Marc Tur, cuarto en el gran adiós a Bragado y a la prueba cumbre de la marcha
El médico ibicenco termina al pie del podio en los últimos 50 kilómetros del programa olímpico, en la despedida del madrileño tras competir en ocho Juegos
Marc Tur, tan alto, tan blanca su gorra, tan recto, es un faro en mitad de una ancha, anónima, de tantas autopistas llamadas avenidas de Sapporo. En los parterres de la mediana, los agotados se agachan y vomitan. Tur no se agacha. Un poste metro noventa, tan alto, con largas piernas de goma que se ondulan armónicas hasta los tobillos, incansables, menudo pie le lleva, y el asfalto, cantaría María Dolores, se estremece al ritmo de sus caderas. Emite una luz que a todos llega y a todos les anuncia el peligro, y les aleja. Marcha en persecución de un polaco, Dawid Tomala, heredero de Korzeniowski...
Marc Tur, tan alto, tan blanca su gorra, tan recto, es un faro en mitad de una ancha, anónima, de tantas autopistas llamadas avenidas de Sapporo. En los parterres de la mediana, los agotados se agachan y vomitan. Tur no se agacha. Un poste metro noventa, tan alto, con largas piernas de goma que se ondulan armónicas hasta los tobillos, incansables, menudo pie le lleva, y el asfalto, cantaría María Dolores, se estremece al ritmo de sus caderas. Emite una luz que a todos llega y a todos les anuncia el peligro, y les aleja. Marcha en persecución de un polaco, Dawid Tomala, heredero de Korzeniowski y su escuela, que se escapó pronto y resiste. Otros grandes han desaparecido, Diniz, Dunfee. Otros van desapareciendo. Tur marca el paso de los resistentes. Quedan cinco kilómetros.
La prueba, dicen los expertos, acaba de empezar. Los primeros 45 kilómetros eran de calentamiento. Como si fuera necesario calentarse en un lugar en las montañas en el que a las 05.30 (hora de Japón) ya hacía 25 grados (y un 86% de humedad, 29 grados a las 08.00; 31 a las 09.20, 65%) cuando Tomala, de 31 años, agarra la bandera polaca, sonríe como si las casi cuatro horas de marcha (3h 50m 6s) a casi 15 por hora, fueran un paseo silbando por sus bosques, y cruza la meta. Se vuelve a esperar a sus perseguidores. Y a Tur ya no se le ve. A falta de dos kilómetros, el faro tan enhiesto como el ciprés de Silos empezó a doblarse por los hombros, la carga del cansancio, del esfuerzo para mantener la técnica, para aguantar. Se quita la gorra y emite un quejido. Su último acompañante, el último que ha aguantado al lado de los acantilados, del peligro, el alemán Jonathan Hilbert, de 26 años, otro que, como Tur, podría ser hijo de Chuso García Bragado, lo ve y acelera. Tur se queda solo. Desamparado. Sufre. Se agarra a su sueño para resistir, para, al menos, terminar tercero, subir al podio, tocar una medalla. Sin piedad por la emoción de los más jóvenes, el canadiense Evan Dunfee, 30 años y más sabio, más experto, le adelanta en los últimos hectómetros. Cuarto en Río, Dunfee se había jurado no volver a terminar en la plaza más ingrata. A Tur, tan valiente, tan decidido al frente, le tocó heredarla, y duele. “El último kilómetro me he encontrado con un muro que no he sabido sortear bien”, admite Tur, quien cuando, como todos los deportistas de resistencia, busca hacer sobrecarga de carbohidratos no puede engullir las toneladas de pasta de sus colegas. Es celiaco, intolerante al gluten de algunos cereales, y tiene que recurrir al arroz. “Estaba al límite de mis fuerzas. Ni siquiera he sabido reaccionar cuando me ha pasado el canadiense en el último momento”.
