La pérdida de poder adquisitivo de los salarios profundiza la herida de la desigualdad
Un estudio de la Fundación La Caixa apunta a que las rentas más bajas registran la peor evolución desde 2008
Víctor Javier Cavia, de 51 años, lleva más de dos con el sueldo congelado después de que el convenio colectivo que regula sus condiciones laborales caducase. Lo que en años anteriores —con los precios aún contenidos— sería un problema menor, se ha convertido en un golpe de calado para su economía familiar: el mordisco de la inflación ya empieza a notarse en su bolsillo y nada hace presagiar que las tornas vayan a cambiar pronto. “Siempre me ha gust...
Víctor Javier Cavia, de 51 años, lleva más de dos con el sueldo congelado después de que el convenio colectivo que regula sus condiciones laborales caducase. Lo que en años anteriores —con los precios aún contenidos— sería un problema menor, se ha convertido en un golpe de calado para su economía familiar: el mordisco de la inflación ya empieza a notarse en su bolsillo y nada hace presagiar que las tornas vayan a cambiar pronto. “Siempre me ha gustado mucho leer y he tenido que reducir el gasto en libros y periódicos. Antes iba también a muchos más espectáculos. Ahora hasta salir a comer fuera el finde parece que se está convirtiendo en una actividad de millonario”, se queja.
Cavia cuenta con el apoyo de un comité de empresa que lleva dos años en negociaciones con la patronal para cerrar un nuevo acuerdo. Sin embargo, hasta el momento han tenido muy pocos avances: las reuniones, lamenta, se suceden, pero la dirección de la compañía permanece enrocada. “Se escuda en que no existe convenio y, hasta que no haya, no se aplicará ninguna subida. Nos ha propuesto un incremento retributivo del 1,5% para este año, pero los sindicatos lo han rechazado”. Él defiende la posición sindical: “Es un insulto que pretendan subir tan poco los salarios cuando el IPC está tan alto”.
El caso de este coordinador de operadores de marketing en una multinacional de servicios ejemplifica a la perfección lo que está sucediendo en España, donde millones de empleados lidian estos días con la pérdida de poder adquisitivo. Tras años de precios aletargados, el despertar abrupto de la inflación está emborronando aún más la ya de por sí negativa estampa de la desigualdad en España: cuando aún no se había logrado suturar del todo la brecha abierta por la Gran Recesión, la Gran Reclusión de marzo de 2020 ha cronificado una lacra social que viene de lejos. Desde 2008, como ponen negro sobre blanco los profesores Olga Cantó (Universidad de Alcalá de Henares) y Luis Ayala (UNED) en un estudio recién publicado por la Fundación La Caixa, “la peor evolución la han registrado las rentas más bajas, y la mejor, las más altas”.
Un vistazo a la encuesta de estructura salarial del Instituto Nacional de Estadística refuerza el significado de esa frase. En 2007, el salario medio anual más bajo estaba en la hostelería con 14.000 euros, un 31% por debajo de la media. En 2019, último año del que se dispone ese dato, apenas había subido a 14.561 euros anuales, y su distancia con la media se había agrandado al 40%. En ese mismo periodo, los mejor pagados han subido bastante más: los trabajos en actividades financieras han pasado de 38.870 euros anuales a 44.302. Y los empleados encuadrados en el epígrafe de suministro de energía eléctrica, gas, vapor y aire acondicionado han mejorado sus condiciones de 34.100 euros a 52.162 euros de media.
Aunque la inflación da síntomas de aproximarse a su techo en Europa, el encarecimiento del coste de la vida y su consecuencia más nefasta, la pérdida de poder adquisitivo, están entre las grandes preocupaciones a pie de calle. La inflación en España cerró diciembre en el 6,7%, su umbral más alto en casi tres décadas, y la media de alzas de precios en 2021 fue del 3,1%, la más elevada en una década. Ampliando el foco, el impacto puede parecer menos fiero. Desde 2007, en la antesala de la crisis financiera, ha habido cinco años con precios medios en negativo, cuatro ejercicios con la inflación por debajo del objetivo del 2% del Banco Central Europeo (BCE), y seis años con niveles iguales o superiores a los que busca Fráncfort.
Los salarios, sin embargo, han quedado rezagados. La Agencia Tributaria cifra en el 10,2% su crecimiento medio entre 2007 y 2020 —incluidos trabajadores públicos y privados, así como directivos y empleados rasos, más vulnerables al despido cuando viene una crisis—, mientras que en ese periodo la inflación repuntó, según el INE, un 20,3%, prácticamente el doble. 2021, cuando la escalada de la energía y los cuellos de botella en el comercio global han hecho estragos, ampliará la distancia cuando la estadística avance: los salarios pactados por convenio el año pasado subieron el 1,5%, la mitad que la inflación media de todo el año.
