Archivo Lafuente: cómo un fabricante de queso conformó el gran legado para entender las vanguardias
Quiso conformar una ruta que explicara las vanguardias del siglo XX y el empresario José María Lafuente acabó formando un archivo de más de 140.000 elementos y obras fundamental para entender la creación contemporánea universal. El Estado tiene previsto adquirirlo para que forme parte del Museo Reina Sofía, con una sede adscrita en Santander
Cuando se suponía que el Guernica no debía colgar de ninguna pared en España, en casa de Agustín Lafuente y María Llano el cuadro lucía en medio del pasillo junto a otras obras de Picasso. Con esas imágenes creció su hijo José María y hoy comprende que aquel halo cubista explica el círculo con que la vida traza su propia geometría. No en vano, el empresario ha terminado invirtiendo gran parte de su tiempo y una buena cantidad de su...
Cuando se suponía que el Guernica no debía colgar de ninguna pared en España, en casa de Agustín Lafuente y María Llano el cuadro lucía en medio del pasillo junto a otras obras de Picasso. Con esas imágenes creció su hijo José María y hoy comprende que aquel halo cubista explica el círculo con que la vida traza su propia geometría. No en vano, el empresario ha terminado invirtiendo gran parte de su tiempo y una buena cantidad de su dinero en un archivo codiciado por todo el mundo. Su labor en ese ámbito se ha centrado en documentar las vanguardias del siglo XX, además de gran parte de la cultura y el arte contemporáneo español, hispanoamericano, europeo, universal… Así ha conformado un tesoro con 140.000 elementos, de los que 19.000 son obras originales. Lo ha ido reuniendo desde los años noventa del pasado siglo, y ahora el Estado planea adquirirlo en los próximos meses para sumarlo al acervo del Museo Reina Sofía en una sede asociada que está previsto construir en Santander.
El lugar elegido sería el antiguo edificio del Banco de España. Frente al Centro Botín, con la bahía alrededor y los Jardines de Pereda a los pies. Para resguardar un fondo fundamental en su campo por el que se han interesado instituciones de todo el mundo. Pero la voluntad de José María Lafuente fue siempre que quedara en su tierra como imán de estudiosos y amantes de la historia del arte moderno. Por convicción y cariño a sus paisanos, tanto si entienden su valor como si no.
Mientras el pasado febrero Lafuente trabajaba con el Estado los detalles de la operación —ninguna de las partes ha querido por el momento precisar su monto—, hacía balance de su legado. Y en ese viaje descubría al niño que observaba el rastro sin explicaciones de las catástrofes que han marcado la historia de España, la lucha por la vida y el doble juego clandestino de sus padres. Quizá por eso su archivo habla lo que en muchos momentos ellos tuvieron que callar.
Nada tenía que ver su familia con el arte. Sí con la política. “Mi padre militó en el POUM”, comenta en el despacho de la principal fábrica de queso que tiene en Heras (Cantabria). El Partido Obrero de Unificación Marxista. La organización trotskista fundada por Andreu Nin, Juan Andrade y Joaquín Maurín que el estalinismo quiso aniquilar a la par que el socialista Juan Negrín en plena Guerra Civil. Un símbolo libertario, crítico y amargo de la división republicana cuyo destino puede explicar en parte por qué acabaron perdiendo.
Agustín Lafuente fue hábil y no cayó. De hecho, se las arregló bastante bien para sobrevivir en la posguerra dando tumbos por la cordillera Cantábrica: de Asturias, donde había nacido en Ciaño en 1913, a la provincia de León, donde aprendió a hacer queso y mantequilla. Después, de Galicia a Cantabria, donde fundó su primera fábrica de productos lácteos en Solórzano. “Antes de la guerra había trabajado en la editorial Zenith en Madrid. Siempre tuvo problemas de bronquios y, fíjate, estuvo ingresado en el Reina Sofía cuando era un hospital”, recuerda José María Lafuente, que continúa así su geometría, trazando con el compás de la memoria y los lazos del destino. El hospital donde su padre se curó los problemas respiratorios será pronto la institución que con una sede asociada en Santander custodie sus documentos. Una elipsis perfecta que culmina casi un siglo después.
No ha sido la estrategia del Reina Sofía montar sucursales, como hacen otros museos. Pero con el Archivo Lafuente hará una excepción. Su valor y su vocación singular lo merecen, según ha insistido en varias ocasiones el director de la institución, Manuel Borja-Villel.
