Por el Montparnasse que nunca se apaga siguiendo el rastro de sus artistas
¿Se podría pensar en París sin pensar en sus pintores y escritores? Un paseo por uno de los barrios emblemáticos de la capital francesa recordando aquellas calles, edificios y cafés que quedaron para siempre marcados por la impronta de la bohemia
Cuentan las crónicas del barrio parisiense de Montparnasse que fueron los artistas españoles junto a los latinoamericanos quienes descubrieron las muchas horas de sol que gozaba la terrasse de La Rotonde, el bistró regentado por Victor Libion que a comienzos del siglo XX acogía, durante largas horas sin más consumición que un café-crème, a todo un batallón de artistas, poetas y escritores sin blanca. Nunca les reprendió por picotear, hambrientos, los trozos de pan de las paneras. Allí solían alternar ...
Cuentan las crónicas del barrio parisiense de Montparnasse que fueron los artistas españoles junto a los latinoamericanos quienes descubrieron las muchas horas de sol que gozaba la terrasse de La Rotonde, el bistró regentado por Victor Libion que a comienzos del siglo XX acogía, durante largas horas sin más consumición que un café-crème, a todo un batallón de artistas, poetas y escritores sin blanca. Nunca les reprendió por picotear, hambrientos, los trozos de pan de las paneras. Allí solían alternar Pablo Picasso, el escultor Pablo Gargallo y la pintora María Blanchard. Tampoco era raro encontrar al pintor Diego Rivera, quien solo de vez en cuando compartía mesa con su esposa, la pintora rusa Angelina Beloff. Más difícil era encontrarse al más comedido Juan Gris, que conservaba su estudio en el margen derecho de París, en Montmartre, en el distante y mítico Bateau-Lavoir. Junto a Gino Severini, Moïse Kisling y Jacques Lipchitz, y un largo etcétera, formaban una colonia de expatriados que daría forma a uno de los periodos más revolucionarios y dorados de la historia del arte, donde se forjó la primera oleada de las vanguardias artísticas.
La Rotonde sigue en pie, y aunque su clientela y sus precios nada tienen que ver con lo que fueron, el escenario permite al visitante escapar del presente para mirar atrás. Adentrarse por los alrededores del cruce entre el Boulevard Raspail y el Boulevard Montparnasse y, al igual que proponía Woody Allen en Midnight in Paris (2011), fantasear recorriendo establecimientos, rincones y edificios tras cuyos ventanales no solo se ensanchaban las fronteras del arte, sino que se modificaban hábitos sociales. En aquel rico intercambio social que se había impuesto en el distrito 14 de París, los artistas encontraron en el todo un laboratorio de ideas, dispuestos a ser ellos mismos en todas las facetas de la vida. Vivían como creaban y creaban como vivían.
Por aquellos días cualquiera que quisiera difundir un rumor, o presumir de un cambio de amante, no tenía más que ir al Le Dôme Café. Ya en los años veinte del siglo pasado su leyenda había atravesado el Atlántico, y en cuanto los americanos ponían un pie en la capital francesa soñaban con formar parte de su entretenida clientela. A apenas un par de minutos a pie está La Coupole, que continúa manteniendo su característico estilo art déco. Inaugurado en 1925, Le Select abría toda la noche. Sin embargo, sus propietarios nunca tuvieron demasiado interés en la vida artística del barrio y en consecuencia —y a pesar de ser uno de los lugares favoritos del autor de Fiesta, Ernest Hemingway—, nunca alcanzó el aura intelectual de La Closerie des Lilas, donde se celebraban reuniones semanales en torno al poeta Paul Fort. Fue este el primer café en conceder una reputación artística al barrio. A ello contribuyó su proximidad con el desaparecido Bal Bullier, en la Avenue de l’Observatoire, donde de forma habitual se organizaban bailes de disfraces para recaudar dinero para los artistas.
