Pogacar le gana a Vingegaard por 8 segundos el duelo del Puy de Dôme en el Tour de Francia
El esloveno recorta a 17 segundos la ventaja del danés en la general del Tour, y Carlos Rodríguez sigue con los mejores, tras una ascensión marcada por el calor, la ausencia de público y la victoria en el volcán del canadiense Michael Woods
En el volcán, en la estrechez de la cinta de asfalto mordida ridículamente por las vías de un trenecito de parque de atracciones que choca con la gravedad del lugar, con la estampa ominosa que, desde donde se cansa la vista, desde antes de que en Clermont Ferrand las calles comiencen a trepar ven los ciclistas, el monte de la condena, de la fatalidad, del destino, del combate, de Tadej Pogacar, escondido a la espalda de todos, esperando el momento, contando los metros, y, a 1.500 metros, cuando delante solo están Simon Yates, Jonas Vingegaard de amarillo, Carlos Rodríguez, sentado, sólido, y T...
En el volcán, en la estrechez de la cinta de asfalto mordida ridículamente por las vías de un trenecito de parque de atracciones que choca con la gravedad del lugar, con la estampa ominosa que, desde donde se cansa la vista, desde antes de que en Clermont Ferrand las calles comiencen a trepar ven los ciclistas, el monte de la condena, de la fatalidad, del destino, del combate, de Tadej Pogacar, escondido a la espalda de todos, esperando el momento, contando los metros, y, a 1.500 metros, cuando delante solo están Simon Yates, Jonas Vingegaard de amarillo, Carlos Rodríguez, sentado, sólido, y Tom Pidcock, se levanta, adelanta el cuerpo sobre el manillar, y martillea los pedales, pum, pum, pum, y golpea fulgurante. Sus pedaladas son puñetazos. En un nada, en el volcán, solo existen ellos dos, un combate más, un día más, un Tour más. Una película en bucle perpetuo que no cansa, que no aburre, al contrario, que abre el apetito para pedir una vuelta más, please.
Una secuencia insólita y feliz, audacia y riesgo, en la historia del Tour, de todo el ciclismo. Ellos dos, delante, solos. Detrás, el mundo, y Carlos Rodríguez, que crece y se agiganta y ni parece afectarle el calor, porque ni se agita ni se riega piernas y cabeza como los demás, quizás porque es de Almuñécar, quizás porque es muy cuidadoso, muy sensato, y ha entrenado en rodillos con calor de sauna, y ha empezado a habituar al cuerpo al calor del Tour.
Puy de Dôme. Un nombre más para lista de sus cuerpo a cuerpo. El enésimo duelo de una rivalidad inagotable. De una igualdad que se mide en segundos, en respiraciones por minuto, en pequeños golpes de genio. Mont Ventoux, Portet, Luz Ardiden, en el 2021 victorioso del esloveno; Superplanche, Granon, Peyragudes, Hautacam, en el 2022 del danés. Pike, Jaizkibel, Marie Blanque, Cauterets, en el 2023, en el que solo 17 segundos a favor de Vingegaard les separan cuando el Tour llega a casi su mitad, al primer lunes de descanso. Y los Alpes y el Jura y los Vosgos esperan.
Puy de Dôme. Nueve kilómetros tendidos, y masas vociferantes en las cunetas con ganas de vivir un día lleno de aventuras ciclistas para contar en invierno a sus hijos, como sus padres les contaron de Ocaña y Merckx, y sus abuelos de Anquetil y Poulidor, y el Tour se perpetúa y así vive. Cuatro kilómetros solos, empinados, 12 por ciento regular en una carretera siempre en curva, las vías a la derecha, el barranco a la izquierda trepando lento alrededor de un volcán monogenético efusivo, magma moldeado como si fuera plastilina o pasta de dientes brotando de un tubo aplastado, dicen los geólogos, y el día, hace 120.000 años, en que entró en erupción fue el día en el que murió, y un campo de volcanes le rodea y se ven desde su cima, porque el Puy de Dôme, 1.415 metros, es el más alto y el más grande, y en el silencio engaña su falsa placidez bucólica, y el bosque frondoso de la ladera, como engaña la falsa facilidad con la que Pogacar parece irse, alargar la distancia que le aleja de Vingegaard persiguiendo, y Pogacar se vuelve una y otra vez y cuenta que observa la sombra de Vingegaard detrás, y le oye jadear, y se anima y aprieta más fuerte, pero una cuerda invisible parece unirles que solo a cámara lenta, cuando faltan 600 metros, se estira, se estira, y no se rompe. Son 25-30 metros los que logra de ventaja Pogacar, ocho segundos.
Cuando los dos, y su clan de seguidores, llegan a la base, un cuarto de hora ha pasado desde que bajo el volcán han llegado los de la fuga que se juegan la etapa. En el volcán, un poema de soledad, como canta Natalia, un bolero, y Matteo Jorgenson, un chavalito pelirrojo de piel crudita y sensible que llega de las Montañas Rocosas, embelesado, ni un alma en las cunetas, solo policías protegiendo el silencio solo roto por el ronroneo de las motos al ralentí, se deja llevar por la música del flap flap de su dorsal despegado a medias sobre su cuerpo sudoroso que golpea su espalda agitado por la poca brisa abrasadora. Son 16 minutos de soledad. Se enamora del volcán silencioso súbitamente, y los ciclistas cuentan que fue un momento único pasar del ruido ensordecedor habitual a estar rodeados por un silencio que les deja a solas con sus pensamientos, y solo pueden mirar adelante a la carretera, a la cuesta que nunca termina, una experiencia mentalmente interesante, y chula. El silencio, la música del volcán, la de la soledad, cruel, le traiciona a Jorgenson, su joroba de hielo que se derrite, a 500 metros de su antena, cuando todos ascienden a cámara lenta, uno a uno, pero no Michael Woods, canadiense veterano y ágil, velocidad mortífera que se ríe a carcajadas de la fuerza de la gravedad que a todos los demás agarra y pega al suelo que arde, piernas aún de atleta de menos de 3.40m en los 1.500m, justo el tiempo en que tarda en, acelerar, adelantar, consumir los últimos 500 metros de la ascensión.
El bolero de soledad feliz de Woods —primer ganador en la cima del Puy de Dôme del siglo XXI, su nombre, el de un canadiense de 37 años que no ha jugado a hockey sobre hielo, un exótico, en una lista de Nobeles del ciclismo, Fausto Coppi, Federico Martín Bahamontes, Julio Jiménez, Felice Gimondi, Luis Ocaña, Joop Zoetemelk— es un poema de desolación para Jorgenson, que, recalentado, y solo se le acelera el corazón que mueve una sangre espesa, no las piernas, termina cuarto, y su bici va de lado a lado de la carretera estrecha, la mirada baja, hundida. En el monte del destino, como temía, no le esperaba el sueño que abraza siempre al niño feliz, Pogacar, y a su rival favorito, Vingegaard.
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