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Por Paco Nadal

Olimpia: una visita a las ruinas más atléticas de Grecia

Un evocador recorrido por la ciudad dedicada al dios Zeus en la que durante más de mil años se celebró la competición más famosa. Del yacimiento al museo de la Historia de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad con final en el museo Arqueológico

Taller del escultor Fidias en las ruinas de Olimpia (Grecia).Paco Nadal

Puede que no sean las ruinas más espectaculares de Grecia. Pero son, sin duda, las más mediáticas. Porque los líos de Agamenón, la caída del imperio Bizantino o las peculiaridades de la arquitectura micénica podrán sonar a chino al común de los mortales. ¿Quién no ha pasado una tarde de calor soporífero frente al televisor viendo unos Juegos Olímpicos? Las ruinas de ...

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Puede que no sean las ruinas más espectaculares de Grecia. Pero son, sin duda, las más mediáticas. Porque los líos de Agamenón, la caída del imperio Bizantino o las peculiaridades de la arquitectura micénica podrán sonar a chino al común de los mortales. ¿Quién no ha pasado una tarde de calor soporífero frente al televisor viendo unos Juegos Olímpicos? Las ruinas de Olimpia, la ciudad dedicada a Zeus en la que durante más de mil años se celebraron los Juegos más famosos de la Antigüedad, afloran hoy en un remoto lugar al este del Peloponeso para deleite de los amantes de los deportes, pero también para un público general al que, por fin, le resulta cercano y fácil de entender todo ese esturreo de piedras habitual en un yacimiento griego.

La Olimpia moderna es un poblado sin mayor interés formado por cuatro calles y 800 almas que viven por y para el turismo que genera el yacimiento cercano. Hay docenas de hoteles, restaurantes y tiendas de souvenirs para los cientos de miles de visitantes que llegan cada año atraídos por las ruinas de la cuna de los Juegos Olímpicos. Lo que hay que ver en la antigua Olimpia son tres espacios que requerirán de una mañana larga (o casi toda la jornada si se quiere explorarlos con detalle): el sitio arqueológico en sí, el museo de la Historia de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad y el museo Arqueológico. Están los tres contiguos y se accede con una entrada única que cuesta 6 euros y se puede adquirir en la puerta de cualquiera de ellos. Existe un cuarto museo, el de la Historia de las Excavaciones de Olimpia, que tiene una entrada aparte.

Friso del templo de Zeus en el Museo Arqueológico de Olimpia. Paco Nadal Yuste

Mi consejo es empezar por el museo de la Historia de los Juegos Olímpicos de la Antigüedad, que está en una colina junto al primero de los dos aparcamientos habilitados. No es que sea espectacular, pero sirve para hacerse una composición de lugar y entender mejor qué ocurrió en ese enclave entre el año 776 antes de Cristo, cuando el rey Ifitos de Élide proclamó inaugurados los primeros juegos oficiales, y el 394 de nuestra era, cuando el emperador Teodosio I el Grande, de reconocida ortodoxia cristiana, los abolió por paganos. Años después, su nieto, Teodosio II, más intransigente aún con el paganismo que su abuelo, mandó destruir la ciudad de Olimpia.

Aparte de ver algunas piezas arqueológicas, incluido un fabuloso mosaico con motivos de atletas que se conserva casi entero, en este museo te enterarás de curiosidades como que la predecesora del desfile inaugural de las modernas olimpiadas es la procesión sagrada que marchaba desde Elis —la capital de la ciudad estado de Élide—, situada a 300 estadios (unos 58 kilómetros) de Olimpia, su destino final. En ella participaban los hellanodikae (jueces), los sacerdotes y gobernantes de Elis, los atletas con sus entrenadores, los jinetes con sus monturas y sus cuadrigas, seguidos por el pueblo, los numerosos visitantes y peregrinos que llegaban atraídos por los festejos y los animales que iban a ser sacrificados. Solo cuando la comitiva llegaba a Olimpia, tras dos días de marcha, se daban por inaugurados los Juegos, que, como ahora, se celebraban cada cuatro años ―una olimpiada― coincidiendo con la segunda Luna tras el solsticio de verano (actual mes de agosto). Reunían a atletas de todas las ciudades estado del ámbito griego que, por unos días, dejaban las luchas internas y las guerras para competir en paz y armonía. Para ello se declaraba la Tregua Sagrada, un cese de hostilidades en el convulso mundo helenístico, donde lo de pelearse con el vecino era la actividad más popular. La Tregua Sagrada era tan respetada por todos que en los 1.169 años que duraron los Juegos ni una sola vez tuvieron que ser suspendido o atrasados.

Más curiosidades que aprenderás en el museo: las mujeres tenían prohibida no solo su participación en el evento, sino también su presencia como espectadoras. Si alguna contravenía la orden, era despeñada por un barranco. La única mujer de la que se tiene constancia que asistió a una competición y salió indemne fue Kallipateira de Rodas, hija y madre de famosos campeones olímpicos, quien, en los Juegos del año 396 a. C. se coló para ver a su hijo participar y ganar el campeonato de boxeo. Fue perdonada en respeto a las glorias olímpicas conseguidas por su familia. Había también competiciones infantiles. Los deportes más populares eran el boxeo, la lucha libre y las carreras de cuadrigas, que se incorporaron en la vigesimoquinta edición del torneo. Otra condición era que los atletas tenían que ser griegos, de padres griegos y hombres libres (los esclavos también tenían vetado el acceso).

