Restaurante Mil, alta cocina andina a 3.800 metros de altura
Los chefs peruanos Virgilio Martínez y Pía León gestionan con éxito un establecimiento inverosímil comprometido con su entorno y las comunidades quechuas que lo habitan. Un lugar remoto, de difícil acceso a través de carreteras de tierra de alta montaña, en la proximidad de las ruinas incas de Moray
El restaurante Mil es un milagro. Entre un sueño y una locura de sus promotores, los cocineros peruanos Virgilio Martínez y su esposa Pía León. ¿No resulta inverosímil que un restaurante de alta cocina situado en medio de la nada, a 3.800 metros de altitud, en el altiplano peruano, de acceso difícil a través de carreteras de tierra de alta montaña, llene sus mesas a diario? Así sucede en Mil (@milcentro en Instagram), a dos horas en coche desde la ciudad de Cuzco, convertido en un destino de privilegio al que peregrinan gurmés de medio mundo.
Llegar a Mil, lugar remoto, experimental, mágico, enclavado en las alturas andinas, no es sencillo. Nos aconsejaron un proceso de adaptación y en la primera etapa de nuestra ruta bajamos desde los 3.200 metros de Cuzco hasta los 2.900 del hotel Explora Valle Sagrado. Tras una cena parca en grasas, con preponderancia de los hidratos de carbono sobre las proteínas, reiniciamos el ascenso hasta los 3.800 metros tranquilizados por la bombona de oxígeno de emergencia que nos acompañaba. Ruta emocionante en la que no dejamos de hidratarnos de forma reiterada. “Para sortear el mal de altura le aconsejamos comer con mesura, caminar lentamente, ingerir mucha agua y respirar de forma tranquila”, me repitieron más de una vez.
Al arribar a destino, la cadena de montañas que nos rodeaba empequeñecía la visión del restaurante, similar a una casa de labranza sobre la tierra desnuda. No lejos, al aire libre, aguardaban algunos campesinos con sus mantas policromáticas repletas de granos andinos, legumbres, frutos secos, semillas, raíces, variedades de maíz, habas secas, quinoa, papas secas, tubérculos y gramíneas. Proveedores de Mil, nos explicaron su papel en el aprovisionamiento de ingredientes antes de invitarnos a tragos de chicha (maíz fermentado) con los que brindamos bajo los auspicios de sus dioses astrales. Todo en la proximidad de las ruinas arqueológicas de Moray, centro de experimentación agrícola de los incas con alucinantes terrazas en anillo. Solo al acabar aquel apasionante recorrido, al alcance de todos los comensales que lo desean, franqueamos la puerta del restaurante para dirigirnos, de manera previa, a su taller de estudio y experimentación.
“Mil es bastante más que un restaurante, alberga un centro de investigación, Mil Lab Cusco, alojado en su interior. Estamos comprometidos con la biodiversidad de nuestro entorno y las familias quechuas que lo habitan”, nos comentó Malena Martínez, hermana del chef Virgilio, médico nutricionista, directora de Mater Iniciativa, centro de aprendizaje, creatividad y comunicación intercultural. “Realizamos rutas botánicas, recuperamos tubérculos y hortalizas en riesgo de extinción y llevamos a cabo cruces genéticos para lograr alimentos más nutritivos con los que luego trabaja al equipo de cocina. Generamos contenido para el restaurante. Nos encontramos en una región pobre, pero increíblemente rica en recursos fitogenéticos”.
El menú, aparentemente corto, prestaba consistencia a todo el relato. A lo largo de ocho momentos aparecieron raíces, tubérculos, gramíneas, hierbas silvestres, carnes de res, de llama y de pato. Cada pase se abría en abanico con pequeñas guarniciones. Sobre nuestra mesa aparecían platillos y cuencos de texturas inéditas. Sabores que desafiaban mi paladar con registros desconocidos. Platos de cromatismos restallantes con coloridos similares a las ropas y tejidos andinos. Algo así como un menú antropológico con criterios de alta cocina.
Imposible enjuiciar cada pase con una mirada convencional. El maíz, la chapla (masa tradicional de la región), las hojas de coca, la mantequilla de saúco y dos tipos de papas (chuño y moralla) armaron el primer servicio.
Siguió un pato curado con kabuya, raíz dulce del cactus sudamericano, además de crema de chirimoya y sour de kañiwa, de la familia de la quinoa. Proseguimos con carne de alpaca estofada, queso y cereales. Cuando llegó el momento del maíz, irrumpieron variedades tiernas con hierbas silvestres. Tampoco faltaron alusiones al antiguo ritual inca del final de las cosechas que en Mil han recuperado y aplican a los tubérculos como método de asado. Para la degustación elegimos jugos y fermentados de frutas de sabores tan originales como el resto.
El menú se cotiza a 260 euros por persona, importe que los comensales abonan con antelación vía online en el momento de formalizar la reserva. “Afortunadamente, es un restaurante sostenible en el aspecto económico, podemos mantener a nuestros equipos de sala y cocina y mejorar las condiciones de vida de las familias que nos rodean. Unimos el pasado y el presente a través de la comida. Nos sentimos felices de reinterpretar la labor agrícola de los incas en Moray”, me comentó Virgilio Martínez, en estos momentos segundo mejor cocinero del mundo en el podio de The World’s 50 Best 2022.
Abandonamos el restaurante casi al mismo tiempo que el resto de los 22 comensales que se hallaban en el comedor. De regreso a Cuzco, en descenso por las incómodas carreteras de tierra por las que habíamos llegado, cruzamos pueblos desparramados por el Valle Sagrado. Algo mágico al atardecer. Sobre mi memoria continuaban desfilando imágenes del punto geográfico que acabábamos de abandonar. Quizá un campo de fuerza escogido por los incas donde confluía la energía de la tierra, según me había apuntado poco antes el antropólogo que colabora con Mil. Un lugar señalado en las alturas donde la cocina cobra un sentido diferente. Bastante más que una experiencia gastronómica.
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