un hombre que siempre lo supo todo un segundo antes que el resto.
La realidad no siempre es así. La felicidad, excepto para incondicionales de Paolo Coelho o hinchas de la Juventus en Italia, nunca dura dos temporadas. Conviene aceptarlo, nadie va a devolvernos la pierna o el brazo. Contra el PSG o en el Olímpico de Roma. Este año está claro que nos ha tocado un mal sorteo a todos.