Martín García, pianista: “Los seres humanos hacemos cosas estúpidas con la música”
Tras quedar en tercera posición en 2021 del Concurso Chopin, en Varsovia, este pianista de 26 años de Gijón da hasta 80 conciertos al año por todo el mundo. Ya es el favorito del público en países como Japón
La vida de Martín García García (Gijón, 26 años) cambió en octubre de 2021. Ocurrió cuando se presentó al Concurso Chopin de Piano, el más prestigioso del mundo. No ganó, quedó tercero, pero en las apuestas se convirtió en uno de los grandes favoritos de las casi 300.000 personas que contemplaron por internet la fase final. Nunca aquella competición había sido tan seguida por el público en el ámbito global. Sus compañeros de la Escuela Reina Sofía de Madrid se reunieron ante las pantallas para anima...
La vida de Martín García García (Gijón, 26 años) cambió en octubre de 2021. Ocurrió cuando se presentó al Concurso Chopin de Piano, el más prestigioso del mundo. No ganó, quedó tercero, pero en las apuestas se convirtió en uno de los grandes favoritos de las casi 300.000 personas que contemplaron por internet la fase final. Nunca aquella competición había sido tan seguida por el público en el ámbito global. Sus compañeros de la Escuela Reina Sofía de Madrid se reunieron ante las pantallas para animarlo y el efecto resultó inmediato: de dar dos conciertos al año pasó a ofrecer 80 actuaciones por todo el mundo. Desde entonces, se ha convertido en un concertista deseado en lugares como Japón, donde acaba de terminar una gira en la que ha tocado ante 22.000 personas y el público lo ha demandado en varias salas más. Vive una situación para la que se ha ido preparando desde que, a los seis años, sus maestros de la Escuela Chaikovski en Gijón dijeron a sus padres que tenían delante de ellos un talento con muchas posibilidades. Si antes no se torcía. Hoy, enderezado, Martín vive en Varsovia y afronta una carrera brillante que le está colocando en los mejores lugares del circuito mundial.
Para empezar a contar su vida debemos hablar de Gijón y Asturias.
De la cuenca, mi padre era minero, en La Camocha. No le recuerdo en esa época, pero sí las historias que me ha contado. Anduvo ahí más de una década, luego empezó a estudiar por sí mismo. Se hizo asesor fiscal.
¿Tenía su familia alguna relación con la música?
No, nada. De hecho, no sé cómo se dieron cuenta de que yo tenía talento para ello. Mi hermano tocaba el piano desde la escuela primaria. A través de un amigo de un amigo empezó a dar clases con unos rusos recién llegados a Asturias de los Virtuosos de Moscú. Abrieron una escuela en Gijón. Había un piano electrónico en casa y empecé a tocarlo con cinco años. Mis profesores fueron aquellos que llegaron junto a esos músicos.
Esos profesores instauraron de alguna manera las técnicas de la escuela rusa. ¿Puede usted considerarse el resultado de esa tendencia?
Totalmente, desde que toqué mi primera tecla con mi profesora, Natalia Mazoun.
¿Qué es esa escuela rusa?
No lo sabe nadie. Si se lo preguntas a un profesor que provenga de ella te citará a artistas que han surgido de ahí, pero no qué es. Para mí es una metodología estricta, con una disciplina que adquiere algo de sentido precisamente por su valor. Eso es lo que más me ha marcado.
Pero esa disciplina ¿representa la base para encontrar a través de ella una personalidad propia?
Sí, claro, pero se basa en el boca-oído que se está perdiendo. Un buen libro que la define es El arte del piano, de Heinrich Neuhaus, donde habla de esa experiencia de la escuela rusa desde la perspectiva de la disciplina, el análisis y un constante control. Resulta un poco abrumador. Esa personalidad propia necesita de todo eso para después empezar a brotar a los 15 o 16 años, donde ya se va conformando tu propia idea de lo que debe ser el piano.
Si aquellos músicos rusos no hubiesen recalado en estas ciudades en los años noventa, tras la caída de la Unión Soviética, ¿se hubiese alumbrado esta brillante generación de pianistas en España?
