Sombrío genio hispánico
Cuenta García Lorca que en una ceremonia flamenca celebrada en Cádiz y protagonizada por La Niña de los Peines, no conseguía ésta transmitir a los asistentes más que una tediosa reiteración de esfuerzos inútiles. Todo lo que ocurría se parecía demasiado a una rutinaria trivialidad. Hasta que alguien habló desdeñosamente de la cantaora y la cantaora comprendió que tenía que sobreponerse a su apatía si no quería inocular a la concurrencia el virus definitivo de la decepción. Se levantó entonces como si se hubiese acordado repentinamente de quién era, se bebió un gran vaso de cazalla, revisó con ansiedad el mapa del tesoro de su memoria y al fin logró sacar a flote una primera quejumbre de plañidera antigua. A partir de ahí la historia cambió de sentido. La Niña de los Peines -añade García Lorca- "había logrado matar todo el andamiaje de la canción para dejar paso a un duende furioso". Sin duda que todo eso está lastrado de literatura sentimental o de ciertos ribetes de costumbrismo romántico, pero responde a una muy singular manera de entender el enmarañado mundo del flamenco. Y de vivirlo.
Su gente era enigmática y menesterosa, heredera de unas músicas donde habían ido cristalizando otras músicas legendarias
Su mirada tenía una fijeza triste y parecía clavada en un lugar muy lejano donde debía estar ocurriendo algo emocionante
La Niña de los Peines tenía un rostro laboriosamente perfilado, como de carátula malaya, con el pelo y los ojos de un negro que parecía haberse recrudecido en las asperezas de la noche. Cuando yo la conocí debía de andar por los 67 o 68 años, y se pasaba todo el tiempo en un sotanillo del bar del Pinto, en la Campana de Sevilla. Estática y desmemoriada, estaba allí como expuesta a la atracción reverencial de unos visitantes que sólo parecían empeñados en comprobar que aún estaba viva. Lo estaba, en efecto, pero sólo a medias, porque rara vez podía ya rebuscar sin extraviarse en el archivo desmantelado del recuerdo. De cuando en cuando, le brillaba en la mirada el estilete de algo parecido a una efusión remota, aunque eso sólo podían corroborarlo las personas de su intimidad cotidiana.
Pastora Pavón, La Niña de los Peines, pertenecía a uno de los más eminentes clanes flamencos de la órbita gitana bajoandaluza. Su gente era gente enigmática y menesterosa, heredera de unas músicas donde habían ido cristalizando otras músicas legendarias oriundas de Oriente y recompuestas por persas y griegos, árabes y hebreos, moriscos y gitanos. Desde finales del siglo XIX, La Niña de los Peines oyó cantar a sus mayores en los patios de Triana o en los reductos familiares del camino que llevaba a Jerez. Uno de sus guías más perseverantes tuvo que ser con toda probabilidad su hermano Tomás, otro de los indisputables transmisores del flamenco primitivo. Pastora fue asimilando así un arte popular intrincado y suntuoso elaborado en el anonimato de unas pocas casas gitanas y definido lentamente en unas oscuras circunstancias de adversidad y desvalimiento. Un arte desplazado incluso del gusto de muchos de los paisanos de sus creadores y que atravesó adecuadamente por fases de apogeo y decadencia. La Niña de los Peines fue una de esas figuras históricas que apareció cuando más oportunamente podía hacerlo y propició que el flamenco resurgiera una vez más de sus propias cenizas.
Nacida en Sevilla en 1890, las primeras andanzas flamencas de La Niña de los Peines discurren por el abigarrado escenario de los cafés cantantes. En cierto modo, su personalidad hace un poco las veces de pontífice -de constructora de puentes- entre el cante tradicionalmente vinculado a los maestros decimonónicos y el que empezaba a gestarse en los inicios del siglo pasado. Por ahí anda fluctuando la accidentada historia del flamenco, al menos desde que escapa del ámbito privado gitano y empieza a probar suerte como espectáculo público. Casi un salto en el vacío que va de la semiclandestinidad racial al deslumbramiento escénico, esto es, de un mundo inmisericorde y genuino a otro mundo denso y desconcertado. Es un poco lo que podría argumentarse a propósito del jazz, con quien guarda el flamenco no pocas afinidades de procedencia y trámites expresivos.
