Desde que dejé de beber
Hace ya mucho que cambié los tres gin-tonics por los dos litros de agua al día. No me arrepiento
Uno quizá haya servido para escritor y sin ninguna duda ha servido para borracho: por suerte, para lo que nunca he servido es para escritor borracho. Una vez, de jovencito, me pareció muy romántica la idea de ponerme una copa de Oporto —”¡vas a ver lo que sale!”— para escribir, y al rato, lejos de encontrar la inspiración, lo que tenía que buscar era la almohada. Incluso en las noches más agónicas de una redacción, jamás eché mano de la petaca en la cajonera: simplemente, no ...
Uno quizá haya servido para escritor y sin ninguna duda ha servido para borracho: por suerte, para lo que nunca he servido es para escritor borracho. Una vez, de jovencito, me pareció muy romántica la idea de ponerme una copa de Oporto —”¡vas a ver lo que sale!”— para escribir, y al rato, lejos de encontrar la inspiración, lo que tenía que buscar era la almohada. Incluso en las noches más agónicas de una redacción, jamás eché mano de la petaca en la cajonera: simplemente, no tenía. A cambio, cerrábamos el periódico y bajábamos al bar con el estrépito de una pradera de ñus rumbo al Ngorongoro. Josep Pla habla de “una sed biológica”. Era del oficio.
Hace ya mucho que cambié los tres gin-tonics por los dos litros de agua al día: no me arrepiento de, año a año, irme pareciendo más a un herbívoro, y solo puedo celebrar que mis transaminasas hayan cambiado su repertorio del trash metal al baile lento. Pero tampoco sería honesto arrepentirse de todas aquellas barras a las que nos hemos arrojado como a los brazos de una madre. He tenido suerte: hay quien coge un botellín y ya parece un poeta maldito; otros nos atornillamos en el bar y parece —”¡tomarse otra, chavales!”— que estamos casando a una hija. Será que nunca he bebido solo, nunca he bebido triste, nunca he bebido para otra cosa que no fuera bendecir y celebrar.
Alguna vez nos han dado la luz cuando ya olía a lejía, pero —al echar la vista atrás— pienso en bares que he conocido y que honraban lo humano como la perfección de un arco de medio punto o un terceto de Dante. En Balmoral no había música pero había aire acondicionado: nada más entrar, podías pisarle los mocasines a Luis Alberto de Cuenca. En Embassy, dos o tres cócteles de champán nos ponían en órbita con la sonda Voyager, mientras oíamos a algún marqués borracho blasfemar en la barra. En el hotel Velázquez siempre parecía que alguien estaba tramando una revolución conservadora. En Mazarino son de recordar aquellas tardes-noches de flirteo que irremediablemente —¡Señoría!, ¿acaso es pecado amar?— terminaban en cerdeo. Joven e inexperto, una vez arrojé en el Cock al modo de esos animales que marcan su terreno, pero “entenderlo todo es perdonarlo todo”, como leemos en Retorno a Brideshead. En la política se bebía mucho: es el único lugar donde he visto pedir dos gin-tonics a la vez. Las noches electorales en La Peseta eran Sodoma y Gomorra en edición revisada y ampliada.
Durante años podíamos probar —casi me dedico a ello profesionalmente— cientos de vinos, y nos preocupaban cosas como la lluvia tardía en el Douro o los calores de julio en Chablis. Lo he probado todo —lo bueno— y lo he amado todo. Ese jerez que es la chispilla del vivir. Las malas intenciones de un bloody mary bien picante. Altas sinfonías de la Borgoña, pero también esos vinos hechos para comer salchichón y morrearse junto al río. El whisky que bendice la amistad; los gin-tonics —en copa rotunda de balón— que nos dan pinta de concejal prevaricando. En algún blanco viejo, al girar la copa, hemos creído encontrar el eco lejano de la armonía de los mundos. Y hay una sabiduría en el gesto de sentarse a acunar ese armagnac que, como decía el cardenal Du Four, tiene la virtud de “traer el pasado al pensamiento”. En los clubes de Londres, también indicaba el momento de irse a casa: solo había que esperar que el sueño venciese la copa sobre la alfombra. Dábamos entonces un respingo y a dormir.
¿Qué hago ahora, desde que dejé de beber? Me he puesto a fumar puros como quien va al gimnasio: para imponerme una disciplina. Así hay una obligación de salir, dejar librotes y pantallas, orearme, pasear. A veces fumo puros pequeños, pero otras veces caen algunos dignos de Lorenzo Sanz en noche de Champions. Todo el mundo es muy hostil contra los puros, sobre todo si te lo quieres encender en el aeropuerto o entrar con él en la farmacia. Es broma, claro. Lo importante no es el puro, sino la dimensión de intimidad que el paseo da a la vida: ya no hay que ir a ver a nadie, ya nadie nos espera para descorchar nada; si te preguntas por quién mezclan los gin-tonics, no es por ti. Y ahí estamos: “Vagar sin rumbo fijo por la calle, / pasear sin afán, fumando un puro, / sin querer importarle mucho a nadie / y sin que nada a ti te importe mucho”. Han pasado años y años y todos los sueños y las pasiones, los afanes y las ansiedades de una vida cierran el círculo y nos devuelven al que éramos: el chico que jugaba a fumar y veía pasar la vida sin esperar nada a cambio. Como quien silba o se encoge de hombros o da patadas a una piedra por la calle. De joven, me lo advirtió un amigo: “Ignacio, no todo es apoteosis”. Está bien que sea así.