La difícil tarea de recuperar el talento investigador que un día hizo las maletas
Miles de científicos españoles desarrollan su trabajo en otros países, pero la investigación nacional sigue topándose con trabas como la falta de continuidad, salarios bajos y burocracia excesiva
“¡Qué buen vasallo sería, si tuviera buen señor!” Pocos desconocen el famosísimo verso 20 del Cantar del Mio Cid, que refleja la inquebrantable lealtad del caballero frente a una corona y un rey que lo habían vilipendiado. Un sentimiento que podría igualmente aplicarse a los investigadores españoles que, año tras año, afrontan el dilema de emigrar o luchar desde las trincheras de unos puestos inestables y mal remunerados. No se trata, y en esto hay unanimidad, de un problema de calidad investigadora, sino más bien de un sistema excesivamente burocratizado, inestable y, en cierta medida, caótico y falto de recursos. “El nivel de la investigación española es bastante bueno y con un número alto de científicos punteros liderando equipos que son referentes mundiales. Sin embargo, el talento nacional no está apoyado ni, diría yo, reconocido”, sostiene Mercedes Maroto-Valer, directora del Research Centre for Carbon Solutions en la Universidad de Heriot-Watt, en Reino Unido. En 2021, la inversión española en I+D alcanzó el 1,4 % del PIB, lejos de la media de la Unión Europea, que se sitúa en el 2,3 %.
Las motivaciones para hacer las maletas varían, pero siempre tienen el común denominador de la búsqueda de mejores oportunidades. Solo bajo el paraguas de la Red de Asociaciones de Investigadores y Científicos Españoles en el Exterior (RAICEX), hay más de 4.000 profesionales, aunque el número total, difícil de cuantificar, podría llegar hasta los 20.000. Maroto-Valer define su caso por pura serendipidad: un curso de Erasmus en Escocia que se fue alargando; unas oportunidades que se sucedieron a otras y que la condujeron a su doctorado; de allí a Estados Unidos, donde siguió formándose y trabajando en la universidad, y tras siete años, de vuelta al Reino Unido. Álvaro de la Cruz-Dombriz, investigador madrileño de la Universidad de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, y miembro del Centro de Astrofísica, Cosmología y Gravedad, emigró atraído por la pujanza de las universidades sudafricanas y ante la falta de perspectivas de estabilización y promoción en España. “Salvo muy pocos casos dotados de ingentes recursos naturales, los países que invierten en ciencia son ricos, y no a la inversa”, argumenta. “Ya vamos todos siendo mayores como para saber que, sin ciencia, no hay sociedades avanzadas, y que los retos del presente (pandemias, cambio climático, sociedades de la información) no pueden abordarse sin conocimiento científico. Lo que un país no investigue y patente, habrá de importarlo de otros, y por lo tanto pagar por ello”. De la Cruz-Dombriz es también investigador Beatriz Galindo en la Universidad de Salamanca.
El periplo de Mónica Sánchez Román en los Países Bajos comenzó en 2015, cuando aterrizó embarazada de tres meses de su primer hijo, Manuel; hoy es jefa del grupo de investigación de Geomicrobiología y Biogeoquímica de sistemas sedimentarios en la Universidad de Vrije. Adaptarse fue, en su caso, algo más complicado, al tener que conciliar su trabajo con una maternidad recién estrenada. Y son numerosos los casos de quienes se fueron pensando que volverían a los tres o cinco años, y que luego se toparon con un cuello de botella que hizo imposible su retorno.
Pero no todos los que se van lo hacen obligados por la falta de oportunidades: la movilidad constituye una parte fundamental de la carrera investigadora, está muy bien valorada y tiene un efecto positivo tanto a nivel personal como profesional: “Te ayuda, sobre todo, a tener una visión global, a ver para qué sirve tu trabajo, a aprender de otra culturas y formas de trabajar, a encontrar colaboraciones y a forjar una red de contactos que después te sirvan de apoyo. Uno no hace ciencia solo; es un proceso colaborativo y multidisciplinar”, afirma Carmen Sánchez, investigadora en la Universidad de Oxford y vicepresidenta de RAICEX.
