El belga Campenaerts lleva a buen puerto la escapada en Barcelonnette en el Tour de Francia
El ciclista del Lotto se ha impuesto al polaco Kwiatkowski y al galo Vercher en el trío de cabeza después de una fuga en la que Oier Lazkano terminó quinto
Los testarudos son aquellos que forman repetida y casi siempre infructuosamente parte de los fugados, señalados como groupe de tête por los rótulos de la televisión francesa. No han parado de atacar en los mínimos espacios que dejaban los ogros y los sprinters abusivos, e incluso algunas veces han conseguido ganar. En realidad, solo tres veces. Todos los que han ganado tienen historia, y también los que no han ganado. Son la carne real del pelotón, los huesos y su corazón.
Son Turgis, justamente, el francés de la gravilla de Troyes que dejó de cera a Aranburu, otro testarudo. Es el tercero de tres hermanos ciclistas. Los otros dos debieron dejar el oficio por problemas cardiacos hereditarios. Anthony, el que resiste, no sabe cuánto podrá seguir. Carapaz, que ganó en Superdevoluy, es el rey del clan, y el más inteligente y el más fuerte, y es campeón olímpico.
El que ganó en Barcelonnette, valle de los Alpes junto al mar interior de Serre Ponçon, en la ruta de los grandes Alpes hacia el Mediterráneo y la Italia por la que llegó Aníbal con sus elefantes, es Victor Campenaerts, el más persistente –lleva años en esto de las fugas--, el más sentimental. Termina la etapa y llora ante el teléfono en el que mantiene, aún sudorosas las manos, una conversación FaceTime con su mujer en Bélgica, y le pregunta cómo crece Gustav, el bebé que tuvo en junio, cuando él estaba concentrado en Sierra Nevada. Oficio de ciclista.
Campenaerts tiene la voz aflautada y quebrada habla largo, a borbotones, un bigote rotundo desde antes de que se pusiera de moda –hasta Pogacar luce un caminito de hormigas amarillito sobre el labio superior--, y es, como el golfista Miguel Ángel Jiménez y sus zapatos bicolores de piel de cocodrilo, un maniático con el calzado. Usa zapatillas Nimbl, italian luxury, negras como las de los viejos tiempos y las ata aún con cordones, y un casco minimalista y aerodinámico como su manillar personalísimo de maniático de los detalles. Batió el récord de la hora después de entrenar en altitud en el desierto de Namibia y no hay Tour, no hay día, en el que no salga del pelotón, como si sufriera claustrofobia entre tanto colega con codos y malas intenciones. Fue el más combativo del Tour del 23, y el más generoso, pues tiraba para todo aquel que se lo pidiera con su descomunal potencia de rodador y a los 32 años, por fin, cumple su sueño de ganar una etapa del Tour. Para ello debió roer el hueso duro, rápido y hábil de Michal Kwiatkowski, el campeón del mundo en Ponferrada, y una San Remo, encargado un año más de defender el honor de los Ineos de vacío. Con Ben Healy, el irlandés indómito, Campenaerts es el más simpático y peleón.
También habría tenido historia, un rayo de futuro, una victoria de Oier Lazkano, por quien la afición suspira. El más testarudo de los vascos, capaz de ganar clásicas con frío y adoquines en Bélgica después de volver locos a sus compañeros de fuga, como de luchar todos los días en el horno del Tour, se perdió en la fuga. “Éramos 35, demasiados. Nunca había estado en una fuga tan grande y a 180 pulsaciones no se ve todo tan claro y es difícil manejarte en ella”, explicó el vitoriano, quinto en la etapa. “Campenaerts tiene mucha experiencia. Ya sabía yo que estaría ahí para ganar”.
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