España practica el masoquismo en Europa
Los castigos de Estrasburgo se habrían evitado si las autoridades españolas hubieran cumplido sus propias leyes y las sentencias del TEDH
En unos tiempos en los que la imagen de España se zarandea dentro y fuera de sus fronteras, las últimas condenas de Estrasburgo por malos tratos a detenidos y por violar un derecho fundamental como el de la libertad de expresión actúan como eficaces torpedos en plena línea de flotación. Sin embargo, esos merecidos castigos a todo un país se habrían evitado fácilmente si las autoridades españolas hubieran cumplido sus propias leyes y las insistentes recomendaciones del mismo Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH). Lejos de hacerlo, jueces, fiscales, Gobierno y Parlamento se empeñan en repetir errores e incluso agravarlos.
Hace cuatro años, Estrasburgo dictaminó en una sentencia sobre malos tratos que España debía “adoptar medidas para proteger a los detenidos de posibles violencias por parte de las autoridades”. Desde entonces, el tribunal —cuya jurisprudencia es de obligado cumplimiento— ha emitido una decena de dictámenes sobre malos tratos o negligentes investigaciones sobre los mismos. Las autoridades españolas han hecho caso omiso. Solo así se entiende que el Gobierno haya indultado sistemáticamente a la treintena de agentes implicados y que alguno de ellos haya sido promovido a las más altas responsabilidades, como es el caso del coronel Manuel Sánchez Rubí, jefe de la Unidad Central Operativa (UCO).
Aún es más flagrante el otro capítulo en el que España recibe los mayores rejones de Estrasburgo. Con la reciente sentencia sobre la quema de una foto de Juan Carlos I y Doña Sofía en Cataluña en 2007 son ya siete las condenas por violaciones de la libertad de expresión y todas ellas podían haber sido evitadas con sencillez.
A los fiscales y jueces les hubiera bastado pedir solo multas, pero no penas de cárcel. Es exactamente lo que ha exigido una y otra vez el TEDH a España. Lo reiteró en la más emblemática de esas siete condenas en 2011, cuando el Estado tuvo que indemnizar con 23.000 euros a Arnaldo Otegi, líder de Batasuna, tras ser condenado en España por calificar al Rey de “jefe de los torturadores”. Desde entonces, ha ocurrido todo lo contrario: los fiscales se han ensañado en pedir penas tan abultadas como contrarias al Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Y lo contrario han hecho también el Gobierno y el Parlamento. No solo no han atendido esa recomendación, sino que han promovido y aprobado leyes para ampliar los supuestos de “discurso de odio”: ahora basta con incitar “directa o indirectamente” el odio o “la hostilidad contra un grupo determinado” y se han elevado las penas de prisión de dos a cuatro años. Por eso se han producido otras recientes condenas —tres años y medio de prisión el mes pasado contra el rapero Valtonyc— susceptibles de acabar en nuevos y vergonzosos veredictos de Estrasburgo.
Al perseguido escritor Salman Rushdie le gusta decir que “la libertad de expresión es un bien escaso”. No lo ha sido en las últimas décadas en España, pero las autoridades se empeñan en que lo parezca.
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