Goles de verano
En esta época vemos florecer talentos hermosos que se desmoronan al bajar las temperaturas; también algunas resurrecciones esporádicas
Tengo un sueño recurrente desde hace muchos años, un sueño de fútbol, un sueño como dios manda: camino tranquilo por la calle, generalmente acompañado, y alguien me detiene para preguntar si soy aquel punta ratonero que marcó un gol con la selección española frente a Yugoslavia. Ni siquiera fue un tanto soberbio —lo recuerdo perfectamente en cada repetición del sueño, siempre el mismo tiro de cámara e idéntico empujón a la red— y me cuesta imaginar por qué lo recuerda la gente, aunque sea una farsa. A partir de ahí, todo se vuelve embarazoso pues no me conformo con refrendar mi autoría y empie...
Tengo un sueño recurrente desde hace muchos años, un sueño de fútbol, un sueño como dios manda: camino tranquilo por la calle, generalmente acompañado, y alguien me detiene para preguntar si soy aquel punta ratonero que marcó un gol con la selección española frente a Yugoslavia. Ni siquiera fue un tanto soberbio —lo recuerdo perfectamente en cada repetición del sueño, siempre el mismo tiro de cámara e idéntico empujón a la red— y me cuesta imaginar por qué lo recuerda la gente, aunque sea una farsa. A partir de ahí, todo se vuelve embarazoso pues no me conformo con refrendar mi autoría y empiezo a dar explicaciones sobre lo que sucedió después: no hay más fútbol en mis sueños y mucho menos fuera de ellos, allí terminó mi fulgurante carrera.
El fútbol de verano se parece al fútbol soñado, de alguna manera. Todo va y viene, nada importa demasiado salvo el marcador, que nunca perdona. En verano vemos florecer talentos hermosos que se desmoronan al bajar las temperaturas. También algunas resurrecciones esporádicas, pequeños autos de fe por los que el hincha perdona todo lo anterior y vuelve a ilusionarse con el futbolista trasquilado, el que vino a ser y no fue, ese del que ya no se espera nada salvo en el mes de julio, donde hay tiempo para todo, también para merendar. Ocurre en todos los clubes, en cualquier país y en cualquier categoría, siempre dispuestos sus fieles a creer en promesas coyunturales, en segundas y terceras oportunidades, ya sea por los efectos del calor, de las febrículas típicas de la estación, o del ron con cola.
Alguien dijo una vez que la felicidad huele a coche recién estrenado y es muy probable que así sea, pues no hay nada más emocionante que los comienzos. Lo improbable posee un brillo atractivo y nadie puede negarte ninguna meta cuando apenas has comenzado a recorrer tu camino. Soñar es una de las pocas obligaciones gratuitas que tenemos y el verano nunca fue una época propicia para las desconfianzas salvo, claro está, que uno se despierte con los tímpanos dilatados por el eco de un gol que nadie, absolutamente nadie, celebrará más allá de tu ventana. ¿Qué pensarán de este goleador fugaz en la extinta Yugoslavia de mis sueños? ¿Se acordará alguien de aquel zarpazo afortunado de zurda, con el portero infartando a un metro eterno de distancia y Luis Enrique gritando a la grada como si tuviese cuentas pendientes con alguien? Me gusta pensar que sí. Como también me gusta pensar que el fútbol no terminará nunca, o que Iñaki Gabilondo es mi amigo, aunque no lo conozca de nada. O sí…
Una mañana, en el bar de mis abuelos, me disponía a salir para el colegio cuando sonó el teléfono. No había alrededor ningún adulto que atendiese la llamada así que descolgué el teléfono y saludé. “Buenos días, pregunto por el señor Tito García”, dijo la voz más reconocible de aquella España al otro lado del aparato. Di el recado al interesado, me fui a la cocina y le dije a todos que acababa de hablar con Gabilondo. “Tú sueñas”, contestó mi padre. Ahí comenzó mi carrera como futbolista y, mucho me temo, se acabaron los veranos.
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