Los entornos multinacionales, frecuentes en estos grupos, “son extremadamente enriquecedores, y la diversidad cultural genera un ambiente muy creativo donde se da mucha importancia a la interacción y la colaboración”, cuenta por su parte Ernest Arenas, director del departamento de Bioquímica Médica y Biofísica en el Karolinska Institutet (Suecia). El trabajo de investigación que dirige tiene como objetivo desarrollar posibles tratamientos futuros frente a la enfermedad de párkinson: “Tratamos de entender los mecanismos que regulan el desarrollo, la función y la degeneración de neuronas mesencefálicas, que producen la dopamina, un neurotransmisor”, explica. “Estas neuronas se afectan de forma muy severa en el párkinson, y su degeneración contribuye a síntomas como la rigidez, el temblor en reposo, una menor amplitud de movimientos e inestabilidad en la marcha”.
Ninguno de los tratamientos de esta enfermedad, la segunda patología neurodegenerativa más frecuente en el mundo (afecta a siete millones de personas) es capaz de curar, ralentizar o detener su progreso. “Por eso creemos necesario investigar las células productoras de dopamina, porque si descubrimos cómo se desarrollan, las podremos fabricar en un laboratorio y usarlas en terapia celular sustitutiva. Y si entendemos por qué o cómo se degeneran, podremos desarrollar tratamientos para evitar el deterioro funcional y la muerte”, añade.
Estrategia de futuro y criterios claros
¿Qué necesita la investigación en España? “Lo que hace falta es un plan a largo plazo, y esto tiene un poco que ver con la mentalidad cortoplacista que existe en política actual. Pero es que la ciencia no funciona así”, argumenta Francisco Vilaplana, investigador del Real Instituto de Tecnología de Estocolmo y presidente de RAICEX. “En ciencia tienes que planificar a cinco o diez años vista... La política no entiende los mecanismos científicos, y eso ya es un gran problema”. Pero los plazos no son la única carencia: para Sánchez, la percepción general es que las medidas llegan de una forma caótica y sin una estrategia clara de futuro: “Lo que se percibe es que ha entrado dinero de los fondos europeos y que el Gobierno ha aprovechado para sacar convocatorias que sí, son bienvenidas y hacían mucha falta, pero que carecen de un calendario establecido o de unos criterios definidos. Por ejemplo, están sacando convocatorias de retorno para tres años, cuando las ayudas de financiación se otorgan para cuatro. Eso hace que quien tenga un programa de menos de cuatro años no pueda pedir financiación, porque no tiene garantías de que vaya a estar contratado en una institución más allá del tercero. Mientras, en los programas Ramón y Cajal, sí puedes pedir la ayuda, porque duran cinco años y el Gobierno te financia cuatro. Es un sinsentido”.
Una de las soluciones, apunta Sánchez, es que se establezca un calendario y una estrategia de convocatorias, y que se resuelvan ágilmente. “Lo que suele pasar es que los programas se resuelven a un año vista, pero cuando viene la convocatoria para pedir dinero para un trabajo, todavía no sabes si vas a estar en la institución o no. Es todo muy poco flexible”. Y mientras, en Suecia, “yo ya sé cuándo van a salir todas las convocatorias de 2023 en las que estoy interesado, y cuándo se van a resolver, así que puedo planificarme”, esgrime Vilaplana.
Ambos coinciden también en señalar las excesivas trabas burocráticas a las que se enfrentan los investigadores que residen en el exterior, desde las homologaciones de títulos a las convocatorias de programas, ya que disponen de muy poco tiempo para aportar todos los justificantes y certificados que se les exigen y que las instituciones donde trabajan no están acostumbradas a expedir: “Cuando estás fuera, la gente te contrata en base a tus méritos o a tus publicaciones científicas, a la experiencia docente.... Pero no te piden un certificado por cada mérito, por cada clase que has dado o por cada congreso al que has asistido”. En España, todo el mérito está en papel, algo que resulta ciertamente anacrónico cuando toda esa información puede estar fácilmente localizable en internet.
Volver a España, ¿una utopía?
