¿Quién teme a la meritocracia?
No veo cómo puede construirse una democracia de verdad que no sea de verdad una meritocracia
Un fantasma recorre la izquierda: el descrédito de la meritocracia. No sé quién lo engendró, pero uno de sus principales voceros es Michael J. Sandel, autor de La tiranía del mérito (2020); muchas de las ideas de Sandel son atinadas, sobre todo en EE UU, pero pocas pueden traducirse al pie de la letra a nuestra realidad sin traicionarlas. Sea como sea, yo comprendo que la derecha esté contra la meritocracia; lo que no comprendo es...
Un fantasma recorre la izquierda: el descrédito de la meritocracia. No sé quién lo engendró, pero uno de sus principales voceros es Michael J. Sandel, autor de La tiranía del mérito (2020); muchas de las ideas de Sandel son atinadas, sobre todo en EE UU, pero pocas pueden traducirse al pie de la letra a nuestra realidad sin traicionarlas. Sea como sea, yo comprendo que la derecha esté contra la meritocracia; lo que no comprendo es que también lo esté la izquierda.
Según la RAE, la meritocracia es un “sistema de gobierno en que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales”; más en general, podría definirse una sociedad meritocrática como aquella en que las jerarquías —políticas, sociales, intelectuales— se establecen de acuerdo con el mérito. ¿Vivimos en una sociedad así? Contra lo que suele creerse, la democracia no se basa en que todos seamos iguales, sencillamente porque no lo somos: hay gente más fuerte y gente más débil, gente más capacitada y gente menos capacitada, gente decente y gente indecente; no: la democracia se basa en que todos somos iguales ante la ley, en que todos estamos obligados a respetar las mismas normas y tenemos derechos y deberes idénticos. Dicho esto, la izquierda, al menos tal y como yo la entiendo, debería pelear por una sociedad diseñada para los más desfavorecidos, los más débiles y los menos capacitados; pero eso no significa que tal sociedad no reserve un papel para los más aptos y más fuertes: un papel que, por la cuenta que nos trae a todos —y en especial a los menos favorecidos—, debería ser relevante.
Convendremos en que una de las principales aspiraciones de la izquierda consiste en que una persona nacida de padres inmigrantes en el barrio más pobre del pueblo más pobre de España goce de las mismas oportunidades que una persona nacida de padres madrileños en el barrio de Salamanca, y en que por tanto su futuro profesional dependa sólo y exclusivamente de sus méritos. ¿La España actual se parece a eso? Por supuesto que no, pero el responsable de tal carencia no es que vivamos en una sociedad meritocrática, sino precisamente que no vivimos en ella: que con frecuencia lo esencial, entre nosotros, no es el esfuerzo y el talento —el mérito—, sino nuestras ventajas y privilegios de nacimiento, el punto de partida socioeconómico de cada cual. Se dice a veces que quienes apelan al mérito lo hacen para esconder sus ventajas de origen, y que la meritocracia se confunde a menudo con una máscara del privilegio; es cierto, pero despreciar la meritocracia porque todavía no tenemos una sociedad perfectamente meritocrática es como despreciar la libertad porque no tenemos una sociedad impecablemente libre o como abominar de la democracia porque la nuestra no es una democracia inmaculada. “Los triunfadores tienden a creer que su éxito es obra suya, no de la suerte o las circunstancias”, afirma Sandel, quien denuncia lo que llama “la arrogancia meritocrática”; acabáramos: como si no supiésemos que, desde que el mundo es mundo, todo quisque se atribuye siempre los méritos de sus aciertos y jamás las culpas de sus yerros, que los triunfadores son una banda de cretinos y que, aunque es justísimo luchar contra el cretinismo, cabe dudar de que alguna vez logremos derrotarlo. ¿Que la tiranía del mérito es despreciable? Cierto también: porque toda tiranía lo es, porque lo bueno llevado al extremo suele convertirse en malo y porque ni siquiera en una sociedad meritocrática el mérito lo es todo. Pero no es menos despreciable el desprecio del mérito, y no sólo porque los buenos merecen reconocimiento, sino porque su excelencia nos vuelve mejores a los demás.
“De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”: el viejo lema socialista sigue pareciéndome válido, pero no veo cómo puede ponerse en práctica sin cambiar los privilegios por el mérito y sin construir una sociedad lo más meritocrática posible. De hecho, no veo cómo puede construirse una democracia de verdad que no sea de verdad una meritocracia. ¿Quién teme a la meritocracia? Sólo los privilegiados celosos de sus privilegios.