Liudmila Ulítskaya: “Rusia es una potencia nuclear demente”
Representa a la literatura frente al poder. En cuanto Putin agredió a Ucrania, esta escritora, una de las más consagradas de Rusia, dejó Moscú y se instaló en Berlín. La autora de ‘Pobres parientes’ y ‘Soniechka’, ganadora del Booker Rusia y del Premio Formentor, nunca se ha mordido la lengua.
El piso en el que ahora vive la escritora rusa Liudmila Ulítskaya (Dablekánovo, 79 años) huele al humo de sus cigarrillos y a lo que huelen las cosas provisionales. Es un apartamento moderno de dos dormitorios, con las paredes lisas y pintadas en gris topo y beis. Colores de hotel impersonales. Aun sin haber estado en la casa de Liudmila Ulítskaya, queda claro que este piso berlinés no tiene nada que ver con su habitante a pesar de ser de su propiedad. De hecho, ella misma lleva solo tres meses vi...
El piso en el que ahora vive la escritora rusa Liudmila Ulítskaya (Dablekánovo, 79 años) huele al humo de sus cigarrillos y a lo que huelen las cosas provisionales. Es un apartamento moderno de dos dormitorios, con las paredes lisas y pintadas en gris topo y beis. Colores de hotel impersonales. Aun sin haber estado en la casa de Liudmila Ulítskaya, queda claro que este piso berlinés no tiene nada que ver con su habitante a pesar de ser de su propiedad. De hecho, ella misma lleva solo tres meses viviendo en él. Antes estaba alquilado. “Esta no es mi casa, estas no son mis cosas, todo es ajeno”, dice ante la pregunta de si se pueden fotografiar los rincones del apartamento.
Nada más entrar en la habitación que reúne en un mismo espacio el salón, el comedor y la cocina, una estantería con apenas una veintena de libros recibe al visitante. Entre los títulos destacan best sellers en inglés y alemán. No es la típica librería que esperas encontrar en la casa de la escritora rusa viva más consagrada, ganadora del Premio Booker de Rusia en 2001 (la primera mujer en obtenerlo) y dos veces galardonada con el Premio Nacional Gran Libro, entre otros muchos internacionales. El último galardón con el que ha sido distinguida es el Premio Formentor de 2022, que recibirá en Gran Canaria en septiembre. Sus 10 novelas han sido traducidas a más de 30 idiomas. Pero Ulítskaya, que vive de la escritura, dice que ya no le importa la escritura. “He disfrutado toda mi vida de lo que hacía, ahora ya no disfruto haciéndolo, así que he dejado de escribir”, asegura sentada tras la mesa de comedor que ha convertido en su escritorio. Sobre la superficie tiene varias libretas, bolígrafos baratos y el portátil que no apaga en ningún momento durante la conversación. No ofrece café ni un vaso de agua. A lo largo de la conversación solo se levanta un par de veces: una a por un mechero y otra a por un cenicero. Responde a las preguntas con frases concretas y más de una vez dice “habla más alto” en tono autoritario. Está empezando a quedarse sorda. Al igual que en sus libros, no le gusta dar vueltas. Sus palabras son claras. Sus ojos del color de los pinos brillan con la dureza de quien ha sabido hacerse un lugar en el mundo siendo fiel a su moral. “Desde mi nacimiento, experimento una aversión radical hacia la política. No solo no me interesa, sino que me repele. Llevo toda mi vida huyendo de ella igual que huyo de mis relaciones con el poder”, confiesa. Ulítskaya vive como si supiera que realmente no quedan muchos más minutos que gastar en lo superfluo.
Empezó a escribir tarde y sin apenas formación literaria, lo que durante años, y a pesar de todo el reconocimiento recibido, le hizo sentirse una “escritora novel”. Su primera novela, Soniechka, fue publicada en 1992, cuando ya tenía 49 años. Antes de escribir, vivió. Nació en 1943 en los Urales, hija de padres desplazados por la Segunda Guerra Mundial, nieta de dos abuelos que cumplieron condena en Gulags por ser demasiado judíos y demasiado intelectuales para la Unión Soviética. Siendo muy pequeña, sus padres volvieron a Moscú, donde creció y vivió hasta marzo de 2022. Unas semanas después de que Rusia invadiera Ucrania, se mudó a Berlín. Ulítskaya no quiere que nadie se dirija a ella usando su patronímico, Evgenievna, a la manera rusa. Pide que la llamen Liudmila. Sus amigos la llaman Lus’ka. Asegura que su primer recuerdo es el de su madre llevándola en brazos mientras abandonan la casa en la que nació para volver a Moscú. El segundo es su bisabuelo leyendo la Torá. “Moscú es una ciudad muy agresiva y trata muy mal a los que llegan. Berlín es amable e indiferente”, dice. Indiferente en sus labios suena a una cualidad positiva. A libertad o a independencia. Dos condiciones que han marcado su vida en varios momentos y que luego han definido su identidad y su escritura.