Rentas cada vez más polarizadas
La crisis sanitaria ha sido el colofón para una peligrosa senda de aumento de la desigualdad iniciada tras la crisis financiera. El impacto del virus sobre la economía ha ensanchado aún más esa brecha: las simulaciones disponibles —la única herramienta de trabajo hasta que las estadísticas fehacientes confirmen la mayor— apuntan a que la inequidad no solo creció con fuerza en España, sino que lo hizo a un ritmo mayor que en el resto de países del entorno europeo. Más desigualdad, por tanto, en uno de los territorios más desiguales del bloque comunitario. Todo, en un entorno de rentas cada vez más polarizadas: el grupo de población con ingresos medios es hoy menor que hace 30 años y sustancialmente más bajo que en los países más ricos de la UE.
En la década anterior a 2019 (hasta donde alcanzan los datos del Instituto Nacional de Estadística), el salario medio por hora trabajada ha pasado de casi 14 a cerca de 16 euros, con una brecha importante —y persistente— entre quienes cuentan con un contrato de trabajo a tiempo completo y quienes solo pueden acceder a uno a tiempo parcial. El reciente incremento acelerado del salario mínimo, que en menos de un lustro ha pasado de 655 a 965 euros, ha mejorado las cosas para quienes están en la parte baja de la distribución.
En paralelo, la rentabilidad del capital no ha dejado de crecer: quienes están en el lado opuesto de la escala, los más pudientes, han visto cómo las inversiones en Bolsa —los parqués internacionales ya valen el doble que en el peor momento de la pandemia— y, sobre todo, en ladrillo, no han dejado de crecer ni siquiera en los casi dos años transcurridos desde el estallido del coronavirus.
Esta desigual distribución de los ingresos es, como subrayan Cantó y Ayala en el estudio que presentarán este jueves en Barcelona, “uno de los problemas sociales y económicos más importantes de España”. Es, añaden, “una situación que persiste en el tiempo y que nos hace más vulnerables a posibles shocks económicos adversos”. El crecimiento económico no es capaz de atajarla per se, ”dado que la estructura productiva y las características de las ocupaciones y de nuestro mercado de trabajo tienden a generar empleos de bajo salario, además de por la mayor extensión del desempleo”. No lo será, al menos, mientras no se mejore la capacidad redistributiva del sistema tributario, también peor que en otros países del entorno. “Esas características estructurales hacen que cuando la economía decrece la desigualdad aumente mucho, normalmente por la vía de un rápido incremento del número de hogares con rentas bajas y la caída del peso relativo del número de hogares con rentas medias”, agregan. Exactamente lo que ha ocurrido en los meses más crudos de la crisis sanitaria.
El despertar inflacionista
No corren buenos tiempos para los amantes de los tonos grises. La economía se ha mostrado capaz de saltar de un riesgo a su contrario sin apenas transición. Eso es exactamente lo que ha sucedido con la inflación: hace un año, la amenaza de deflación centraba el debate tras un 2020 con los niveles de precios en negativo para España. ¿Iba a provocar la pandemia una espiral de caídas que redujera los beneficios de las empresas y las empujara a rebajar salarios? Lo inusual del fenómeno del virus y los confinamientos complicó a los economistas la búsqueda de precedentes. Y con sus propias tesis bajo el brazo, tomaron partido decantándose hacia un lado y el opuesto. Deflación o inflación extrema.
“El riesgo mayor es que la pandemia provoque una deflación en la economía global”, concluía Peter Bofinger, profesor en la Universidad de Würzburg y antiguo miembro del comité de sabios que asesora al Gobierno alemán, allá por el verano de 2020. El tiempo ha dado la razón a los que opinaban lo contrario, y los ritmos cada vez más alejados de salarios y precios han creado dos bandos que discrepan en la respuesta.
Los sindicatos han hecho suya la frase “¡pagadles más!” con la que el presidente estadounidense, Joe Biden, se dirigió a los empresarios que se quejaban de que no eran capaces de encontrar trabajadores para cubrir sus vacantes. Comisiones Obreras calcula que el poder de compra ha caído un 6,2% en los últimos 11 años, un retroceso del que culpa en gran parte a la reforma laboral aprobada por el PP en 2012. Chema Martínez, secretario general de la división de servicios del sindicato CC OO, cree que en los salarios bajos “se ha notado mucho que han estado evolucionando por debajo del IPC”. Martínez, sin embargo, se muestra comprensivo con que no hay que acompañar la subida de la inflación en un momento en que está disparada, “pero sí garantizar que los salarios recuperen poder adquisitivo en un horizonte de dos o tres años vista”, cuando los precios podrían moderarse.
En el lado opuesto, la patronal de empresarios CEOE defiende que una subida salarial desmedida generaría desempleo y volvería permanente un fenómeno como la inflación, que ahora consideran transitorio. La misma opinión que lleva meses repitiendo el BCE, temeroso de los llamados efectos de segunda ronda. En ese cara a cara, de momento, se imponen los segundos por goleada.