El giro de Joshuar en Honduras: de una pandilla mortífera a la pasión por el fútbol
Nació en uno de los países más violentos de América Latina. Sus padres se desentendieron de él nada más nacer. Pasó por un refugio para menores, estuvo en una mara, tuvo un cañón en la sien. Ha cumplido 15 años y le ha prometido a su abuela que ahora solo le importa el fútbol.
Hay un muchacho en el equipo contrario que llama la atención de todos. Espigado, de risa burlona, su flequillo teñido de rubio completa una imagen aspiracional. Pero según avanza el juego y el chiquillo falla un gol detrás de otro, las miradas cambian de objetivo y tropiezan con el volante derecho del equipo local, Joshuar El Afilado, un zagal aún más flaco que embate por la banda como si no hubiera más vida que esos metros de pasto pegados a la línea de cal.
Ataca Joshuar y el cielo pierde el azul. Las nubes cubren la cancha de fútbol de Villanueva, en el norte de ...
Hay un muchacho en el equipo contrario que llama la atención de todos. Espigado, de risa burlona, su flequillo teñido de rubio completa una imagen aspiracional. Pero según avanza el juego y el chiquillo falla un gol detrás de otro, las miradas cambian de objetivo y tropiezan con el volante derecho del equipo local, Joshuar El Afilado, un zagal aún más flaco que embate por la banda como si no hubiera más vida que esos metros de pasto pegados a la línea de cal.
Ataca Joshuar y el cielo pierde el azul. Las nubes cubren la cancha de fútbol de Villanueva, en el norte de Honduras, y los cerros, con su niebla, parecen de repente hogueras moribundas. Empieza a llover. La temperatura baja de 36 a 25 grados. Hay goce en el rostro del muchacho, 15 años de fibra y nervio, una satisfacción ausente el resto de los días que hablamos con él.
“¡Dejalo, vos!”, grita un compañero, pero Joshuar, con su gorra rojiblanca y una playera de un color distinto a los demás, no hace caso. Presiona al defensa, huele el error, tira una segada y el otro trastabilla y se le queda mirando, como si dijera: “Pero ¡qué necesidad!”. Va a por todas, no sabe jugar de otra forma. “¡Dejalo, perro!”.
Existe cierto parecido entre el asedio de Joshuar y la lluvia del trópico, que cae con furia ahora, inclemente. La cancha deja de ser cancha y se convierte en balsa. Así está el norte de Honduras estos días, finales de septiembre, temporada de huracanes, llena de grandes charcos, la amenaza constante de inundaciones, los ríos que se salen del cauce, desborde permanente. Los muchachos detienen el partido y aguantan en los banquillos, a ver si para. Joshuar se quita la gorra, al fin.
“Mirá”, dice al rato, “allá estaba yo”.
Señala una casa unos metros detrás de la valla del campo de fútbol, una vivienda de dos pisos con terraza. No añade nada, allá estuvo él, frase que acompaña con una especie de sonrisa que busca, perezosamente, algo de complicidad. Así hace. Dice algo y mira al de enfrente. Si el otro no dice nada, ese algo se convierte en todo.
¿Allá estuviste? “Cuando andaba de traca”, dice. “Vendiendo la droga para ellos”. Clásica conversación con un adolescente, bosque inescrutable. Él lo da todo por supuesto, afuera no se entiende. Ellos, la pandilla, la mara. El muchacho se esfuerza. Quizá no está acostumbrado a preguntas: su paso por la pandilla, la relación con sus padres, la droga, la violencia. Tiene 15 años. Hay cientos de millones de adultos en el mundo que no han vivido ni vivirán nada cercano a lo que ha vivido él.