Un plato de pasta a cambio de dibujos
La Rue Campagne Première es una de las calles más emblemáticas de Montparnasse. En el número 9 se encontraba Chez Rosalie, donde su dueña alimentaba con pasta a su mejor cliente, Modigliani, quien a menudo pagaba con sus dibujos. Descreída, retiraba las obras a la trastienda donde cuenta la leyenda que acabaron devoradas por las ratas. Muy cerca, en el número 17, el fotógrafo Eugène Atget revelaba las imágenes de un París a punto de desaparecer bajo la radical remodelación urbanística del plan Haussmann, y varios portales más abajo, en el impresionante edificio del 31 bis, Man Ray redescubría junto Lee Miller, entonces su ayudante y amante, el proceso fotográfico llamado solarización, encumbrando su fotografía experimental a la categoría del arte. En la misma acera tuvo su estudio el pintor japonés Fujita, y en el edificio de al lado se mantiene abierto el Hotel Istria, donde una placa recuerda a Picabia, a Duchamp, también a Kisling y al compositor Erik Satie entre sus clientes. “Nunca se apaga lo que brilla”, escribía desde unas de sus habitaciones el poeta surrealista Louis Aragon a su esposa Elsa Triolet. En sus habitaciones también pernoctaron Rainer Maria Rilke, Tristan Tzara, Vladímir Mayakovski y a la más alegre del barrio, la modelo y cantante, que también quiso ser pintora, Kiki de Montparnasse, todo un símbolo de aquella era. A finales de los cincuenta, el pintor Yves Klein fijó su residencia en la mítica calle, a pocos metros de donde cayó muerto Michel Poiccard, el personaje creado por Jean-Luc Godard e interpretado por Jean-Paul Belmondo en Al final de la escapada, icono de la modernidad cinematográfica.
Casi en frente de la sede de la Fundación Cartier, en el 242 del Boulevard Raspail, se encuentra la cité Nicolas Poussin, donde Picasso tuvo su estudio en 1912. Allí maduró su técnica del papier collé hasta que, dos años más tarde, se trasladó al 5bis de la Rue Victor Schoelcher. En aquel estudio se convirtió en la envidia de sus colegas del barrio: era el único que tenía bañera. El elegante edificio aún se conserva y sus grandes cristaleras miran al cementerio de Montparnasse (donde descansan, entre otros muchos, Charles Baudelaire, Sartre y Simone de Beauvoir, Man Ray, Samuel Beckett y Susan Sontag). “Una extraña opción para alguien notoriamente supersticioso”, matizaba John Richardson, biógrafo del pintor malagueño. Fue precisamente a raíz de la muerte de la segunda pareja y musa del artista, Eva Gouel, en 1915, cuando las vistas comenzaron a alterar el ánimo del pintor. Sin embargo, vivió allí hasta 1918, cuando se adentró en el ambiente más aburguesado y selecto de la Rue La Boétie, al otro lado del Sena, para establecerse con su primera mujer, la bailarina rusa Olga Khokhlova.
En el número 5 de la Rue Victor Schoelcher se encuentra en la actualidad la sede del Instituto Giacometti. Allí se ha reconstruido el estudio del escultor suizo y se organizan exposiciones y otras actividades temporales, a las que se puede uno apuntar mediante reserva previa. El auténtico taller del célebre artista se encontraba no muy lejos de allí, en el 46 de la Rue Hippolyte Maindron.
Fueron muchos los estudios de artistas que se llevó por delante la operación de remodelación urbana Montparnasse-Maine, llevada a cabo durante los años setenta del siglo XX y que tuvo como colofón la Torre Montparnasse. Allí donde está el polémico rascacielos, con sus 60 pisos es el segundo más alto de la ciudad, estuvo el estudio de Blanchard, el de Rivera y también el de Mondrian. Sin embargo, en el 21 de la Avenue du Maine ha sobrevivido la hoy conocida como Villa Vassilieff, uno de los escasos cites de artistas que quedan, sin apenas alterar, en el barrio, y en el cual también vivió Blanchard. En el apacible callejón se encontraba la cantina regentada por la pintora rusa Marie Vassilieff, de quien se dijo que entre sus amantes se encontraba Trotsky. Durante la I Guerra Mundial fueron muchos los artistas que acudían a comer allí, y al no estar sujeta al toque de queda se llenaba todas las noches.
De camino a los jardines de Luxemburgo, y ya en el distrito VI, siguiendo con esta ruta de aires artísticos uno no debe dejar de hacer un alto en el 100 bis Rue d’Assas, donde en su día tuvo su estudio el escultor ruso Ossip Zadkine. Reconvertido en el Museo Zadkine, hoy muestra sus obras junto con las de su mujer Valentine Prax. El pequeño jardín conserva todo su encanto poblado de esculturas donde se volvieron a plantar los espinos, las hortensias y los ciclámenes que tanto gustaban al artista.
Bordeando los jardines y a unos veinte minutos andando se alcanza la orilla del Sena. Allí se encuentra el lujoso restaurante Lapérouse, donde se produjo una de las mayores escisiones del grupo cubista después de que el mexicano Diego Rivera estuviese a punto de propinar un puñetazo al crítico Pierre Reverdy. Un buen lugar para acabar de sospechar, o confirmar, aquello que decía el poeta John Ashbery y reafirmaba el escritor Enrique Vila-Matas: “Después de vivir en París, uno queda incapacitado para vivir en cualquier sitio, incluido París”.
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