Saló, descubriendo una ciudad exquisita con un doloroso pasado
La turística localidad italiana, última guarida del dictador Mussolini, refleja su decadente belleza en las aguas del lago de Garda. Una villa de casas señoriales, hoteles de lujo, importantes restaurantes y elegantes negocios que también inspiró a Pasolini
Saló es el prototipo de ciudad víctima de su pasado. Un lugar que pide la vez para escapar del yugo de una historia que ha querido siempre encasillarla, apoderarse de ella, raptándole su identidad, su verdad, su independencia, su longeva vida. Fue la sede de la República Social de Mussolini de 1943 a 1945, sirvió de inspiración para la última —y más escatológica— cinta de ...
Saló es el prototipo de ciudad víctima de su pasado. Un lugar que pide la vez para escapar del yugo de una historia que ha querido siempre encasillarla, apoderarse de ella, raptándole su identidad, su verdad, su independencia, su longeva vida. Fue la sede de la República Social de Mussolini de 1943 a 1945, sirvió de inspiración para la última —y más escatológica— cinta de Pasolini y siempre poseyó un cierto magnetismo con el turismo internacional. Incluso hoy, que ya no quiere vivir atrapada y lucha por sobrevivir.
Con casi 10.000 habitantes, Saló es el primer pueblo de la famosa Riviera dei Limoni, un mordisco de interior y costa asomado al lago de Garda. Está situada en Lombardía, concretamente en la zona bresciana junto a otras pequeñas localidades como Gardone Riviera, Gargnano, Tignale o Magasa. Es famosa por su clima templado, su refinada producción de aceites de oliva extra virgen y por una original vegetación a base de cipreses, olivos y adelfas. Además, a lo largo del paseo por el lago más bonito de Italia (con permiso de Como) emerge un sensacional embarcadero custodiado por dos palacios que atestiguan un pasado remoto nobiliario, mucho antes que estuviera marcado y monopolizado por el odio: el Palazzo della Magnifica Patria y el Palazzo del Podestá.
Su encantador enclave —entre el golfo y el monte de San Bartolomeo— la dotan de un aura especial y un repertorio presente con el que sacudirse, de una vez por todas, el pasado que siempre la persigue. Y es que Saló cuenta con la iglesia Madonna del Rio, el Duomo de Sant’Annunziata, un centro histórico concurrido con callejuelas y pequeñas plazas con demoras señoriales, hoteles de lujo, importantes restaurantes como la Osteria dell’Orologio (con pasta fresca, legumbres, pescado de lago, queso Bagoss y vino de la Valtenesi) y negocios elegantes, pero no con un recuerdo negro estampado en las famosas zonas de Conca D’Oro y Borgo Fossa, donde Piazza Muti derivó para siempre en Vittorio Emanuele II.
Se pretendió exorcizar ese binomio negro fulminando cualquier traza que restara de ese pequeño estado satélite de las potencias del Eje, que operó casi de forma agónica en este lado del mundo donde hoy la gente toma plácidos baños en las termas del lago, hace senderismo y bicicleta respirando esta fusión de brisa, naturaleza y olor a marisma. A carpas, anguilas, truchas, lucios y sardinas.
Pasolini y Sodoma
Pero la memoria es necesaria. Cuando falta un mes para que se cumpla el centenario de la Marcha en Roma de Benito Mussolini, no es gratuito recordar que fue en Saló donde se comenzó a escribir su epitafio. Ese nuevo bastión duró dos años, desde el 23 de septiembre de 1943 hasta 1945, cuando el Duce fue asesinado en Milán: ahorcado por los pies junto a su amante Clara Petacci.
Un corto periodo que la puso en el mapa del tablero político internacional. Porque en Saló, elegida por Hitler por su posición estratégica —lejos de Roma y próxima a Alemania—, la República adoptó idénticos principios pretéritos del régimen: corporativismo, ultranacionalismo… Y controló una economía que terminó por diezmarse con los ataques americanos a las industrias del norte. Eso significó el principio del fin, dilatado en el tiempo con auténticas purgas a políticos disidentes. Una apología de la violencia en coincidencia con el estallido de una guerra civil italiana en medio del contexto bélico mundial.
Fue precisamente ahí donde excavó Pasolini para realizar su última película —Saló o Los 120 días de Sodoma—, inspirada en un libro del Marqués de Sade. Un caleidoscopio terrible, escatológico y grotesco sobre las infames acciones del fascismo, similar a las de una nueva dictadura terrible que acechaba, y que terminó por consumarse con él ya muerto: el consumismo, la televisión, la indiferencia, el desarrollo sin progreso de una tierra quemada que aniquilaba conciencias.
La última morada de D’Annunzio
El tercer capítulo histórico, bélico y cinematográfico que hace de Saló y sus alrededores un territorio singular es el Vittoriale, situado concretamente en Gardone, prosiguiendo hacia el norte unos seis kilómetros por la Riviera dei Limoni. Allí se encuentra sepultado el poeta y militar Gabriele D’Annunzio, un controvertido personaje de la historia más reciente italiana. Construido y diseñado por el héroe militar junto al arquitecto Maroni entre 1921 y 1938, se trata de una especie de ciudadela grandiosa e imponente que se asoma al Garda. Allí, entre magnolias, olivos y cipreses, aparece un difícil conglomerado compuesto por un mausoleo para los fallecidos en la Impresa di Fiume, el evento histórico que lideró el poeta para proclamar la italianidad de esta ciudad de frontera tras la I Guerra Mundial.
Un teatro al aire libre, un parque, fuentes y la casa-museo de D’Annunzio completan este lugar, quizás de los más importantes y misteriosos de Italia. Místico, tétrico y sencillamente maravilloso. Allí vivió los últimos 16 años de su vida, en una casa sepulcral y mágica, oscura y abarrotada de objetos fetiche. Propios de un personaje coqueto, vividor, creativo, supersticioso y con miedo al vacío. Curioso de las religiones y la masonería, allí recibió varias veces la visita de Mussolini y durmió para siempre en una cama —mitad ataúd, mitad cuna— para estimular la muerte a la materia y el renacimiento espiritual. O para no descuidar al niño atormentado que siempre llevó dentro.
Porque sí, allí D’Annunzio meditó sobre la vida; sobre el misterio de la existencia. Dio rienda suelta a la nostalgia, la juventud muerta y al inexorable paso del tiempo. Vivió los últimos años en penumbra porque una herida en el ojo le hizo intolerante a la luz. O porque no aceptaba su decadencia, quién sabe. Quería seguir engañando a los sentidos y dar rienda suelta al vigor que palpitaba en él. “Me quedo con la nada que he creado… La pasión en todo. Deseo perdidamente tanto las pequeñas cosas como las más grandes. Nunca tengo tregua”. Estos fueron los últimos versos que escribiría antes de morir en este pequeño rincón del mundo, arrinconado entre montañas, colinas y lago, con Gardone Riviera a un lado y, al otro, Saló, que busca identidad propia tomando distancia de todo, viéndolo con perspectiva. Otra vez.
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