Arte y entretenimiento

Puede haber entretenimiento sin arte, no puede haber arte sin entretenimiento. Arte y aburrimiento son incompatibles | Columna de Javier Cercas

En un artículo redondo publicado por este diario, donde refuta un par de falacias muy arraigadas en nuestro tiempo, Javier Rodríguez Marcos anota: “Ninguna gran obra deja el código en que fue creada igual que lo encontró. Tal vez sea la gran diferencia entre arte y entretenimiento”. Lleva razón: una razón que incita a la reflexión.

Hablo de literatura, que es lo que más cerca me pilla. En nuestra lengua, sólo existen tres escritores que hayan cambiado de raíz el código literario de su tiempo: Garcilaso lo hi...

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En un artículo redondo publicado por este diario, donde refuta un par de falacias muy arraigadas en nuestro tiempo, Javier Rodríguez Marcos anota: “Ninguna gran obra deja el código en que fue creada igual que lo encontró. Tal vez sea la gran diferencia entre arte y entretenimiento”. Lleva razón: una razón que incita a la reflexión.

Hablo de literatura, que es lo que más cerca me pilla. En nuestra lengua, sólo existen tres escritores que hayan cambiado de raíz el código literario de su tiempo: Garcilaso lo hizo a principios del siglo XVI, adaptando al castellano la música italiana de Petrarca; Rubén Darío lo hizo a finales del XIX, adaptando la música francesa de Verlaine; Borges lo hizo a mediados del XX, adaptando la música inglesa de una serie de prosistas, en teoría más bien menores, de la era victoriana. Los tres son revolucionarios netos, que renuevan de raíz la lengua literaria y las convenciones de su época; eso no significa, sin embargo, que sean los únicos grandes artistas de nuestra lengua, ni siquiera, necesariamente, los más grandes.

A principios del siglo XVII, Quevedo y Góngora seguían escribiendo en el mismo código acuñado 100 años atrás por Garcilaso, dóciles todavía a sus reglas y convenciones (aunque tensándolas hasta la hipérbole: ese énfasis suele conocerse como Barroco); pese a ello, todos convenimos en que no son poetas inferiores a Garcilaso, y puede argumentarse sin riesgo que son superiores, aunque no cambiaron el código literario hasta el punto en que aquél lo hizo, ni fueron, por tanto, tan revolucionarios como él. (La literatura no padece la superstición tecnológica de la vanguardia, según la cual lo mejor es siempre lo nuevo: a mediados del siglo XV, en España la vanguardia eran las coplas de arte mayor de Juan de Mena, mientras que las de pie quebrado de Jorge Manrique eran la retaguardia, pero los versos que éste dedicó a la muerte de su padre siguen conmoviéndonos, mientras que el Laberinto de Fortuna es poco más que arqueología). Por supuesto, el Quijote cambió los códigos de la narrativa occidental, pero eso sólo empezó a vislumbrarse siglo y medio después de su publicación, cuando una serie de escritores ingleses (y algún francés) comprendió que ese libro no era sólo entretenimiento, que es lo que había sido hasta entonces. Sorpresa, sorpresa: hay obras que en el momento de su aparición son acogidas como mero entretenimiento, inmunes a cualquier innovación, y que el porvenir convierte en arte verdadero: el teatro de Shakespeare, que ni siquiera fue publicado con seriedad en vida del autor, es otro ejemplo; o el cine de John Ford, hasta mediados del siglo XX considerado un mero proveedor de la industria de Hollywood y no lo que ahora sabemos que fue: uno de los más grandes artistas del siglo pasado. Lo contrario también es cierto: escritores hoy irrelevantes fueron en su momento juzgados esenciales, según ocurría a principios del siglo XX con Anatole France, a quien no por nada Marcel Proust —para nosotros un escritor fundamental, para su época un frívolo incurable— erigió en modelo de Bergotte, el artista por excelencia de En busca del tiempo perdido.

La posteridad es imprevisible: posee la capacidad de transmutar en arte lo que para nosotros es entretenimiento, y en entretenimiento lo que para nosotros es arte. Una sola cosa es segura: la expresión “obra maestra aburrida” constituye un oxímoron; el arte de verdad puede ser difícil, incluso hermético —ni Cervantes ni Shakespeare lo son, desde luego, ni Garcilaso ni Rubén ni Borges, ni siquiera Proust; Góngora sí, a veces—, pero nunca es aburrido; al contrario: es entretenidísimo, absorbente. Por supuesto, además, es muchas otras cosas, entre ellas una forma de conocimiento, es decir, una forma de vivir más; pero, si no es entretenido, no es arte.

Así que es verdad: arte y entretenimiento son cosas distintas; pero no contradictorias: aunque puede haber entretenimiento sin arte, no puede haber arte sin entretenimiento. También es verdad que los artistas auténticos son pocos, muy pocos, pero arte y aburrimiento son incompatibles. El aburrimiento no es arte: sólo es aburrimiento.

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