Mala gente
Todo ladrón, después de obtener cuantos bienes materiales desea, aspira a comprar también la admiración y el respeto
Según Sanidad, la circulación ilegal de fentanilo en España es residual: el decomiso mayor ha sido de 219 gramos. Pero hace unas semanas dijeron en La Sexta que el consumo se ha multiplicado por ocho en el último año. Y, aunque la mayor parte sea legal, asusta un poco. Este opioide sintético es 50 veces más potente que la heroína y 100 veces más que la morfina. Lo llaman la “droga zombi” porque destroza a s...
Según Sanidad, la circulación ilegal de fentanilo en España es residual: el decomiso mayor ha sido de 219 gramos. Pero hace unas semanas dijeron en La Sexta que el consumo se ha multiplicado por ocho en el último año. Y, aunque la mayor parte sea legal, asusta un poco. Este opioide sintético es 50 veces más potente que la heroína y 100 veces más que la morfina. Lo llaman la “droga zombi” porque destroza a sus víctimas, que apenas pueden mantenerse en pie y se agitan de forma convulsiva, como si fueran una mala copia de los muertos vivientes de las películas. De todos es sabido que Estados Unidos sufre una epidemia de opiáceos que ha matado a 500.000 personas en dos décadas y que hizo que en 2017 se declarara una situación de emergencia sanitaria. Hoy fallecen 200 adictos al día por el fentanilo en EE UU, y hay otros países, como Canadá, que atraviesan problemas parecidos. Y todo comenzó con la indecente avaricia criminal de una familia, los Sackler, protagonistas de una especie de parábola moral del capitalismo tóxico más feroz.
Los Sackler, multimillonarios y propietarios de la farmacéutica Purdue Pharma, comercializaron en 1995 el fármaco OxyContin, consistente en oxicodona, un opiáceo sintético tres veces más potente que la morfina y con un elevado riesgo de adicción. Aun a sabiendas de esto, los Sackler lanzaron una masiva campaña publicitaria para convencer a los médicos de que se trataba de un fármaco sin problemas secundarios de relevancia que podía ser recetado para dolores crónicos o leves. Las ventas comenzaron a subir como la espuma, los riquísimos Sackler se hicieron más ricos y otras farmacéuticas se subieron al carro de los opiáceos. El negocio prosperó de tal modo que en 2012 se recetaron en Estados Unidos 282 millones de frascos de estos medicamentos. Los pacientes, que recibían la droga legal y alegremente, se convertían en adictos y acababan buscando la dosis en el mercado negro. De la oxicodona pasaron al fentanilo y de ahí a la destrucción y la muerte. Por añadidura, la carencia de escrúpulos de estas farmacéuticas pervirtió el sistema sanitario. Por ejemplo, entre 2013 y 2015 varias de estas empresas dedicaron 46 millones de dólares a convencer a más de 68.000 médicos de la bondad de sus opiáceos, por medio de regalos, viajes de lujo o conferencias extraordinariamente bien pagadas. Es otro tipo de epidemia, es la falta de ética extendiéndose como un pringoso aceite.
Y aún falta lo mejor de esta parábola. Porque, mientras tanto, los Sackler se dedicaron a convertirse en unos mecenas, en los perfectos prohombres y promujeres de la alta sociedad, donando muchísimos millones de dólares (para ellos calderilla) a museos, universidades y prestigiosos centros culturales del mundo. La ambición del poder no tiene límites y todo ladrón, después de obtener cuantos bienes materiales desea, aspira a comprar también la admiración y el respeto. En esta ocasión, sin embargo, las mentiras fueron tan graves y la trágica cosecha de muertes tan elevada que a los Sackler se les derrumbó el chiringuito. Ya en 2007 admitieron haber engañado y fueron multados (aunque el negocio de los opiáceos siguió viento en popa). En 2020 tuvieron que reconocer su culpa nuevamente y asumir decenas de miles de querellas. En agosto pasado, Purdue Pharma intentó hacer quiebra tras prometer pagar 6.000 millones de dólares a las víctimas de sobredosis, pero el Tribunal Supremo impidió la maniobra (al parecer la familia Sackler había retirado previamente de la empresa 11.000 millones de dólares). Su prestigio también se ha hundido. En 2019, el Museo del Louvre retiró el nombre de Sackler de sus salas. En 2021, el Metropolitan de Nueva York hizo lo mismo. Y este año los borró la Universidad de Oxford. Los Sackler han caído, sí, pero estuvieron ahí arriba durante décadas, bautizando con su apellido galerías de alcurnia y nobles auditorios. Me pregunto cuántos otros canallas siguen subidos a pedestales marmóreos. Como, por ejemplo, el general argentino Rosas, responsable de una matanza de indios tan atroz que, descrita por Charles Darwin, que fue testigo directo, el relato resulta insoportable. O como nuestro marqués de la Ensenada, tan ilustrado él y tan moderno, que ordenó en 1749 la Gran Redada, un plan genocida contra los gitanos. Los próceres de la patria dan bastante miedo.