Tres vidas en el campo y un temor: “Esto se morirá conmigo”
Agricultores de distintas partes de España relatan un día a día de burocracia tras largas jornadas, precariedad y feroz competencia exterior, pero también algunas satisfacciones
Los tractores han salido a la carretera, e incluso han tomado el corazón de ciudades como Barcelona o Murcia, durante las dos últimas semanas para protestar por la precariedad en el campo. Los agricultores alzan la voz por los menguantes ingresos que les brinda su actividad y que les impide adaptarse a todas las directrices de Bruselas. Tres agricultores —uno en Jimena (Jaén), otro en Santa Coloma de Farners (Girona) y otro en Castroco...
Los tractores han salido a la carretera, e incluso han tomado el corazón de ciudades como Barcelona o Murcia, durante las dos últimas semanas para protestar por la precariedad en el campo. Los agricultores alzan la voz por los menguantes ingresos que les brinda su actividad y que les impide adaptarse a todas las directrices de Bruselas. Tres agricultores —uno en Jimena (Jaén), otro en Santa Coloma de Farners (Girona) y otro en Castrocontrigo (León)— cuentan sus problemas: la excesiva burocracia que sigue a una ardua jornada laboral, la feroz competencia exterior y las dificultades que añade el cambio climático y, en concreto, la sequía. Y al final, la consecuencia de ello es la falta de relevo generacional: un tercio de los gestores de fincas agrarias de España superan ya los 65 años.
Aureliano Fernández, 66 años, León
Ya solo queda Aureliano. Hace no tantas décadas, Castrocontrigo (León, 270 habitantes) superaba el millar de vecinos y abundaban los tractores, tierras labradas, campos explotados y ganado en los prados. Hoy apenas Aureliano Fernández, de 66 años, representa al sector primario en un pueblo donde solo su hermano, ocasionalmente, se dedica a la agricultura. El leonés vendió sus 1.200 ovejas cuando envejeció y se ciñó a sus 60 hectáreas, mitad secano y mitad regadío, para seguir tirando con la resignación propia del oficio y de estos rincones geográficos. “No tengo hijos, lo que no hayas hecho de joven no lo vas a hacer de vejete”, argumenta. Y alude con melancolía al futuro del gremio: “Esto se morirá conmigo”. Con él, los 15 céntimos que cobra por kilo de patata cosechada, las peleas con la aseguradora cuando el jabalí engulle sus campos, la multiplicación por tres del precio del herbicida y las quejas sobre los alimentos extranjeros incumpliendo los requisitos nacionales.
El labriego habla con contundencia y resignación sin incurrir en los hiperventilados tópicos de las reivindicaciones de tractoristas de estas semanas, a quienes apoya pero sin acudir. “Si tuviera algún amigo que me acompañara… pero si voy solo dirán: ‘¿Y este cantante de dónde sale?”, relata. Este cantante opta por trabajar en silencio en la nave donde antaño dormían sus ovejas, fuente de ingresos extra contra la actual dependencia de los cultivos. Tantas décadas de labor de campo y experiencia como alcalde de Castrocontrigo por el PP le permiten radiografiar la situación. Un paseo entre aperos, vieja maquinaria, restos de paja y garrafas de aceite de motor le sirve para plasmar los males del momento. La voracidad de los ciervos y los jabalís sobre sus plantaciones, y los pulsos con los peritos para calibrar las indemnizaciones, le hacen entender la función trófica del lobo, aunque comprende a los ganaderos reacios al animal por sus daños sobre los animales. Fernández evoca “los años de autarquía y penuria” donde Castrocontrigo y tantos núcleos rurales subsistían mirando al campo, hoy inviable.
Abrir el foco internacional, añade, acarrea consecuencias difíciles de gestionar. “Entiendo la geoestrategia de ayudar a Ucrania porque si no Putin en cuatro días está en París, pero que no nos inunden con su cereal”, argumenta el agricultor, consciente de que el mundo globalizado impide proteger al máximo las huertas locales. “Por razones de mercado debe haber competencia y no monopolios, pero no es razonable que fuera puedan utilizar herbicidas prohibidos aquí”, añade. Así, cita los tomates marroquíes o las alubias argentinas para, a la par que defiende la necesidad de la “trazabilidad” para saber qué y cómo se come, criticar que también lleguen a los estantes frutas y hortalizas jugando con otras reglas. “Soy consciente de que en un mundo globalizado no son los mismos los costes de producción en Europa que en países subdesarrollados”, asume, pero cree que no por ello se justifican tantas diferencias.
Todo mientras cada kilo de patatas de esas tierras aradas con su tractor con vistas a la montaña leonesa se las pagan a 15 céntimos por kilo, precio multiplicado en los supermercados. Algo falla en esa cadena y ahí este hombre reclama más acción de los gobiernos nacionales y comunitarios para poder vivir de su trabajo y no de las ayudas de la Política Agraria Común (PAC), financiación de una Unión Europea tan censurada estos días en las tractoradas: “La PAC dentro de lo que cabe te da un colchoncillo para subsistir, pero lo deseable es que te paguen el valor real de producir”. Los trámites administrativos los efectúa por internet, un sistema complejo para una generación acostumbrada al contacto físico, al diálogo ante una ventanilla y no a fajarse virtualmente. Bastante le costó vender sus 1.200 ovejas a un comprador de Cuenca.