Después de Jamaica, Honduras es el país más violento de América Latina y uno de los más violentos del mundo, con calles donde el conflicto es una constante. Su tasa de asesinatos asciende a 41 por cada 100.000 habitantes. Es decir, que de los casi 10 millones de personas que viven allí, alrededor de 4.000 mueren asesinadas cada año. A balazos, a machetazos, a golpes, asfixiadas. En Estados Unidos, para hacerse una idea, la tasa oscila entre cinco y seis. En España, raro es el año en que pasa de uno. La infancia no escapa a la estadística en Honduras. En el primer semestre de 2022, al menos 74 menores murieron de manera violenta, según datos de la Coordinadora de Instituciones Privadas en Pro de las Niñas, Niños, Adolescentes, Jóvenes y sus Derechos (Coiproden). De acuerdo con la organización Casa Alianza, que lleva 35 años refugiando a menores en situaciones de riesgo, solo en junio fueron 21.
Eso ciñéndonos a los menores de edad, porque buena parte de los protagonistas de las muertes violentas en Honduras y en América Latina en general en la última década son jóvenes de menos de 30 años, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito. En Honduras, según Coiproden, cada mes mueren asesinados entre 40 y 50 menores de 30 años. Casa Alianza cuenta 13.368 asesinatos de niñas, niños y jóvenes de menos de 23 años desde 1998.
En entornos así, organizaciones como las anteriores suplen carencias del Estado. Unas generan estadística, otras refugian niños, otras pelean por construir al menos pequeños espacios de seguridad, a salvo de la violencia. En el norte de Honduras, la zona más complicada del país, Unicef, por ejemplo, se alía con asociaciones locales para crear rutas seguras del colegio a casa, de casa al colegio y de allí a los escasos lugares de recreo de los que disponen las ciudades.
Joshuar vivió en un albergue de Casa Alianza en Tegucigalpa, capital de Honduras, más o menos entre abril y agosto de este año. Era la penúltima parada para un joven que había pasado los últimos dos años de su vida subido a una montaña rusa. Abandonado con su abuela desde que tenía 15 días de vida, su padre fue a buscarlo una docena de años después. Quería que le ayudara en su negocio. “Él es electricista”, dice. Se fue con él, pero no salió bien. “Él estaba bolo”, borracho, “un día le pegó a su mujer y me pegó a mí también, y yo ya me fui”.
Desentendido el padre, su madre fue quien le dejó a los 15 días de nacido con la abuela paterna. No la ve mucho. No le gusta hablar de ella. Su padre se juntó con otra mujer y nunca preguntó por él hasta que decidió que 12 años eran suficientes para empezar a trabajar. Después de la golpiza, de la huida de casa de su padre, se instaló en la cabina de un camión a cambio de limpiar el remolque. Luego empezó a vender droga para la Mara Salvatrucha o MS-13, una de las pandillas más poderosas del triángulo norte de Centroamérica que componen Guatemala, Honduras y El Salvador.
La banda, la droga, la adicción a la marihuana, la pérdida de contacto con la realidad. Estuvo dos años así, hasta que su familia le mandó a Casa Alianza. Según sus palabras, “una casa de locos”. Al llegar, el acuerdo parecía bueno. Iba a la escuela, cerca del albergue, todavía sexto curso. Solo tenía que ir a clase, mantener la disciplina del centro y alejarse de cualquier lío. Pero aquello duró poco. Una tarde, al salir de clase, él y sus compañeros tuvieron un problema. “Unos güirros nos quisieron secuestrar”, dice. Uno de los güirros, los muchachos, sacó un cuchillo. Joshuar y los demás les plantaron cara. Los güirros fueron a buscar refuerzos y los otros huyeron. Algunos se fueron en taxi. Joshuar corrió hasta el río y se echó al agua. “Yo sé que es agua chusca, pero sé nadar. Al llegar al otro lado, como me perseguían, les hice burla y me dijeron que me iban a matar”.
Ante la amenaza, decidió no volver a la escuela.
