Mathieu van der Poel y la invasión de los ultracuerpos
La prueba de bicicleta de montaña adquiere el lunes carácter estelar con la participación del nieto de Poulidor, héroe del Tour
En Izu, a 100 kilómetros del circuito de Fuji, al otro lado del volcán sagrado, a su sombra, también intensa esta noche de luna llena, otro fenómeno se prepara para alucinar el lunes al ciclismo y a sus gentes. Se llama Mathieu van der Poel. Es neerlandés de madre francesa y abuelo muy francés, tan francés como el roble limusín de las barricas de borgoñas. Vive en Bélgica. Es el reverso de la medalla de Wout van Aert, el profeta belga del ciclismo total, su íntimo enemigo, su hermano en la faena desde que a los 14 ...
En Izu, a 100 kilómetros del circuito de Fuji, al otro lado del volcán sagrado, a su sombra, también intensa esta noche de luna llena, otro fenómeno se prepara para alucinar el lunes al ciclismo y a sus gentes. Se llama Mathieu van der Poel. Es neerlandés de madre francesa y abuelo muy francés, tan francés como el roble limusín de las barricas de borgoñas. Vive en Bélgica. Es el reverso de la medalla de Wout van Aert, el profeta belga del ciclismo total, su íntimo enemigo, su hermano en la faena desde que a los 14 años aprendieron a vivir peleándose en todas las carreras. Tienen los dos 26 años. Son el segundo (Van Aert) y el cuarto en el ránking mundial de la UCI. En Mundiales de ciclocross, gana Van der Poel cuatro a tres. En el Tour, empataron: tres etapas para el belga; una, y siete días de maillot amarillo, que valen mucho, para el holandés. En Tokio 2020 lo hacen a la distancia.
En la edad de los prodigios, Van der Poel es un ultracuerpo, un alienígena, un ser llegado de otro planeta para invadir e infectar de locura y alma el cuerpo del ciclismo tradicional.
Así lo ven los aficionados, que lo adoran, Así lo ven los ciclistas también, un cuerpo extraño que salta del arcoíris y el barro del ciclocross en invierno, a los caminos de tierra de Siena y a los adoquines verticales de Flandes en primavera, y, en verano, un sentimental, en homenaje a su abuelo, al amarillo de un Tour de Francia que convierte en una batalla cotidiana durante una semana antes de abandonarlo, y un pelotón destrozado y de mal humor entrando en los Alpes heladores a su espalda, para centrarse en el que, dice, es su único objetivo, el oro olímpico en bicicleta de montaña (lunes 26, 8.00, hora española, una hora menos en Canarias, TDP y Eurosport; duración aproximada, 80 minutos). Pese a su abandono temprano, Van der Poel no fue de los que volaron rápido a Japón. Prefirió quedarse entrenando en Bélgica y viajó solo 72 horas antes de la competición. Para él, dicen los que le han hablado, hay dos dudas: el jet lag y la aclimatación al calor y la humedad. El circuito, en cambio, le encanta, muy técnico y sin muchas cuestas.
Igual que los ciclistas del Tour, que no apreciaron que alguien que no es de su clan les rompiera el ritmo, era de esperar que tampoco estuvieran muy felices con la noticia de los planes del nieto de Poupou los especialistas del mountain bike, corredores cuyo ritmo de fama popular es el de una vez cada cuatro años (y no cada cuatro días, como el de los ciclistas de carretera), y de cinco este ciclo de la pandemia. El suizo Nino Schurter (bronce, plata, oro, progresivamente, en los tres últimos Juegos), el checo Ondrej Cink o el francés Jordan Sarrou, deberían estar que trinan: viene uno de fuera a fastidiarles su día. O los españoles David Valero y Jofre Cullell, aspirantes a herederos de los históricos José Antonio Hermida y Carlos Coloma, los dos medallistas olímpicos españoles.
“Pero no es así, antes al contrario”, dice Mikel Zabala, entrenador y seleccionador nacional. “No les toca la moral que participe Van der Poel. Todos reconocen su talento y esperan que lo muestre aquí”. ¿Imbuidos de espíritu olímpico? Seguramente, sí, pero también conscientes de que la presencia de Van der Poel pondrá el foco de la atención mundial en su carrera, una prueba para paladares minoritarios que en Japón promete ser de las más duras de todos los tiempos olímpicos (solo, en realidad, desde 1996, cuando la bicicleta de montaña entró en el programa), con un circuito de roca, muy técnico (dicen los especialistas) y mucho calor y mucha humedad. “El asunto es también que en los Juegos Olímpicos tienen que estar los mejores”, añade Zabala. “Y si no estuvieran ellos sería como si faltara algo”.
El seleccionador español habla en plural porque junto a Van der Poel se presenta en sociedad olímpica un aspirante a fenómeno, un británico de 21 años llamado Tom Pidcock, que ya lleva años maravillando a los muy aficionados porque, como los ultracuerpos de Flandes, brilla en el barro (es el tercer hombre del cross mundial), en la tierra de Siena, en el pavés y, gracias a su ligereza y tamaño (1,70 metros; 50 kilos), en la montaña. Como amateur ha sido campeón del mundo, ganador de la París-Roubaix y del Giro de Italia. Como profesional ya ha ganado la Flecha del Brabante. Y, aunque se rompió la clavícula, atropellado por un coche en Andorra mientras se entrenaba, llega optimista a disputarle a Van der Poel el oro. Para aclimatarse, instaló una tienda de campaña en una habitación de su apartamento andorrano, puso un calentador a tope, un barreño de agua, y allí todos los días se marcaba una hora de rodillo, sudando loco.
Y pocos dudan de que los tres alienígenas del ciclismo mundial se verán y se darán duro el 26 de septiembre en los montes de piedras de Lovaina (Bélgica), en la carrera del arcoíris. Revancha, en la París-Roubaix, su Mundial privado, en octubre. Y le devolverán el alma a las carreras.
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