La conversación prosigue mientras el humo gris del tractor se pierde entre la neblina. El leonés pasa por casas cerradas, prados sin labrar y una escandalosa ausencia de niños cuando antaño la escuela rebosaba. Tampoco hay un servicio médico constante, ingredientes acumulados para explicar la imparable despoblación en esta zona del sur de León, cerca de una Zamora con quien comparten la más aguda crisis demográfica. La ristra de quejas procede de un labriego apenas conocedor de vacaciones, que ha vivido dignamente pero sin alardes y que paga la residencia a un exempleado de la finca, sin familia y víctima de una enfermedad degenerativa. Cuando abrace la jubilación se perderá la agricultura en Castrocontrigo y las cigüeñas que aprovechan el terreno levantado para deglutir lombrices se habrán quedado sin aliado.
Nicolás Moya Gasco, 30 años, Jaén
Nicolás Moya Gasco, de 30 años, es un agricultor vocacional, algo poco habitual entre los jóvenes de su generación. Estudió Veterinaria en la Facultad de Córdoba, pero siempre tuvo claro que quería dedicarse al campo, un lugar que define de forma bucólica como “el mejor sitio del mundo”. “Ofrece una libertad que no está pagada con nada”, dice. No es menos cierto, sin embargo, que a este olivarero de Torres (Jaén) le ha sido fácil decantarse por el mundo agrario. Moya gestiona 130 hectáreas de fincas en varios pueblos de la comarca de Sierra Mágina, en su mayoría legadas por sus antepasados. La mitad del terreno agrario la gestiona como titular de la explotación, y la otra mitad, como arrendatario de la parte heredada por su hermana.
“En mi caso me fue fácil incorporarme al campo porque mi padre me pudo arrendar la tierra, pero a los jóvenes en general les resulta muy difícil acceder a la agricultura porque son muchas las exigencias y pocas las ayudas”, asegura Moya desde su cortijo de Jimena (Jaén). A su juicio, la falta de relevo generacional “es, sin duda, la principal amenaza que tiene el campo”. “Urge incentivar la atracción de jóvenes”, advierte. Según el censo agrario del Instituto Nacional de Estadística (INE), entre 2009 y 2020 los empleados agrícolas familiares del titular de la explotación se han reducido en un 50% en todo el país, y un tercio de los gestores de fincas agrarias superan ya los 65 años.
Otro de los motivos que lastra la incorporación de activos al sector agrícola es la excesiva burocracia que han de soportar, agravada recientemente con la exigencia del Cuaderno de Campo, que obliga a los titulares de explotaciones a reflejar de forma digital todas las tareas que realizan a diario en el campo. “Después de dar un jornal en el campo no podemos dar otro con los papeles, es algo imposible para los agricultores”, se queja.
La crisis estructural que azota al campo español y europeo se ha agravado en los dos últimos años por la sequía que, en el caso del agricultor jiennense, le ha supuesto tener que recortar a más de la mitad sus cosechas de aceite de oliva. Eso ha acrecentado los recelos entre agricultores por el reparto del agua. “No se está haciendo de forma equitativa. No es entendible que el olivar superintensivo del bajo Guadalquivir cuente con el triple de dotación de agua para regadío a pesar de que generan mucho menos empleo que el olivar tradicional, que encima ayuda a fijar población en el territorio”, comenta Moya, que emplea a una veintena de personas.
Moya también es un ferviente defensor de la agricultura ecológica. De hecho, una de sus fincas forma parte del proyecto Life Olivares Vivos, que busca la rentabilidad de esos cultivos a partir de su biodiversidad. También es propietario de una pequeña explotación ecológica de cerezos. Por ello, Moya dice que no entiende a los que cuestionan el Pacto Verde que la Comisión Europea quiere introducir en la nueva Política Agraria Común (PAC). “Es mentira que no queramos la sostenibilidad. El medio ambiente nos preocupa, cómo no nos va a preocupar si nosotros vivimos en plena naturaleza y somos el medio ambiente”, recalca el olivarero. No obstante, hace sus matizaciones: “El problema es que hay exigencias que chocan mucho con la forma de vida y la producción con el medio natural, por ejemplo, cuando no nos dejan arar la tierra ni siquiera para contener el agua”.
Moya lleva cinco años como titular de explotación agraria y también como arrendatario, pero asegura que la rentabilidad es cada vez menor. “Llevamos dos años en los que las cuentas no salen, primero por la sequía y después porque los costes de producción son cada vez mayores por la inflación y la subida de la energía”, cuenta. A pesar de ese presente y futuro lleno de nubarrones, Moya no pierde ni un ápice de amor al campo. “Debería haber una línea de ayudas específicas para proteger a estos olivos centenarios que ya labraban mis antepasados; me preocupa que en muchas partes mucha gente esté arrancando árboles por haber sucumbido a las ofertas de las empresas que están cambiando el paisaje agrario con la instalación de placas solares, es algo que deberíamos frenar”, concluye.
