El hombre que quiere salvar las bandas sonoras
La composición para cine ha regalado monumentos a la historia de la música. El género se pierde, pero Fernando Velázquez lo rescata y lo cultiva
Viene un tópico: la música de cine buena es la que no se oye, porque su función es reforzar un sentimiento, el que transmitan la cámara y los actores, y no impresionar a un oyente. Viene algo menos tópico: estas composiciones de incógnito suponen, aun así, buena parte de la música orquestal más atrevida y admirable que haya salido de Occidente en los últimos ciento y pico años. Viene algo novedoso: que la música de cine contenga orquestas y melodías, que herede técnicas de Bach, Beethoven o Wagner, es, con cada estreno de Netflix o de Marvel, algo más y más del pasado. Queda un número menguant...
Viene un tópico: la música de cine buena es la que no se oye, porque su función es reforzar un sentimiento, el que transmitan la cámara y los actores, y no impresionar a un oyente. Viene algo menos tópico: estas composiciones de incógnito suponen, aun así, buena parte de la música orquestal más atrevida y admirable que haya salido de Occidente en los últimos ciento y pico años. Viene algo novedoso: que la música de cine contenga orquestas y melodías, que herede técnicas de Bach, Beethoven o Wagner, es, con cada estreno de Netflix o de Marvel, algo más y más del pasado. Queda un número menguante de compositores forjados en el clásico mundo sinfónico de John Williams y Bernard Herrmann. En España tenemos uno: Fernando Velázquez (Getxo, 45 años), firmante de partituras como Un monstruo viene a verme (2016), El secreto de Marrowbone (2017), Lo imposible (2012), Patria (2020) e incluso Ocho apellidos vascos (2014), encarna a ese escritor de música versátil, culto, de oficio, que adapta la tradición de siglos a cada proyecto cinematográfico.
Un día, por el centro de Madrid, cargado con sus partituras, opina sobre el giro que la música de cine está dando de lo sinfónico a lo ambiental, de los tresillos de Star Wars (1977) a los ronroneos de Dune (2020): “Hay directores y directoras que casi tienen miedo a la música: ‘Hostia’, te dicen. ‘Me vas a redirigir la película’. Por eso hay que ser tan delicado y por eso es tan emocionante la gente que te da libertad, es como si te dieran su criatura”.
Una de las nuevas criaturas que han pasado por manos de Velázquez es Alma, la serie-superproducción española de Netflix, gran éxito de este verano y una de las últimas ficciones televisivas no solo en nuestro país, sino en todo el mundo, en exhibir una partitura orquestal. “Hay una orquesta para cada fotograma”, defiende el compositor. “No hemos compuesto bloques que se reutilicen de un capítulo a otro: la música evoluciona como la historia y la historia avanza tan rápido que repetirse la hubiese frenado, no hubiera funcionado. Es más, cuando grabamos la música de los capítulos cuatro a nueve, hubo cosas que cambiamos en la música ya grabada de los capítulos uno a tres”. Esa lógica, la de la reacción constante, explica su filosofía compositora: “Trabajo con los actores meses después del rodaje. Me lo dan ya hecho, pero yo tengo que contribuir como si estuviera ahí, respondiendo a lo que están haciendo, reaccionando al timbre de su voz, a sus expresiones, al ritmo de la edición”. Alma fue creada por el cineasta Sergio G. Sánchez, uno de los grandes amantes de las bandas sonoras del cine español.
Velázquez también ama el género de la banda sonora. Desde pequeño. “En el cole, a mediados de los ochenta, le ponía música a las obras de teatro: tomaba un casete de sobremesa, le robaba la guitarra a mi hermano y grababa la música que había escrito. Luego, en la función, reproducía esa cinta. De ahí, el cura de una de las iglesias de mi pueblo me dio la llave del órgano. En el País Vasco, la gente canta en la Iglesia, es algo mágico: estar acompañando a 200, 300, personas te da espacio como para crear otro mundo. Sales del tiempo. Lo que hacemos en la películas, o en las óperas, o un concierto: salir del tiempo y vivir una historia que no es la tuya”.
Otra cosa que ha hecho: ejercer de arqueólogo de bandas sonoras, uno de los muy pocos en el mundo. En los últimos años se ha dedicado a localizar partituras de bandas sonoras desaparecidas para regrabarlas con orquestas españolas. La única versión disponible hoy de La novia vestía de negro (1968), que Bernard Herrmann compuso para François Truffaut, es la que él grabó hace poco con la Sinfónica de Euskadi bajo el sello Quartet Records. “Hemos empezado a ver el cine como algo patrimonial desde hace no mucho”, lamenta. “Cuando se hacía una película, se veía y se olvidaba. Nadie pensaba: ‘Aquí hay una partitura y un material de orquesta’. Se grababa además en cintas muy caras y era más rentable grabar encima de la cinta de la anterior película”. Este octubre regrabará —cosa que el Reino Unido no ha hecho— tres obras perdidas del mítico inglés John Barry, con la Sinfónica de Córdoba: Amor entre ruinas (1975), El trigo está verde (1945) y Plan siniestro (1964). Mucha de la mejor música del siglo XX se ha escrito para el cine, alguien debería darle de una vez ese respeto, y este guechotarra, como un Indiana Jones con batuta en lugar de látigo, es quien está dando el primer paso.