“Yo a las ricachonas les daba leña”
La primera profesional del golf en España revive su doble lucha en los años cincuenta: contra el machismo y contra el elitismo de la sociedad
“¡Qué tiempos aquellos!”.
El tacto con un viejo y gastado palo de golf, el único que conserva de su época, hace viajar en el tiempo a Elvira Larrazabal. Si cierra los ojos, vuelve a ser la adolescente que empezó a jugar a los 16 años en la huerta de la casa familiar, al lado del green del hoyo cuatro del club de Neguri, en Getxo. De repente es la valiente hija del profesor que se rebeló ante las “ricachonas” y fue campeona nacional entre 1952 y 1955. Y la mujer que derribó un muro y se convirtió, en 1958, en la primera golfista profesional en España. Cuando hoy, a los 87 años, pone letra a sus recuerdos, en su voz hay orgullo y melancolía. “Nací en 1933. Soy la segunda de cuatro hermanos. Vivíamos dentro del campo. Las bolas que se iban fuera acababan en nuestro terreno. Mi padre daba clases de golf y como éramos cuatro hijos, no había dinero para una bolsa grande de palos. Yo iba con una bolsita y 14 palos de nueve juegos distintos, los que los socios ya no querían, unos con una empuñadura de tirabuzón, otros de cuero que tenía que darles resina para poder cogerlos… Los limpiaba en el fregadero con una piedra”, revive la pionera.
La semilla la plantó, literalmente, el abuelo de Elvira, Santos. Él se encargó de los primeros árboles del club de Neguri, creado en 1911 y que en 1961 se mudó a su ubicación actual. Era el responsable del verde y tenía a su cargo a 18 jardineros. La casa estaba al lado de un green en el que los pequeños de la familia daban sus primeros pasos. Ángel, el padre de Elvira, fue ertzaina y escolta del primer lehendakari, José Antonio Aguirre, y después de la guerra pasó cinco años en el penal del Puerto de Santa María (Cádiz). Cuando pudo salir, comenzó a trabajar en el club como profesor y cuidando el cuarto de palos. “Yo jugué al golf por él, por verle contento”, cuenta Elvira; “me decía que yo era más valiente que las demás. Me hundía la bola en el búnker para que entrenara cómo sacarla, y me hacía golpear por encima de unos árboles pequeños. Una vez me tiró el palo al suelo y me dijo: ‘¡No sirves para esto!’. Eso me hizo sacar la mala uva”.
El carácter. La rabia. El instinto de superación y la lucha por hacerse valer han guiado la vida y la carrera de Elvira Larrazabal. En esos años cincuenta, no solo tuvo que derribar el muro del machismo, también el del elitismo. “Siempre he saltado obstáculos”, asegura. Todavía hoy es una guerrera. Ha superado dos infartos cerebrales y se ha recuperado de una fractura de cadera que la tuvo dos meses en una residencia —su hijo Peru enseña orgulloso un vídeo en el que se ve a la ama, pocas semanas después de ser operada, haciendo el swing con un bastón y golpeando una bola de tenis—. Le alegran sus dos bisnietos, aunque la larga pandemia le obligue a quedarse en casa y solo vea cómo crecen a través de las fotos.
“Yo era fuerte. He pasado mucho para jugar, por ser mujer y por las clases sociales. Había alguna jugadora que tenía chófer, profesor, masajista, juegos de palos nuevos… y encima se encaprichaba de un palo que yo tenía. En aquellos tiempos no podías decir que no y mi padre me decía que se lo diera. Otras veces me ponían bola negra [para no dejarle jugar]. Los señores del golf me preguntaban que para qué quería entrar al campo, si era para jugar a las cartas. Otra señora decía que no se sentaría donde yo estaba. O que yo le daba pena y me pagaba el caddie, 15 pesetas, para luego denunciar que había cobrado y no poderme presentar a un campeonato de España... Faenas me han hecho muchas. Gané un torneo y la campeona se llevaba un Rolex, pero yo nunca lo vi. ¿Rolex, qué Rolex? ¡Se lo daban a la segunda! Otra vez de premio me dieron un sacacorchos… Pero yo... ¡fuerte!” cuenta Elvira, y todavía aprieta el puño y los dientes cuando recuerda esas injusticias.
A cada golpe, la hija del profesor se levantaba con más coraje. Entre 1952 y 1955 ganó el Campeonato de España —la primera Copa se la llevó porque nadie pensaba que vencería ella, y la guarda en una estantería en casa, pero luego le dieron otras más pequeñas—. Para ella y para muchos también ganó en 1956, pero extrañamente figura como subcampeona en el palmarés. En su interior se sabe la ganadora. Elvira Larrazabal nunca perdió un torneo al que se presentó. “A las seis de la mañana ya me estaba entrenando. Yo a las ricachonas les daba leña. La que se metía conmigo… Cuando entraban en el vestuario decían: ‘¡No hay quien pueda con ella!’. Jugaba de maravilla de la rabia que me daba que me trataran así. A las ricachonas con sus mejores palos no les gustaba nada que les ganara la hija de Angelín. En Pedreña, las mujeres obreras que quitaban las hierbas del campo ponían velas para que venciera yo. Y hasta le gané en un campeonato internacional a la campeona de Italia y de Alemania, Wanda Rosa. Mi padre quería también que jugara un campeonato con los hombres, y ellos se negaron. Tenían miedo de perder y no querían que yo saliese desde el tee de señoras”.