Josep Ball-Llosera, 38 años, Santa Coloma de Farners (Girona)
Josep Ball-Llosera, de 38 años, acaba de llegar a la finca de Can Fornaca Nou después de dejar a los críos en el colegio. Lleva unos días fuera de juego, entre las protestas y algunas gestiones que llevaba retrasadas. En el frontal de su tractor principal aún cuelga una lona que clama “Pagesia o mort”, campesinado o muerte. Pero este viernes vuelve al tajo y lo primero que toca, dice, es hacer pienso para las gallinas, así que se monta en una carretilla elevadora que utiliza como una navaja suiza y empieza a mover cosas hasta arrastrar un molino de dos metros y medio de alto que lleva junto a un viejo tractor que hará de generador. Va a buscar una saca llena de esas que se utilizan en las obras para transportar material, la eleva y deja caer maíz. Han podido pasar perfectamente 15 minutos desde que ha empezado a prepararlo todo. Mientras el molino digiere el cereal y lo muele, hace otras cosas. Y cada poco vuelve a revisar la máquina, que, dice, hace un ruido extraño porque se ve que tiene algún cojinete maltrecho. “Sí, es todo muy mecánico y lento”, reconoce, “lo podríamos hacer más rápido, pero eso es dinero”.
Can Fornaca Nou es una pequeña explotación de 60 hectáreas de Santa Coloma de Farners (Girona) de la que vive la familia de Ball-Llosera: un matrimonio y dos hijos pequeños. Acostumbran a tener gallinas y cerdos para autoconsumo. Pero el negocio real está en los cultivos de grano (maíz hasta antes de la sequía y cebada), paja, forrajes y una decena de terneros. Su idea era hacer un circuito de autoconsumo dentro de la finca, en la que dependieran poco de las compras externas e incluso de los intermediarios para distribuir: la carne de ternera la venden ellos mismos. “La cuestión es poder quedarte el máximo margen posible”, defiende. Hasta la sequía eran casi autosuficientes, pero se ha roto la cadena. Eso sí, descartan el producto ecológico porque “las etiquetas y los certificados son tiempo y dinero y, si la gente confía en ti, puedes ahorrártelo”.
La explotación le ocupa un máximo de tres días y medio y el resto de tiempo hace trabajos para otros, sobre todo como mecánico para un amigo. Los años malos son malos y en los buenos, calcula alzando la mirada al techo, puede conseguir un beneficio neto de 20 euros por hectárea. “Eso asumiendo que las 500 horas que me paso al año sobre el tractor no las cobro”. El sueldo de su mujer, que trabaja fuera a media jornada, y sus trabajos para terceros cuentan aparte.
“La verdad es que no sé muy bien por qué me dediqué a la agricultura. Mi madre era ama de casa y mi padre, empleado de La Caixa. Tuvieron una buena jubilación que yo no tendré”, afirma. En el tono de sus palabras no se detecta remordimiento alguno. Subraya que 11 años atrás, antes de dedicarse a esto, se ganaba mejor la vida y que podría volver a ella, pero no lo hará: “Trabajo en casa y eso me hace feliz, y tienes la libertad de poder hacerlo cuando quieres, que lo mío no es tan esclavo como cuidar vacas. A mis hijos no les pienso decir que no se dediquen a esto. Es pesado, pero tengo libertad mientras el trabajo se haga”.
Esa visión romántica de la agricultura, asume, choca con la realidad: “Producir es muy fácil, pero ganarte la vida así es muy difícil”. Y le llega a enfadar sobre todo cuando habla de los obstáculos administrativos con los que tiene que lidiar. Para muchos de ellos, necesita el asesoramiento de la cooperativa, del sindicato y de una gestoría. “Y eso quiere decir cada año entre 4.000 y 5.000 euros de gastos, lo mismo que le costaría a una explotación de mayores dimensiones”, explica. Enciende el portátil en el comedor de su casa, intenta entrar en la aplicación de la Generalitat de Cataluña y topa con la primera barrera. “Actualizar la contraseña, a ver si me acuerdo”, gruñe.
Ese accidente es menor. Lo que le molesta es tener que hacer de banco para la Administración mientras espera que le compensen por comprar con un IVA del 21% mientras que solo carga un 4% sobre sus ventas. O que tenga que rellenar 40 páginas para especificar qué sembró —”que no puedo cultivar lo que quiero, además”, se queja”—, con qué variedad y cuándo en cada una de las 275 parcelas en que la Generalitat ha dividido las 60 hectáreas que explota. O todos los registros necesarios para seguir el control de sus terneros. Y más cosas de ese estilo que le absorben las noches y que han llegado para quedarse. Pese a que en años malos, como el pasado, “cosechara 21 toneladas de cebada cuando esperaba que fueran 100″.
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