Aquí ha sido así cien por cien. Hemos salido, por ejemplo, mi colega Juan Pérez Floristán o Guillermo Berrocal, que tiene 17 años, lo conocí en Lugano y va bien encaminado.
¿Cuándo supo que la música sería su vida?
Yo lo viví desde pequeño y nunca pensé apenas en salir de eso. Muchas veces me planteé: “¿Qué hago yo metido en esto?”. Y lo seguiré pensando en el futuro, sin duda, pero se me pasaba y se me pasa rápido.
¿No ha tenido crisis profundas en ese sentido? ¿Querer dejarlo y dar una patada al piano?
¡Nooo! Pero, según vas creciendo, es cierto que no todo parece tan claro como cuando eres niño, quizás evolucionas con un ideal de algo que no existe.
¿Qué ideal?
Yo me formé con esa idea de la música no comercial, del arte por el arte.
¿Religiosa…?
Religiosa, trascendente, pero te vas dando cuenta de que no es así. Hablas con tus amigos y recapacitas.
¿Le veían raro?
Sí, eso siempre, toda la vida.
¿Hasta el punto de sentirse desplazado?
Un poco, en el colegueo. Los temas de conversación que tenían no eran los que a mí día a día me concernían. Videojuegos, por ejemplo. Que luego me he aficionado a ellos. O el fútbol. Vaya, lo típico. Yo desconectaba.
¿En qué se ponía a pensar?
No sé, leía libros que no… Un día estaba hablando con Misha, el hijo de mi primera profesora, tocaba piezas de Chaikovski, Prokofiev… Yo tenía 10 o 12 años. Aunque uno sea pequeño, hay que entender que para penetrar en esa música debes comprender en qué consiste el horror, el terror. Y un niño es difícil que lo haya experimentado. Por eso me dijo: “Lee Crimen y castigo”.
¿Con 10 o 12 años?
¿Qué le iba a decir? Me fui a comprarlo y lo leí dos veces.
¿Qué se le quedó de aquella primera lectura?
Me quedó Raskólnikov matando a la vieja.
No me extraña…
Hasta el día de hoy. En fin, yo iba al colegio con mi libro de Dostoievski y no jugaba en el recreo.
Así hasta hoy, porque lo he visto ahí, en su biblioteca.
Sí, me ha acompañado toda la vida. Pero también hacía otras cosas: me gustaban los Pokémon o Mortadelo y Filemón; me hacían mucha gracia, esos adjetivos que se sacaba de la manga Ibáñez, su creador.
¿Qué música escuchaba?
Jazz, desde muy pequeño. Siempre me relajó.
¿Y los grandes clásicos?
En la escuela, de una forma muy natural, desmenuzándolos. Poco a poco fui entrando en el repertorio.
¿A tocar en público también aprendió de una forma, como dice usted, natural?
Eso también es un rasgo de la escuela rusa. Tocar en público, la actividad concertística, se considera la otra cara de la moneda de esa manera de entender el piano que enseña. Tirarse a la piscina, palante…, aunque no te sientas cómodo. La primera vez que toqué ante un auditorio debía tener seis años, en la colegiata de San Juan Bautista, creo que fue. Pero apenas recuerdo nada. Yo veo esos primeros conciertos en vídeos y mis ojos están en blanco, lo afronto como algo mecánico. Lo tenía que hacer: salir y tocar. Ya está.
¿Así de fácil…?
Sí, pero un niño no puede entender la magnitud de aquello. No tienes manera de comprender que el hecho de tocar ante alguien conlleva que te puedan estar juzgando. No lo entendí hasta bastante más tarde. Veo ahora un vídeo de cuando actué en El conciertazo, el programa de Fernando Argenta. Se nota claramente que no entiendo el hecho de que estoy ante una audiencia.
Pero para presentarle en un programa de televisión, ya veían en usted posibilidades. ¿Cómo descubrieron sus profesores eso? ¿Se lo dijeron pronto a sus padres?
Los profesores se lo dijeron cuando yo tenía seis años o así. Les comentaron que, si se querían involucrar, yo podría llegar a ser un buen pianista en el futuro. Dependería de mi evolución, podía torcerme en la adolescencia, pero tenía aptitudes.