La peripecia de la familia Lafuente fue un paradigma del siglo XX. La guerra sacudió a Agustín y la posguerra supuso para él un entrenamiento continuo en la supervivencia. Volvió a Asturias para trabajar con las vacas. Pero había cosas con las que no tragaba. Ir a misa, por ejemplo. “Cuando notaron que faltaba, lo denunciaron y tuvo que largarse”. Esta vez a La Pola de Gordón, en la provincia de León, donde el tío Vicente enseñó al padre a hacer queso y mantequilla, que vendía en latas en viajes a Madrid. “En Lugo vengo al mundo yo en 1957 y un año después nos trasladamos a Cantabria”, cuenta José María.
Allí se asentaron definitivamente. El queso y la mantequilla les sirvieron para mantenerse. Agustín se había convertido en empresario. Dejó de militar en el POUM hacia 1942, pero no renunció a su compromiso con los compañeros de partido. “Viajábamos a Biarritz, Hendaya y San Juan de Luz para que se viera al otro lado de la frontera con antiguos compañeros mientras mi madre y yo comíamos por ahí. No me decía quiénes eran ni qué pensaban hacer, pero saltaba a la vista que aquello tenía su trascendencia”, recuerda José María. Había días en que se notaba más la tensión. “Uno en concreto, cuando tuvimos que quemar documentos comprometedores en la fábrica porque le avisaron de un probable registro que finalmente no se produjo”.
¿Descolgarían el Guernica del pasillo de su casa aquella vez? Quizá… Aunque luego la lámina de Picasso volvió a su sitio, como los libros de Zenith, muchos de ellos en el índice de prohibidos por la censura, pero soberanos en la biblioteca de su padre. Algunos de los que tenía en la fábrica ardieron, otros se salvaron. Su hijo los conserva como un tesoro trashumante que ha driblado el eco de los peores tiempos. Ni por asomo dejó tampoco Agustín de acoger en su domicilio a dirigentes clandestinos, tanto del partido en que militó como de la CNT. “Por casa pasaba habitualmente Aquilino Moral, anarquista. Fue muy amigo suyo, pero también de otros como el pintor y poeta surrealista Eugenio Granell”.
José María no se iba a dedicar al negocio. Pero al tiempo que el ambiente lo perfumaba todo de nata fermentada para el sustento de la familia, la sensibilidad y una rebeldía genética lo empujaban a la protesta. Estudió Ingeniería de Caminos y perito industrial. Pero se fue metiendo en revueltas y no terminó. Aun así, don Agustín sospechaba que su hijo tenía madera de empresario y, sin saber cómo ni por qué, le fue envolviendo con la intención de que continuara lo que él había empezado.
Le contagió el gusto por la fábrica con la oposición de su madre, empeñada en que estudiara. Y se quedó. No se equivocaba su padre. De 40.000 kilos anuales de queso que producían cuando su hijo entró a trabajar a principios de los años ochenta en la única fábrica que tenían en Heras, hoy sacan al mercado 52 millones de kilos cada ejercicio en sus cinco centros de producción de España e Italia. Tienen 900 empleados y facturan 230 millones de euros al año. Se especializó en productos de barra para fundir y en mozzarella. Pero su gran salto vino cuando Mercadona le ofreció en 2010 convertirse en interproveedor para fabricar sus quesos.
Mientras, decidió coleccionar arte. “Lo primero que adquirí fue una serigrafía de Eduardo Arroyo”. De nuevo el círculo… La última gran adquisición del archivo ha sido el fondo documental y la obra gráfica del pintor, fallecido en octubre de 2018. En sus manos quedaron las cartas, sus colecciones de fotografía y revistas, su biblioteca dedicada al boxeo o dibujos, entre los que destacan, por ejemplo, los de los libros que ilustró a lo largo de su vida, como el que este mismo año se ha publicado de manera póstuma: el Ulises de James Joyce.
“Arroyo entendía la importancia de este archivo”, comenta Lafuente. De hecho, el artista le dijo al empresario que lo que se había empeñado en acometer era el proyecto cultural más importante que él había visto desde su regreso a España en los años ochenta.