Retornar a tu país movido por un deseo de devolverle lo que te ha dado, de hacer ciencia en casa, cerca de los tuyos, tiene un coste que va más allá del puramente económico. Porque, lo saben todos, ni los sueldos ni los recursos pueden hoy competir con los de fuera. ¿Se trata acaso de una motivación utópica? Puede. “Tal y como demuestran los datos públicos disponibles, en España se realiza una investigación de gran calidad. Sin embargo, para liderar algunos campos a nivel mundial, se debe invertir más en infraestructuras singulares y en proveer los recursos humanos necesarios para llevarla a cabo, con salarios competitivos y seguridad contractual. Pero también incentivando más la investigación práctica, llevando esa investigación al mercado mediante la creación de patentes y empresas de base tecnológica, como se hace en otros países”, defiende Lourdes Vega, experta en simulación molecular y directora del Research and Innovation Center on CO2 and Hydrogen (RICH), en Emiratos Árabes.
Incorporarse al sistema español en medio de una carrera académica exitosa es, para Vega, bastante complicado. “Por eso, si lo que se quiere es recuperar el talento nacional hoy esparcido por el mundo, se deberían crear programas atractivos para ello, no solo con salarios competitivos, sino también aportando financiación para traer colaboradores que están con ellos en el extranjero; contratar personal en España; laboratorios; apoyo administrativo; ayuda al resto de la familia que también vuelve...” No es, ni más ni menos, que competir en igualdad de condiciones con los lugares donde se lleva a cabo la investigación. Y señala comunidades autónomas donde han sabido encontrar la fórmula con éxito, “como es el caso del País Vasco, con el programa Iberbaske, y el ICREA en Cataluña, por poner dos ejemplos”.
Sánchez Román admite que volvería a España cuando tuviera, al menos, la misma posición y oportunidades que ha conseguido en Países Bajos, aunque señala que, en su opinión, la investigación en España adolece de mucha endogamia: “La gente es muy territorial, nadie quiere salir de su zona de confort, no hay compañerismo, no se sabe trabajar en equipo y falta empatía y solidaridad hacia los compañeros”. Recientemente tuvo la oportunidad de elaborar, junto a otros científicos españoles en Estados Unidos, un plan de fomento del retorno que contemplaba, entre otros aspectos ya mencionados, valorar la experiencia internacional en las certificaciones, establecer procesos de selección independientes que garanticen la igualdad de oportunidades de los no residentes, reducir las cargas administrativas del personal investigador y facilitar las estancias de investigadores internacionales y las dobles afiliaciones con instituciones extranjeras.
La investigación de Vega en el RICH se centra en las energías limpias, es decir, en cómo producir energía de manera segura, fiable y sostenible tanto desde el punto de vista medioambiental como económico: “Como la mayor parte de la energía se produce a partir de combustibles fósiles, que emiten gran cantidad de gases de efecto invernadero, sobre todo CO2, el objetivo es descarbonizar tanto el sector energético como otros sectores industriales”, explica. Para ello, estudian procesos como la captura del dióxido de carbono (para que no vaya a la atmósfera), el uso de fuentes alternativas de energía con bajo o nulo contenido en carbono, y la mejora de la eficiencia energética. “Idealmente, si toda la energía renovable se pudiera usar en cualquier momento y a un precio razonable, no necesitaríamos los combustibles fósiles. Pero tanto la solar como la eólica son intermitentes y dependen de las condiciones climatológicas. Por eso se necesita un sistema de almacenamiento de energía fiable, a largo plazo, rápido y eficiente”.
Y aquí, explica Vega, es donde entra en juego el hidrógeno. El desafío, no obstante, es conseguir producirlo de manera sostenible, lo que no siempre ocurre: “Actualmente, la mayoría se produce a partir de gas natural (metano) y agua, en un proceso (reformado de metano con vapor) donde, en promedio, se emiten entre ocho y diez toneladas de CO2 por cada tonelada de hidrógeno producido (el llamado hidrógeno gris). Si ese dióxido de carbono se capturara, tendríamos hidrógeno azul, y si en vez de emplear metano, se produjera a partir de la rotura de la molécula de agua y usando para ello energías renovables, obtendríamos hidrógeno verde”. El problema es que, para obtenerlo, se requiere entre cinco y siete veces más energía que con el hidrógeno gris. “En cualquier caso, el hidrógeno no es la solución universal. Mitigar el cambio climático pasa por distintas acciones, como aplicar el concepto de economía circular en la producción de energía y la gestión de residuos, diseñar ciudades más sostenibles y gestionar mejor los recursos naturales”, concluye Vega.
FORMACIÓN EL PAÍS en Twitter y Facebook
Suscríbase a la newsletter de Formación de EL PAÍS