Los señores del golf me preguntaban que para qué quería entrar al campo, si era para jugar a las cartasElvira Larrazabal en su domicilio en Getxo, Bizkaia, con unos palos y la copa de campeona de España de 1952. Javier Hernández
Ángel, el padre de Elvira, murió a los 49 años. Ese día, Neguri cerró las puertas por primera vez en su historia. “Con las faenas que me hicieron, si aguanté fue por él. Ganar el Campeonato de España no me hizo especial ilusión. Él quería que yo fuera profesional después de tener los títulos de amateur, que diera clases como campeona”, cuenta. Así rompió esa otra barrera en 1958, tiempos en los que la mujer sufría para abrirse camino en el deporte. Ese año, España sumaba ocho Juegos Olímpicos consecutivos sin presencia femenina (no la hubo entre 1924, con las tenistas Lili Álvarez y Rosa Torras, y 1960). Elvira era la única golfista profesional, lo que de hecho le impedía competir al no haber más jugadoras con ese estatus, y la diferencia por género entre practicantes era un abismo que se prolonga hasta hoy. En 1968, primer año del que hay registros en la federación, solo había 109 licencias entre ambas categorías (sin diferenciarlas). A principios de este 2021, el dato era de 1.564 profesionales en España, entre ellos solo 90 mujeres, un 6,8%. La brecha es menor en el campo amateur: 75.447 licencias femeninas, un 27,8% del total.
La niña que lo ganaba todo acabaría dejando el golf por la familia. Se casó con José María Ortiz de Mendibil, árbitro internacional de fútbol, famoso por salir a hombros del Bernabéu en la final de la Copa de Europa de 1969 entre el Milan y el Ajax, luego fenómeno televisivo con La Moviola. “Yo le había visto en un partido como juez de línea, cerca de mi casa, y cuando volví le dije a mi madre que me había fijado en un chaval muy majo. Ya no me lo encontré hasta años después, entre Las Arenas y Portugalete. Ese día había baile. Me lo crucé y pensé: ‘Con este tengo que estar yo esta tarde’. Y entonces me acordé de que era aquel juez de línea... Empezamos a hablar y me preguntó si íbamos a bailar. ‘¡Ya es mío!’, me dije. Y así fue. Estuvimos juntos 62 años”. En 2015, como consecuencia de un golpe en la cabeza sufrido tres años atrás, cuando acudió a ver las obras que el Athletic realizaba en la ciudad deportiva a petición del entrenador Marcelo Bielsa, Ortiz de Mendibil falleció.
“Cuando le conocí, yo tenía callos en las manos”, recuerda Elvira, “pero le dije que eran de trabajar en la huerta. ¿Cómo le iba a explicar que eran de jugar al golf? Hubiera pensado que yo no era para él”.
La familia siempre ha respirado deporte. Un cuñado de Elvira fue Raimundo Pérez Lezama, un niño de la guerra que emigró a Inglaterra y fue portero del Athletic: 263 partidos entre 1941 y 1957. Y Marcelino Morcillo, uno de los decanos del golf en España, profesional desde 1933, el año que nació Elvira, era para ellos “el tío Marcelino”, tanto era el tiempo que pasaba en su casa, pese a no tener parentesco.
La saga continuó. La golfista y el árbitro, Larrazabal y Ortiz de Mendibil, tuvieron tres hijos. Peru, el mayor, fue jugador internacional de hockey sobre hielo y árbitro internacional de este deporte, y hoy cuida cada recuerdo de la historia de su madre con el amor de un coleccionista; Iñigo también fue internacional de hockey, además de ser campeón del mundo de culturismo; Carmen nació con parálisis cerebral por un fallo médico y fue el motivo por el que Elvira Larrazabal dejó para siempre el golf y se dedicó a su cuidado. “Antes que deportista soy madre”, afirmaba.
“Un profesor en la federación no me quiso renovar el carné de profesional porque tenía un hijo y quería que diera clases él. Era la envidia que me tenían. Al ser yo campeona de España, pues tenía muchas clases, igual daba a las siete de la mañana. Empezaba temprano y terminaba tarde”, cuenta Elvira sobre uno de tantos obstáculos. Entre los años de palos en las ruedas y la atención que necesitaba Carmen, el golf desapareció de su vida. Tenía entonces 32 años y un prometedor futuro deportivo por delante.
Poco a poco, se deshizo de todos los palos. Solo conserva un blaster, que guarda en el comedor de casa —”Manolo Ballesteros, el hermano de Seve, quería que se lo diera. Le dije que ni hablar. A Seve sí se lo hubiera dado, que era muy majo, y además él también pasó mucho”, ríe Elvira—.
Hoy, esta mujer que rompió con todo no ve el golf por la tele. Le da tristeza. Piensa en lo que pudo ser y no fue. No la dejaron y la vida acabó llevándola por otro camino. Cuando ha acabado de contar su historia, emocionada, Elvira se levanta decidida del sofá. Hay todavía en ella mucha de esa fortaleza y rebeldía de juventud. Mira en la estantería la vieja copa de campeona de España de 1952. La coge y pasa los dedos sobre el metal, como si en su reflejo desgastado pudiera verse de joven, sacando los dientes a quien la desafiaba. Con la misma caricia recorre su antiguo palo, el último testigo de sus aventuras. Mientras vuelve a viajar en el tiempo, susurra: “¡Qué tiempos aquellos!”.
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