Tour de Francia de 1949: esperando a nadie en San Sebastián
Todos los ciclistas españoles ya habían abandonado, dejando en evidencia las ínfulas franquistas y su maltrato a los derrotados de la guerra cuando el Tour llegó por primera vez a España
Para vivir hay que recordar. El poder crea espacios de memoria, y discute sobre ellos, sobre su sentido, pero el ciclismo, el Tour, no los necesita: el pelotón siempre rueda en la memoria, vive, y pasa el bosque de Ibarrola y el Chillida Leku y llega a Donosti, al Kursaal, una tarde de julio y bruma, y lluvia fina, una tarde de julio y bruma, y lluvia fina, después de ascender y descender, desde Hondarribia, el monte Jaizkibel por una carretera construida tras la guerra por un pelotón de hombr...
Para vivir hay que recordar. El poder crea espacios de memoria, y discute sobre ellos, sobre su sentido, pero el ciclismo, el Tour, no los necesita: el pelotón siempre rueda en la memoria, vive, y pasa el bosque de Ibarrola y el Chillida Leku y llega a Donosti, al Kursaal, una tarde de julio y bruma, y lluvia fina, una tarde de julio y bruma, y lluvia fina, después de ascender y descender, desde Hondarribia, el monte Jaizkibel por una carretera construida tras la guerra por un pelotón de hombres justos castigados después de haber perdido la guerra. Una carretera inútil, un monumento al oprobio en un paisaje hermoso que hace felices a los ciclistas en la Klasikoa, que respiran, y que no recorrió el Tour en 1949 la primera vez que la grande boucle pasó la frontera de Hendaya y llegó a España desde Burdeos –228 por las Landas, Bayona, Biarritz, Bidart, San Juan de Luz, Hendaya, Irún, Errenteria y Astigarraga y su cuesta, y de allí al lado era Txomin Perurena, muerto antes de que el Tour volviera a su tierra, a su bruma y su sol, y el Tour llora, y entonces era un niño de cinco años y sus padres tenían un bar-- hasta Amara, en San Sebastián, donde veraneaba el dictador, y, a los pies de Aiete, en un paseo desbordante de aficionados, miles y miles, el fervor por el ciclismo ya existía, ganó el francés Louis Caput, el mejor de los cinco escapados.
Fue la novena etapa del primer Tour de la posguerra, décimo aniversario del fin, en el que participaban ciclistas españoles. Salieron seis. Equipo nacional. Maillot gris con rojo-amarillo-rojo en el pecho y en la gorra. Ninguno llegó a San Sebastián, donde el general y sus militares les esperaban para celebrar el triunfo de su hombre nuevo y su victoria política: aceptando llegar a San Sebastián, Francia legitimaba su régimen.
Su hombre nuevo estaba cansado, hambriento y pobre. Sus bicicletas eran hierros, sus tubulares, frágiles como el cartón; su moral, la de un pelotón de castigo. Eran grandes ciclistas. Los mejores de España. Bernardo Ruiz, uno de ellos, aún vive (el 8 de enero cumplió 98 años) y hasta hace nada aún se inflamaba cuando recordaba, en su sillón del casino de su Orihuela, su segunda casa media vida, la miseria de aquel Tour. “Fuimos sin que nos pagaran, sin medios, mal nutridos y mal equipados. Pinchábamos cinco veces por etapa”, recordaba hace unos años Bernardo Ruiz, un ciclista que, ante todo, adoraba los buenos tubulares, de seda, y en un cobertizo de su casa los colgaba para curarlos como si fueran chorizos. “Yo había ganado la Vuelta del 48, pero el Tour era otra historia. No estábamos preparados para aquel ciclismo. La carrera nos venía grande. No sabíamos ir en un pelotón de más de 100 como aquel. En España íbamos 20, 30 en las carreras”.
