Alcaraz, o el bello arte de la demolición
El murciano remonta al estadounidense Paul (5-7 6-4, 6-2 y 6-2, en 3h 11m) y se reencontrará en la penúltima escala con el ruso Medvedev, superior a Sinner
Tiene Carlos Alcaraz la sexta semifinal de un grande entre sus manos, segunda consecutiva en Londres tras el triunfo logrado ante Tommy Paul (5-7 6-4, 6-2 y 6-2, en 3h 11m), y proclama el murciano, Carlitos El Irreductible: “Yo siempre confío en mí”. No le falta fe, ni imaginación ni tampoco soluciones, y de ahí este último derribo, muy laborioso, muy trabajado y muy merecido, que exige de tanto mazo como de cabeza para evitar el extravío. Al final cae el estadounidense, 13º del mundo, campeón reciente en Queens, y el cartel de la penúltima ronda de Wimbledon empareja el nombre del español con el del ruso Daniil Medvedev, superior al italiano Jannik Sinner (6-7(9), 6-4, 7-6(4), 2-6 y 6-3). Es decir, vuelta al pasado reciente; de nuevo el de Moscú, misma escala. Al igual que hace un año. De camino, todo un ejercicio de contención, primero, y derrumbe después.
“Ha sido muy difícil, por momentos, como si fuera un partido de tierra batida. He tenido que estar muy fuerte mentalmente”, expone. “En los momentos difíciles siempre creo que puedo volver, que soy capaz de darle la vuelta. En los Grand Slams los partidos son más largos y hay más tiempo para recuperarte”, prosigue antes de irse a toda pastilla al vestuario para completar la rutina e irse luego a ver el partido de España contra Francia en la Eurocopa. Antes, en acción, el murciano ha descerrajado 36 golpes ganadores y el rival ha incurrido en 51 errores no forzados. Más de 50 intercambios por encima de los cinco tiros y casi 40 por encima de los nueve. Duro de roer este Paul, con el que ya se había cruzado cuatro veces (3-2 ahora favorable) y que le ha obligado siempre a un extra. También esta vez.
Porque no es un tipo al que le tiemble demasiado el pulso ni que se encoja con facilidad. Carga y carga el norteamericano por un perfil y otro, con violencia y precisión, encontrando los ángulos y sin conceder tramos de tregua a Alcaraz, quien navega por el primer parcial entre aguas revueltas todo el rato, pero con fiabilidad. Frente a la embestida, templanza. Sabe de sobra cómo se las gasta el rival, chico de granja, voluntarioso, de ir siempre a lo suyo y sin perder el foco, y entiende el murciano que de ningún modo va a ser un viaje en línea recta, sino muy sinuoso, homérico, como lo demuestra un primer acto que se dilata por encima de la hora, salpicado de alternativas y de zarpazos de uno y otro lado. El sonido, qué expresivo en esto del tenis.
Crujen con fuerza los cordajes en el transcurso de una tarde de alta intensidad, de fuego y de mucho rock n’ roll; chasquidos metalizados, pelotazos (notas) de los Clash, The Who, los Stones. A cada cual lo que le guste. Esto es Londres y cuenta mucho la música, acompañante del pulso de inicio a fin. Suenan dos guitarras eléctricas. La rompe uno, y replica el otro con más decibelios todavía. Impactos de alto nivel, poderosos, incisivos, con mucha intención todos los tiros. El abordaje es recíproco, no se especula. Declarado el cuerpo a cuerpo. A la sexta opción araña Alcaraz la rotura, pero el adversario le devuelve el break (en blanco) y aprieta más y más, convencido, sin perder filo. 20 minutos dura el sexto juego y el campeón resiste, pero en el instante clave, una cuerda se rompe en el punteo.
Todas las cartas
Dos golpeos poco limpios, traducidos en dos errores, y el profundo pasillo que encuentra con el revés a dos manos el estadounidense, compás en mano, decantan el set. Y el mosqueo es grande. No tocaba, no ahora, lamenta el español. Se le han escapado demasiados trenes. Pero esta vez no ha habido laguna, sino mera imprecisión; podía ser, poquito que reprocharse ahí. Va este Wimbledon envuelto de agua y que muestra las últimas rampas de enmendarse, de corregir, de saber reaccionar cuando corresponde. De sufrir. Se desgañita su padre (tradicionalmente muy contenido) desde el box. Así que lejos de recrearse en el mal poso que deja el cierre, Alcaraz redobla la artillería y abandona la línea de fondo con mayor frecuencia, y sale reforzado del intercambio de sopapos posterior. Independientemente del marcador, su estilo, dice, es innegociable.
Interpreta, también, que en ocasiones no es necesario aplicar tanta fuerza, sino que conviene rebajar el velocímetro y cortar, hacer pensar un poquito más al de enfrente. Reducir una marcha, tantas veces clave. Tan sencillo, tan difícil. Por esa vía empieza a hacer más daño y crece. Saca a pasear además el martillo en el saque y el juego de Paul empieza a ensuciarse, menos ordenado, más fallón ahora él, demasiado ritmo durante demasiado rato; ya se sabe, el opresivo yugo de Alcaraz. Una tortura: “Obligo a jugar al cien por cien todo el rato”. Y así, claro, se le sale la cadena a cualquiera. Va perdiendo fuelle y sitio el estadounidense, aun así imperturbable, y el español empieza a obtener réditos de la erosión: una bola más, y otra, y otra dentro. Decisión, empaque de elegido. “¡Vamos!”. Y efectivamente, bingo.
Asiente la señora del elegante sombrero beige, toda la pinta de londoner: qué bueno es este muchacho. Lo es Alcaraz, pura demolición. Cartas de todos los colores. Si no se impone a golpes, con ese estilo Tyson que tan bien entra al ojo, lo hace por guerrillero (recuérdense los partidos previos y algunos de París) o, sencillamente, por simple aplastamiento. No hay hoy día tenista superior, ni siquiera el mal avenido Sinner, ya eliminado, ni el hegemónico Novak Djokovic, que busca alimento en la desafección y ha perdido el mando. Otra historia es lo que suceda de aquí en adelante. Pero ahí está él, a lomos de esta dinámica que pertenece solo a los de su especie, el oficio de ganar y ganar y ganar. No hay debate en el tercer set, Paul definitivamente claudica. No hay nada que hacer. Y Carlitos lo sella danzando: semifinales otra vez, delicioso manjar.
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