Antes de ser escritora, Ulítskaya fue científica. Se graduó en la Facultad de Biología de la Universidad Estatal de Moscú y trabajó durante dos años en el Instituto de Genética General de la Academia de Ciencias de la URSS. En las páginas de internet sobre su vida aseguran que en 1970 Ulítskaya dimitió de su trabajo, pero la realidad es que fue despedida. Ese fue uno de los primeros momentos en los que hizo pleno uso de su libertad. Después de que los tanques rusos invadieran Checoslovaquia, la ya fallecida poeta e íntima amiga de Ulítskaya, Natalya Gorbanevskaya organizaba mítines en las plazas contra la invasión mientras en las academias científicas, los altos cargos dirigentes preparaban lo que la escritora bautiza a la manera de Orwell como “dos minutos de odio” contra los instigadores de las protestas. Como trabajadora de laboratorio, Ulítskaya estaba obligada por el Partido Comunista a acudir a esas reuniones. “En una de ellas me senté al lado de la puerta, pero cuando había que votar, resultó que la puerta estaba cerrada. Así que crucé toda la sala bajo un silencio sepulcral y salí”. Así fue como perdió su trabajo, su tesis, su laboratorio y su profesión, la que de verdad ha sido la pasión de su vida. “Tuve que cambiar de profesión, pero si tuviera que elegir de nuevo, optaría por la genética, porque no hay nada más interesante que el intento de descubrir ese secreto de la naturaleza”, sostiene. No volvió a trabajar jamás para el Estado.
El segundo acto de rebelión lo protagonizó unos años después y lo considera una de las cosas más valientes que ha hecho nunca: se divorció de su segundo marido. Llevaba una década casada también con un genetista y había tenido con él a sus dos únicos hijos, Alexei y Pyotr. En el momento del divorcio, los niños eran pequeños y ella no tenía trabajo. Así fue como asumió el rol de vida femenino del que tantas veces volvería a escribir después en sus libros: el de madre que saca a sus hijos adelante sola, tan común en la Unión Soviética después de la masacre demográfica masculina de la Segunda Guerra Mundial.
Fueron precisamente sus hijos los que la convencieron para que se marchase de Moscú después de que Rusia invadiera Ucrania. “Hablando claro, yo ni siquiera tomé la decisión de irme de Rusia. En marzo llegó mi hijo mayor y nos dijo que recogiéramos todo rápido y prácticamente nos evacuó de la casa”, recuerda Ulítskaya. Cuando se fue de allí, lo hizo con una maleta de siete kilos. Una maleta tamaño cabina que almacenaba sus casi ocho décadas de vida. “Con la edad vas perdiendo el apego a las cosas”, confiesa. “Me llevé dos pares de pantalones, dos jerséis, una chaqueta…”, enumera a la manera en la que lo hizo el escritor ruso disidente Serguéi Dovlátov en su libro La maleta. Lo único que Ulítskaya conserva de su casa son unas fotografías amarillentas sujetas a varios folios blancos con alfileres. Y ni siquiera se las ha traído ella, sino que se las mandó una amiga desde Moscú.
Ulítskaya ya era una escritora incluso antes de escribir una sola palabra. Era disidente aun publicando en Rusia. Exiliada antes de hacer la maleta. Tras su despido y su divorcio, se casó con el artista Andrei Krasulin (87 años), su tercer marido y el hombre del que se enamoró hace 45 años. También el que la vio convertirse en escritora, el que estuvo con ella cuando superó un cáncer de mama y el que la ha acompañado al exilio. A finales de los años setenta le ofrecieron un puesto como directora del Teatro Musical de Cámara Judío, donde empezó a escribir obras de teatro infantiles y ensayos. Durante los tres años que estuvo trabajando allí, descubrió que la literatura podía llegar a ser su nueva profesión y en 1982 realizó un curso de escritura para animación. Después mandó varios relatos a distintas revistas. Todos fueron rechazados. Su primera narración fue publicada en 1990 en la revista Ogonyok (“pequeña llama” en ruso). Y entonces recibió la llamada del escritor ruso Serguéi Kaledin. Fueron él y su esposa quienes se ocuparon de editar su primer libro de relatos, Pobres parientes. Dos años más tarde llegaría su primera novela, Soniechka, que recibió el premio francés Médicis Étranger. La genetista se convirtió entonces en una escritora conocida en todo el mundo.