Marc Tur, 26 años, terminó Medicina y se fue a Madrid a trabajar, pero no a un hospital o un centro de salud. Cambió su casa de Santa Eulària, Ibiza, por una habitación en la residencia Blume, donde conviven los mejores deportistas de España. Es marchador. Le entrena, como a Diego García, José Antonio Quintana. Le gusta la prueba más dura, los 50 kilómetros. La prueba que Jordi Llopart descubrió para todos, engrandeció Robert Korzeniowski, triple campeón olímpico entre 1996 y 2004, que hizo gigante a Chuso García Bragado, que el Comité Olímpico Internacional considera insufrible y la borra del programa de los Juegos. Amante de las causas perdidas, y de las emociones. Y de la ilusión. Llegó a Tokio y las vísperas de su gran prueba dijo que se sentía como un niño esperando a los Reyes Magos. Seguramente no durmió apenas, o lo hizo agitado, esperando que los primeros rayos del sol naciente le anunciaran que había llegado su día.
“Estoy poco a poco asimilando lo que ha pasado”, dice Tur, que ha llegado a tiempo de inscribir su nombre en la lista de los conquistadores de una prueba que siempre acogió a los atletas más extraordinarios y orgullosos de una disciplina a la que, con su sentido profundo de la vida, ven más difícil que ninguna otra del atletismo, pues no basta con saber andar o correr, hay que tener una técnica tan especial que solo llega por los sentidos, como si la tierra que no pueden dejar de pisar les transmitiera la sabiduría. Tipos como el primer campeón, en Los Ángeles 32, el ferroviario británico Tommy Green, de 38 años, uno que de niño, a finales del siglo XIX, sufrió de raquitismo y solo empezó a andar a los cinco años. En la Primera Guerra Mundial, en los campos de batalla de Francia, fue de los damnificados por los bombardeos de gases. Empezó a marchar a los 32 años. Habría sido imposible detenerlo en Los Ángeles. “He tenido la medalla casi casi colgada en el cuello. Me he quedado con la miel en los labios”, añade Tur, quien consciente de la mística que rodea su marcha, acepta el resultado, lo valora. “Aun así estoy contento con mi actuación. Me he encontrado estupendo, fenomenal. Estaba totalmente desorientado al llegar a meta y bastante afectado por haber quedado cuarto, pero poco a poco voy valorando lo que he conseguido. Hace un año ni sabía si iba a estar en los Juegos... Una cuarta posición está más que bien. Me quedo con eso. Y ahora, a por más”.
Había sido el día en el que según la película programada, los 50 kilómetros se despedirían, y él la despediría como se merece. Se despediría de la prueba que diferencia a los fuertes de los muy fuertes y también se despedía el más fuerte de todos, García Bragado, quien, a los 51 años, en sus octavos Juegos, la cadera bien engrasada, el corazón siempre tirando de su cabeza, termina 35º. Cuatro horas diez minutos, su último paseo olímpico.
El último campeón olímpico de 50 kilómetros marcha es graduado en Ciencias del Deporte. Lo entrena su padre, quien lo apuntó en el club de Korzeniowski, en Bierun. Tommy Green-Dawid Tomala. Dos personas, dos vidas tan diferentes, representan, en carne y hueso, la evolución del atletismo, de los Juegos. Un deporte de héroes salvajes, un deporte de ciencia del rendimiento, estudios biomecánicos, detalles, tecnología. Y siempre para románticos. Hasta que sucumbe ante la invasión de la barbarie comercial que mata lo que no tiene valor en el mercado.
Y todos se acuerdan también, y le lloran, porque murió hace nada, de Jordi Llopart, un trabajador en la Seda de Barcelona que empezó a marchar porque el padre de Josep Marín, otro histórico, fundó un club de atletismo para que los trabajadores aprovecharan el tiempo libre. De allí surgió el primer medallista español en el atletismo de unos Juegos Olímpicos. Jordi Llopart ganó la plata en Moscú 80. Sin él, ninguno de ellos, quizás ni Chuso García Bragado, habría sido lo que han sido en la vida.
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