La muerte violenta en Honduras es contexto, ecosistema. Parte del derrumbe. Porque eso parece a veces el país centroamericano, una larga caída en la que se hace cada vez más habitual el uso de un calificativo demoledor: narcoestado. El último presidente, Juan Orlando Hernández, que gobernó Honduras de 2014 a enero de este año, permanece preso en Estados Unidos, acusado de narcotráfico. Su antecesor, Porfirio Lobo, dirigente entre 2010 y 2014, de momento se ha librado de cualquier acusación, pero la sombra del crimen y el narco le acecha. La justicia de EE UU condenó a uno de sus hijos a 25 años por narcotráfico en 2016. Otro murió asesinado este año en Tegucigalpa.
El narco y la corrupción salpican a políticos y empresarios, siempre con la violencia a mano como una herramienta cualquiera. En un continente acostumbrado al asesinato de activistas y periodistas, pocos casos impactaron tanto como el de Berta Cáceres, defensora del medio ambiente, asesinada en su casa, cerca de la capital, en el año 2016. Se oponía a la construcción de una presa que afectaría a la vida de uno de los pueblos indígenas de Honduras. La justicia sentenció por el asesinato a ejecutivos de la constructora.
Joshuar era un niño de tres años cuando Lobo llegó al poder. Cumplió siete con la victoria de Hernández. Tenía nueve cuando mataron a Cáceres. Se echó al río para salvar su vida cuando media Honduras hablaba de la extradición de Hernández. Las historias de los políticos de su país y de sus familias no le dicen nada.
Aunque apenas le crecen unos pelillos en el bigote, ya ha visto la muerte de cerca varias veces. Sentado en la puerta de casa de su abuela, habla sobre ello a golpes sintácticos, parcos, atemporales. Como si pensara que a nadie le importa y le extrañase, de repente, cualquier interés. De su última casi muerte —casi asesinato, en realidad— dice con simpleza: “Me llevaron a La Cañera”.
Tropecientas preguntas después es posible construir un relato aproximado de lo que le que ocurrió a Joshuar El Afilado.
Fue hace menos de un año. Él vendía droga en “el pozo”, la casa de seguridad de la Mara Salvatrucha que había señalado en el campo de fútbol: “Mirá, allá estaba yo”. Un día, cuenta, fue a la tienda a comprar papel para sus cigarrillos de marihuana y la policía lo agarró. Cree que lo tenían ubicado. No está lleno de tatuajes; de hecho, parece un chaval normal, medio tristón, pero al final, en un barrio como el suyo, a las afueras de Villanueva, una ciudad de 150.000 habitantes, todo el mundo acaba sabiendo todo.
“Me dijeron: ‘Parate ahí’; yo me eché a correr, salté una barda y se quedó enganchado el pantalón. Ahí me agarraron. Me subieron a la camioneta de ellos, eran como siete u ocho. Decían así: ‘Te vamos a matar, hijueputa’, y me daban burrazos”.
Le llevaron a La Cañera, una zona despoblada donde aparecen cadáveres de tanto en tanto. “Es que la gente está acostumbrada a que cuando la policía te lleva, te lleva pa La Cañera”, dice el adolescente. Su abuela, su tía y un primo salen y entran de la casa, dos cuartos conectados por una sala llena de ropa, coronada por una pequeñísima terraza que hace las veces de tienda. En La Cañera le golpearon, le pusieron el cañón de un fusil en la cabeza y él, que empezaba a vomitar sangre, se salvó de morir “por las cámaras”. Dice que allá donde lo agarraron, junto al “pozo” donde vendía droga, había unas cámaras de vigilancia. Quizá algún policía se dio cuenta. Quizá alguno pensó que aquello, por una vez, era demasiado.
Joshuar trabaja mañana. Le ha prometido a su abuela que ya no venderá droga ni se meterá en problemas. Hace pedidos y mandados en un supermercado. Empieza a las 6.30, acaba a las 19.00. Gana 15 dólares al día. El fútbol es su aliciente, además de su abuela. “Si un día se muere mi abuela, ya me voy a quedar por mi lado”, dice sin pesar, aunque resulta igual de triste.