El seleccionador y director era Joaquín Rubio, un pistard catalán de los años diez que se había convertido, tras la guerra, en el entrenador de ciclismo de los campeones, del joven Miguel Poblet, al que alimentaba con vitaminas y hacía tonificar con tablas de gimnasia. Era sordo, y no se entendía con sus ciclistas, que le apremiaban para que consiguiera de la organización mejor avituallamiento que muslos de pollo resecos, y que le aumentaran el cupo de azúcar.
El mejor ciclista era Julián Berrendero, el moreno de los ojos verdes, de San Agustín de Guadalix. Ya tenía 37 años. En 1936, en abril, había ganado el Gran Premio de la república, Éibar-Madrid-Éibar, en cuatro etapas, y había terminado cuarto de la segunda Vuelta a España que se disputaba. El 18 de julio estaba en Francia, corriendo su primer Tour. Participó en acciones de ayuda a la República. Se proclamó rey de la montaña, como Vicente Trueba tres años antes. No volvió a España. Pasó la guerra compitiendo en Francia. Corrió el Tour del 37 y del 38 también, y ganó una etapa. Regresó a España a finales del 39. Nada más cruzar la frontera en Hendaya fue detenido e internado en el campo de concentración de Miranda de Ebro y luego en el de Rota, donde todos morían de hambre, tuberculosis y sarna, y a él un teniente que conocía sus hazañas ciclistas le recibió con un plato de huevos fritos con patatas fritas antes de enviarle a picar piedra, abrir y cerrar hoyos, empedrar caminos, trabajos tan inútiles como la carretera de Jaizkibel.
Del olvido y la muerte le rescató Narcís Masferrer, el único civil al frente de una federación en un deporte español cuyo representante máximo era el general Moscardó, el del Alcázar no se rinde. Masferrer, el responsable del ciclismo, logró hábilmente la rehabilitación de Berrendero enviando una carta a Moscardó en la que le pedía que le perdonara al pobre, que no era más que un ciclista prácticamente analfabeto, sin muchas luces, y que ni sabía ni lo que era la República ni nada de nada, y que había sido engañado. Las dos siguientes Vueltas que se corrieron, la del 41 y la del 42, las ganó Berrendero, que en el Tour del 49 que hizo grande a Fausto Coppi y hundió a Gino Bartali, dijo hasta aquí hemos llegado, y dio las últimas pedaladas de su carrera, en el kilómetro 79,5 de la quinta etapa, en Pont l’Evêque, calvados y queso, y pinchazos y miseria. Con él se montaron en el camión escoba otros tres españoles, Dalmacio Langarica, el ganador de la Vuelta del 46; Bernardo Ruiz y Emilio Rodríguez, que al año siguiente ganaría la Vuelta. Había pinchado Langarica. Los otros tres se quedaron con él, esperando un repuesto que tardó horas. Langarica, tan mesurado años después como responsable del Kas, como hermano mayor de Loroño y como director de Bahamontes en su Tour del 59, la emprendió a patadas con su rueda pinchada. Totalmente desmoralizados y hartos, los cuatro abandonaron. En la primera etapa había llegado fuera de control Bernardo Capó. En la sexta, aún en la costa atlántica, abandonó el sexto, José Rodríguez, con “reuma” en un tobillo.
La rebeldía de los ciclistas que había ridiculizado a los dirigentes fue debidamente castigada. El Marca, diario del Movimiento, tituló Los enanos de la ruta. Moscardó les amenazó con suspenderlos a perpetuidad. Berrendero colgó la bicicleta. Los demás volvieron a correr un año después. El mejor, Bernardo Ruiz, ganó dos etapas en el Tour del 51, el del bello Hugo Koblet, y fue tercero, el primer español que subió al podio de París, en el Tour del 52, tras el campionissimo Coppi y Stan Ockers. El Tour no volvió a España hasta 1957, con una etapa Perpiñán-Barcelona, y solo por primera vez salió del País Vasco en 1992, cuando el hombre nuevo del franquismo empezaba ya a ser una pesadilla de un pasado que siempre hay que recordar.
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