Antes de comenzar a conformar el archivo, Lafuente juntó una colección de arte con pintores de Cantabria y escultura española. Pero en el año 2001, Gustavo Peña, librero de Madrid, le presentó a Miguel Logroño. “Era un periodista que había trabajado en el diario Madrid y después fundó el Salón de los 16, vinculado al Grupo 16 de medios de comunicación”. Logroño le muestra su colección documental y Lafuente comienza a darse cuenta de la importancia que ese ámbito tiene. “Él me muestra folletos, carteles, invitaciones a exposiciones. Y algo muy importante: me enseña a ver cómo se hace un libro, la importancia de la edición, la calidad de la impresión, las portadas, la tipografía. Todo eso para mí es un shock”. Entiende así el empresario cuáles son los pequeños eslabones que desembocan en grandes acontecimientos. “Comprar determinada obra es posible con dinero, pero el arte y la documentación efímera que explica cómo un creador ha llegado a concebir aquella obra es también capital para construir después la historiografía”. Pues a eso es a lo que se ha dedicado José María Lafuente. A unir los pasos que explican las manifestaciones artísticas fundamentales en el siglo XX. Desde las vanguardias europeas y las americanas en el norte y el sur hasta la historia del arte más reciente en España.
“Aquí creemos que lo importante no es solo la obra como tal, sino el contexto en que se produce”. Lo comenta mientras saca de un cajón la invitación a la primera exposición dadá. Con ello, Lafuente transita un camino único en solitario a la par que los grandes museos empiezan a montar sus exposiciones y colecciones con esa misma intención: menos cantidad de obra expuesta y mucho documento que ayude a entender por qué ese trabajo se hace posible. Basándose en esa directriz, surgida de la observación, el aprendizaje y su intuición, Lafuente empieza a recopilar. Comienza con la colección de Pablo Beltrán de Heredia, artífice de la Escuela de Altamira: “Un grupo fundamental para entender lo que fue la cultura en Santander durante la posguerra”. Destacaron como impulsores de revistas literarias, movimientos artísticos y poéticos en el mismo entorno en que empezaban a publicarse revistas como Proel o La Isla de los Ratones: dinamizadoras del talento literario joven y veterano que se desenvolvía como les venían dadas en tiempos de Franco.
De los fondos españoles, Lafuente pronto dio el salto a Europa. Empieza adquiriendo la revista más codiciada del movimiento dadá: Cabaret Voltaire. “Es un salto de calidad documental, pero también económico”, recuerda. Hoy, cuando se dispone a deshacerse de su legado y dejarlo en manos públicas, se pregunta cuál fue su ambición en los comienzos. Qué le movió: “¿Lo quise así desde el principio? No estoy seguro”. No parece del todo consciente. Lo que sabe es que cada paso que daba le llevaba a convencerse de que sus sospechas iniciales corroboraban el hecho de que estaba componiendo algo único. Hoy lo sabe porque muchos han querido hacer lo mismo y les ha costado. “Cuando algunos museos o coleccionistas especializados han ido en busca de ciertos tesoros, ya formaban parte de nuestro archivo”, asegura.
Al comprar la colección de Cabaret Voltaire decidió que dedicaría más dinero al fondo. A la revista le siguieron otras publicaciones vanguardistas, continúa con su atención en torno al futurismo, se abre a las corrientes de Centroeuropa, Rusia y Europa del Este. “Voy conformando el fondo sin prejuicios de ningún tipo”, comenta. Otra de las claves que le abren a un apetito ilimitado. Y con esa falta de prejuicios se refiere a límites intelectuales, pero también económicos: “Al adquirir algo nunca he pensado si era negocio o no”. Lo profesionalizó y ahora cuenta con 10 empleados con dedicación completa. “Bastante si tenemos en cuenta que en el Museo de Arte Moderno de Nueva York [MoMA] tienen a cuatro personas”.
La tentación para la compra de Cabaret Voltaire le vino de una librería italiana que descubrió en Brescia: L’Arengario. Lo fidelizaron como cliente. Y en cuanto entra algo de su interés, le llaman. Así ha ido tejiendo una red por todo el mundo con chivatazos y proveedores del material que le interesa. “No son muchas…”, asegura. Y acto seguido las enumera: “Aparte de L’Arengario, trabajo con Sims Reed en Londres, Günter Linke en Berlín, Ars Libri [Boston] y Vloemans [La Haya]”. Además, está atento a las subastas internacionales, cuenta con oteadores en América Latina y desde hace tiempo los galeristas, artistas y otros libreros le ofrecen directamente material.
Con toda esa red ha conformado los 140.000 ítems que componen hoy este archivo. Documentos, obra y legados fundamentales del futurismo, el surrealismo, dadá, la Bauhaus, las vanguardias rusas, las centroeuropeas, la checa, polaca, latinoamericana… Los archivos de Sol LeWitt, Joseph Beuys. Ulises Carrión, Maruja Mallo, la memoria de la Movida madrileña y la cultura de la Transición en España… “Es un archivo privado con vocación pública”, afirma Lafuente. “Y ha llegado ya la hora del traspaso a manos del Estado. Este es el momento”.