Son de sobra conocidos los rigurosos juicios de Demófilo a propósito de la presunta corrupción del flamenco en el siempre equívoco clima de los cafés cantantes. Según el eminente folclorista, padre de Manuel y Antonio Machado, el brusco viraje operado en la historia social del flamenco a partir de que abandonara el natural hermetismo gitano, sería la causa de que hubiese ido perdiendo poco a poco su singularidad y carácter originarios, convirtiéndose "en un género mixto, al que se seguirá dando el nombre de flamenco como sinónimo de gitano, pero que será en el fondo una mezcla confusa de elementos heterogéneos". Tan severos vaticinios datan del último tercio del siglo XIX, pero ¿se cumplieron realmente? Yo creo que en parte sí, aunque también podría habilitarse la hipótesis contraria, esto es, que al desarraigarse de su clausura secular, el flamenco gana en capacidad de expansión dentro de unos nuevos horizontes artísticos.
La Niña de los Peines es en este sentido una referencia ineludible. Recogió el legado de los grandes cantaores precedentes -el Nitri, el Loco Mateo, la Serneta, el Marrurro, Frijones, su hermano Tomás- y lo enriqueció con nuevas aportaciones estilísticas. En ella se encarna la imagen de la irrestricta libertad interpretativa del cante, cuyo único precepto inamovible es el de conseguir exteriorizar la intimidad por medio de un ritmo y un sonido cuyo nutriente esencial es el "duende". Un extraño ejercicio de intuición expresiva que tiene mucho que ver con la llegada a una situación límite. La Niña de los Peines alcanzó con frecuencia esa situación límite. Fue fiel a la tradición porque remozó con técnica y sensibilidad magníficas esa tradición. Prolongó una estirpe, pero inventó otra. Se apropió de canciones que no pertenecían exactamente al flamenco -bamberas, peteneras, lorqueñas, zambras-, pero ella las convirtió en puro lenguaje flamenco. Una tendencia acaparadora que coincide también con ciertos hábitos del jazz, cuyos solistas vocales solían apropiarse de tonadas populares ajenas, lo que no parece en principio muy coherente. Pero una vez que esa canción se adapta al ritmo y al instinto musical correspondiente, el injerto casi nunca resulta inadecuado. Louis Armstrong, por ejemplo, cantó la balada rusa Ojos negros con la misma eficacia en el acomodo expresivo con que La Niña de los Peines podía interpretar a su aire un bolero o una ranchera.
Una de las veces -quizá la última vez- que fui al sevillano bar del Pinto lo hice con Antonio Mairena, otro de los máximos creadores flamencos del siglo XX. Mairena era un devoto fidelísimo de Pastora y bajamos al sótano a saludarla. Ella no dijo nada, su mirada tenía una fijeza triste y parecía clavada en un lugar muy lejano donde debía estar ocurriendo algo emocionante. Por supuesto que no supe de qué se trataba, pero el gesto de la anciana cantaora remitía a una imagen despiadada: la de su errática vida por los espesos espectáculos de varietés de la época de entreguerras. Mairena le hablaba como queriendo debilitar aquella resistencia a franquearle la entrada a los recuerdos, pero ella seguía muda y absorta. De pronto, empezó a tararear a media voz. Era un vestigio de cante, como un cante hecho de remiendos inconexos de cantes; era quizá su manera de darnos a entender que las cosas estaban ya despedazadas y que por qué maldita razón iba a querer nadie recomponerlas. No obstante, algo incitante había apuntado por allí: la seducción torturada de la voz de Pastora, una voz surgida de la antigüedad cultural del fondo del Mediterráneo, esa espléndida capacidad suya para encontrar siempre una interjección de mayor rango y solventar las dificultades que ella misma iba incorporando a un compás absolutamente portentoso. Evocar a ese "sombrío genio hispánico" viene a ser como restituirle al flamenco su vertiente más primaria, más compleja, más impredecible. Murió sin saber quién era en 1969.
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