“Si me prohíben publicar, pues no me publicarán, no tiene una gran importancia hoy”, sostiene cuando se le pregunta qué pasará con sus libros ahora que se ha ido de Rusia. En 2014, cuando comenzó la guerra en el este de Ucrania, Ulítskaya ya se mostró crítica con el poder y con Vladímir Putin. Durante su viaje a Salzburgo para recoger el Premio Estatal de Literatura Europea de Austria, escribió un ensayo para la revista Der Spiegel titulado ‘Mi país está enfermo’. En el ensayo decía: “Mi país cada día acerca al mundo a una nueva guerra… Adiós, Europa, me temo que nunca seremos parte de la familia europea de pueblos. Nuestra gran cultura, nuestros Tolstói y Chéjov, Chaikovski y Shostakóvich, nuestros artistas, actores, filósofos y científicos hoy, tan incapaces de impedir las políticas de los locos en el poder”.
Hoy Ulítskaya no duda de que la guerra en Ucrania es una guerra europea. “Ya estamos dentro de esa guerra total. Para mí la guerra total de Europa empezó el 24 de febrero, cuando oí en la radio que habían mandado tropas a Ucrania entendí que había empezado la guerra”. Sobre los motivos de Putin para comenzar la agresión, la escritora opina que no es más que un intento de propia supervivencia. “Para que el poder de hoy se mantenga donde está, necesita tener un arma poderosa como es la guerra. Decir frases como que hemos sido atacados o debemos defendernos, porque el relato oficial es que Rusia se está defendiendo… ¿De quién? esa es la pregunta”.
Ulítskaya, que sostiene que la cultura debe estar por encima de la política porque “la política solo es un fragmento de la cultura”, nunca ha dudado en dar su visión sobre la política rusa. Aunque esa guerra total de la que habla ahora mismo la ha expulsado de su hogar moscovita, la ha situado en un piso berlinés y le hace tener la sensación de vivir en un estado de irrealidad. “Todo esto es como un mal sueño. Realmente es un mal sueño. No tengo en absoluto la capacidad de imaginar lo que tiene nuestro líder en su cabeza. Pero que Vladímir Putin tiene la sensación de tener el mundo en sus manos es incuestionable. Y en cierto sentido es así. Es una potencia nuclear. Una potencia nuclear demente”.
Antes de despedirnos, confiesa que la verdad es que sigue escribiendo a pesar de que al principio de la conversación declaró que ya no lo disfrutaba. “Hace unos días terminé un relato. Ocurre aquí, en Berlín, en una parada de autobús”, cuenta y, por primera vez, su tono se suaviza y ella sonríe. No sabe si lo publicará. “Toda mi vida he escrito solo para mí”, declara. En estos días en los que ha empezado la vida de cero, Liudmila Ulítskaya se ha agarrado a los relatos de los disidentes rusos que emigraron a Alemania en 1922, hace justo 100 años. “Y a Nabokov, siempre Nabokov. Soy una hedonista. Disfruto tanto de las palabras que realmente me dan igual la trama o las consideraciones filosóficas del escritor. Lo que me interesa es el trabajo que hace con las palabras. En Nabokov es asombroso”.
Ulítskaya nos acompaña hasta la salida de su urbanización, construida sobre el lugar donde antes estaba el muro de Berlín. Al cruzar el parque infantil situado entre los bloques, alza la vista y señala un balcón del tercer piso:
—Parece que mi vecina de arriba tiene una selva ahí.
El balcón, lleno de plantas, contrasta con el de Ulítskaya, en el que solo hay un tendedero raquítico.
—¿No va a comprar plantas?
—No. Ni lo he pensado. Tampoco las tenía en Moscú. Son muy dependientes: te obligan a estar siempre preocupada por ellas y, cuando te vas, te obligan a pedirle a alguien que se ocupe. A mí no me gusta pedir.
La libertad e independencia radical como forma de vida.