¿Eso animó a sus padres para intentarlo? Imagino que les dieron pautas.
Sí, claro, porque por mucho que los profesores se empeñen con su trabajo, la clave está en casa. Desde ese momento se centraron en ello.
¿En qué consistía ahí el papel de su familia?
Pues, por ejemplo, mi madre venía a clase, lo escuchaba todo, tomaba notas y después lo aplicaba en casa. Le salía del alma. Y al volver se ponía conmigo y se encargaba de que yo practicara según esas indicaciones.
¿Qué hacía usted para relajarse o enderezarse cuando salían mal las cosas?
Depende, puedo tener varias reacciones. Para enderezar mi voluntad, desde quedarme dos horas más de lo previsto a estudiar a, si quiero relajarme, salir a pasear. Ese es uno de los mayores lujos de mi vida. Pasear en silencio.
¿Qué es para usted la voluntad?
En un sentido artístico, un espíritu de creación. Para eso necesitas trabajo y abnegación.
¿Y el silencio?
Un buen piano. Me encontré en Nueva York a un señor que los rehace y concibe un instrumento perfecto como aquel que se construye a partir del silencio. Suena a planteamiento muy filosófico, pero a mí me vale.
¿Partir del silencio para acabar de nuevo en él…?
¡Anda que no hay compositores que han teorizado sobre el silencio! Mozart, Beethoven, Mompou con su Música callada. Un buen concierto es ese lugar en el que nos encontramos en paz. En silencio, sin movernos ni hacer nada.
De hecho, usted asegura que dar un concierto es un rito, no una mera forma de ganarse la vida y cobrar.
Lo es, un rito espiritual, nada dogmático ni religioso, pero un rito. Con su lenguaje, su propia forma. Existe ese prejuicio aún elitista sobre las salas de concierto, aunque hoy en día menos. Me gusta pensar que ese acontecimiento y la música conservan una abstracción, una pureza.
Pero existen elementos que lo contaminan también, intereses, clanes, política, normas sociales, en suma.
No sé, me vas a tener que convencer de eso.
Desde el momento en que las salas de concierto, ciertos ciclos o los teatros están subvencionados, a la utilización que muchos hacen de los conciertos.
Ya. ¿Y qué? Es política la utilización que ciertos sectores realizan de nuestro mundo, vale. Pero el acto de la música en sí no lo es. Los seres humanos hacemos cosas estúpidas con ella, pero, insisto, la música en sí no lo es; por eso, la gran música sigue viva. Por mucho que le queramos adherir pegatinas, se las quita y continuará vigente después de que nos muramos.
Volvamos al niño, ¿cuándo se dio cuenta de que se convertiría en músico de por vida?
Nunca lo supe con certeza.
¿Ni siquiera ahora?
Todavía no lo sé, no. Cuando me dicen que soy un pianista concertista, me pregunto qué es eso. Toco el piano para gente, pero lo otro me parece virtual.
Imagino que, desde su paso por el Concurso Chopin, en Varsovia, aquello se empezó a convertir en algo más real. ¿Qué ocurrió ahí?
Que mucha gente lo vio y lo escuchó. Como nunca antes en la historia de la competición. Recuerdo la sorpresa de los organizadores, asustados. Salí de una de mis actuaciones y los vi como con los ojos fuera de las órbitas. “¿Qué pasa?”, pregunté. “Tranquilo, que no es por ti”, me dijeron. Habían tenido casi 300.000 visualizaciones. Gente de todo el mundo.
Y usted ahí, en la final.
Fue muy curioso, me hizo muy feliz. Mis amigos compañeros de la Escuela Reina Sofía se habían juntado para verlo como si se tratara de un partido de fútbol. Eso es lo que pasó.
Algo más ocurriría, me imagino. Dentro de usted.
En mí, nada, yo lo viví como una absoluta rutina, anduve apartado las semanas que pasé por allí, conscientemente. Me dediqué a pensar en la música y pasar de absolutamente todo.
Y al salir de esa burbuja, ¿su vida cambió?