Del museo de Historia se continúa por un agradable paseo arbolado hasta la entrada de las ruinas. Considerando la saña con la que se empleó la cuadrilla de demolición enviada por el fundamentalista Teodosio II y los efectos de varios terremotos en el siglo VI, demasiado ha quedado de la pobre y una vez fastuosa Olimpia. Las ruinas estuvieron cubiertas por una capa de más de seis metros de tierra hasta que a finales del siglo XVIII fueron redescubiertas.

Restos del Filipeo, templo circular de orden jónico mandado construir por el rey Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno. Paco Nadal

Lo primero que aparece es el santuario de Olimpia, que está actualmente en excavación. Tras él queda la palestra, un enorme patio cuadrangular donde entrenaban los participantes en boxeo, lucha libre y salto; estaba rodeado de soportales y habitaciones donde los deportistas se desvestían y untaban de aceites. Los poetas y eruditos usaban también la palestra para leer sus odas y manifiestos. Es de las estructuras mejor conservadas y más reconocibles. A la izquierda de la palestra se alza lo que queda del Filipeo, el templo circular de orden jónico ordenado construir por Filipo II, rey macedonio y padre de Alejandro Magno. Es la estructura más fotogénica de lo que quedó de Olimpia, porque fue parcialmente reconstruida en 2005 por el equipo alemán de arqueólogos que ha llevado el peso de las excavaciones desde sus inicios.

Y así, docenas y docenas de templos e instalaciones de los que apenas quedan piedras tiradas por el suelo. El más impresionante de todos es el templo de Zeus, el más grande y soberbio de todo el yacimiento, donde estaba la famosa estatua del padre de todos los dioses esculpida en oro y marfil, considerada una de las Siete Maravillas de la Antigüedad y que Teodosio II se llevó a Constantinopla. La estatua fue esculpida por Fidias, el más famoso escultor de la Grecia clásica, en un taller que los arqueólogos descubrieron muy cerca del templo y en el que aparecieron varias de sus herramientas; el edificio fue reconvertido posteriormente en basílica cristiana. No sé si la destrucción del templo de Zeus en Olimpia fue obra del hombre o de los terremotos, pero todas sus piezas —columnas, capiteles, basamentos, vigas— están completas y desparramadas por el suelo, como un puzzle roto pidiendo a gritos ser restaurado. Falta de financiación, supongo.

Por desgracia, lo más buscado por el turista moderno en la Olimpia antigua es lo que más decepciona: el estadio. Cabría suponer que, en una ciudad creada para la celebración de eventos deportivos y favorecida por gobernantes de todos los siglos con templos fabulosos construidos con los mejores mármoles, el lugar que debía acoger el objeto de todo aquel montaje —es decir, las pruebas deportivas— sería el más espectacular de todos. Pues no. El estadio de Olimpia nunca tuvo gradas de piedra ni un pódium reseñable; era y es una explanada de 192,27 metros de largo por 28,50 de ancho, rodeada por unas laderas en cuya hierba se acomodaban hasta 45.000 espectadores. La única estructura fija era un palco en el flanco sur desde donde los jueces (hellanodikae) evaluaban las pruebas. Aun así, impresiona bajar a la pista, correr de manera simbólica un centenar de metros y sentir, en la desnudez del entorno, el griterío y la excitación de millones de espectadores que a lo largo de 10 siglos se reunieron en este lugar, ungidos por el mismo espíritu con el que hoy se celebran los modernos Juegos Olímpicos: el trabajo en equipo, la solidaridad, la tolerancia y la paz entre naciones por medio del deporte.

El antiguo estadio del sitio arqueológico de Olimpia. Paco Nadal

El 18 de agosto de 2004, exactamente 1.611 años después del último evento, los Juegos Olímpicos volvieron a este estadio. Fue durante los Juegos de Atenas, cuando 15.000 espectadores sentados en estas laderas herbáceas tuvieron el honor de asistir de manera gratuita a una prueba de lanzamiento de peso que se programó aquí como homenaje al recinto que vio nacer los Juegos, en un día —según los asistentes— lleno de simbolismo y emociones.

Aunque a estas alturas ya estés cansado de tanta piedra y del peso de la historia, hay que hacer un último esfuerzo y terminar la visita en el interesantísimo y más que recomendable museo Arqueológico de Olimpia, ubicado en un edificio blanco y de nueva construcción en otra esquina del recinto, junto al segundo aparcamiento.

El famoso ‘Hermes’ de Praxíteles que se exhibe en el museo Arqueológico del yacimiento de Olimpia. Paco Nadal

En él se exhiben todas las piezas que han ido apareciendo en las excavaciones desde finales del siglo XIX. Cientos de vasijas, estatuas, piezas votivas, monedas, escudos, armaduras, cascos, calderos de bronce y otros objetos de oro y plata. Además de verdaderas joyas arqueológicas, como la Niké de Paeonios (estatua alada regalo de los mesenios y los naupactos al templo de Zeus con un décimo del botín conseguido en su guerra contra los espartanos) o el Hermes de Praxíteles, que apareció entre los restos del templo de Hera. Y sobre todo, los dos conjuntos escultóricos que ornamentaban los frisos de las dos fachadas del templo de Zeus, que se han podido reconstruir casi en su totalidad. Una obra soberbia que nos habla de la magnificencia que llegó a tener una ciudad creada para la deportividad y la paz entre los pueblos, destruida —como tantas otras maravillas de la Antigüedad en cualquier lugar del mundo y en todos los tiempos—, por la intransigencia y la intolerancia.

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