Sí, aunque no lo sabía. No me di cuenta in situ de la importancia de aquello. En la entrega de premios, no éramos nada conscientes, nos pasamos el tiempo riéndonos, entre bromas, todo fue muy cómico, supongo que para ahuyentar la presión. Ponerlo en perspectiva llevó más tiempo. Días después me monté en un avión para actuar en Japón como consecuencia del concurso y caí en la cuenta de que me había metido en un viaje que cumplía lo que había soñado desde pequeño: tocar conciertos para la gente. No había palabras. Luego todo volvió a su estado natural. El cerebro es muy malo calculando más de diez. Lo que va más allá, se nos escapa.
Es que usted, de pocos conciertos al año, pasó directamente a dar 80.
Pues sí… De dar uno o dos a vivir de ello, sí, sí. De golpe. Aunque mi rutina mental era la de un intérprete que hacía muchos. Estudiaba seis horas al día, sumaba repertorio, como esperando que algún día… Y ocurrió. Estaba preparado.
También se mudó de Nueva York a Varsovia. ¿Tanto le marcó el concurso como para trasladar su vida allí?
Pensé que era un buen cambio. En Nueva York estudié dos años en la Mannes School of Music, con Jerome Rose. Pero tuve que valorar cosas básicas. Me quería agarrar a la ciudad, pero bueno, la mayoría de los conciertos que tengo los doy en Polonia y me siento allí muy bien. La gente es fantástica y la conexión con otros lugares muy amplia. La razón es práctica, la hice con el cerebro, no con el corazón.
¿Si la hubiera hecho con el corazón?
No sé… ¡A Japón! Me encanta. Allí, como en España, disfruto de algo que para mí es fundamental y que planeo siempre con mucho cuidado: ir a comer.
Fundamental. Bueno, pues ya es usted concertista y por muchos años, si no lo tira todo por la borda…
¡Ja, ja, ja! Tienes toda la razón, no tengo nada que decir.
¿Y cómo piensa mantenerse ahí?
Con las mismas rutinas, no he cambiado apenas nada. Lo único es que tengo que coger más vuelos, parece una tontería, pero es así.
¿Se siente solo?
No particularmente.
¿Lo está disfrutando?
Síííí…
¿No le agobia pasar casi de cero a 80 en un año?
Ya te digo que estaba preparado. Si no hubiera ocurrido todo lo que me ha pasado, me hubiera buscado la vida en otra cosa. Lo digo sinceramente, hasta empezar de cero en un bar.
Pero usted, dice, no ha querido ser en la vida otra cosa que pianista.
Bueno, sí, alguna cosa más también. Físico o matemático; de hecho, empecé a estudiar esto último por la UNED. Pero lo dejé. Y piloto de aviones. Lo miré. Bien, eran planes b, c y d.
¿Qué es un piano para usted?
Un instrumento.
¿Nada más que eso? ¿No un modo de vida?
Nada más que eso; un modo de vida, no. Es justo un instrumento que me permite tener un modo de vida. Mi cerebro y mi sensibilidad son un modo de vida.
Grabó ya su primer disco dedicado a Bach y a Chopin. Debo decir que me resulta sorprendentemente austero para la edad que tiene.
Lo es, eso he tratado. La manía por acentuar el individualismo en nuestro mundo me irrita. Es lo primero que se pone en valor, cuando debería ser lo último. Y darse por sí mismo, sin esfuerzo en remarcarlo. ¿Qué significa lo individual? No lo sé. Somos producto de todo lo que nos ha precedido. De una evolución colectiva hacia un instrumento que ha ido creciendo a manos de otros, ¿qué individualismo cabe ahí? Podemos introducir un poco de nuestras visiones después de entender todo lo anterior. Me gustaría que quien escuche el disco piense en todos ellos, no en mí. Cuantos más adornos añadas encima del contenido, menos lo ves. Yo solo pongo el marco que menos afecta a la obra.
La gran música.
Sí, que puede estar en todas partes. Hasta en los videojuegos, en el cine. Si me interesa ese mundo, precisamente, es por los lenguajes musicales que explora.