La incierta revolución contra la obesidad
Un 16% de los adultos en el mundo sufre, según la OMS, esta dolencia que también afecta a 160 millones de niños y adolescentes y que acarrea estigma social y, a veces, médico. Los nuevos fármacos, con Ozempic al frente, no bastarán para combatirla. Hay que atacar la raíz del problema: la pobreza y la desigualdad social
La obesidad es una de las pocas enfermedades notorias a simple vista. De las escasas en que los pacientes experimentan sentimientos de culpa cuando van al médico. Y, probablemente, la única en la que muchos sanitarios responsabilizan a las personas que la padecen. “Me hicieron sentir fatal durante el embarazo, me dijeron cosas feísimas, como ‘ahora sí que vas a tener que cuidarte’ o ‘no vas a poder coger a tu hija”, recuerda Leila del Caño, que lleva lidiando con la obesidad sus 36 años de vida, que siempre fue “la amiga gorda” y que ha fracasado en dietas de toda índole. Su relato se parece a...
La obesidad es una de las pocas enfermedades notorias a simple vista. De las escasas en que los pacientes experimentan sentimientos de culpa cuando van al médico. Y, probablemente, la única en la que muchos sanitarios responsabilizan a las personas que la padecen. “Me hicieron sentir fatal durante el embarazo, me dijeron cosas feísimas, como ‘ahora sí que vas a tener que cuidarte’ o ‘no vas a poder coger a tu hija”, recuerda Leila del Caño, que lleva lidiando con la obesidad sus 36 años de vida, que siempre fue “la amiga gorda” y que ha fracasado en dietas de toda índole. Su relato se parece al de otras muchas personas con más kilos de los que se consideran saludables. Personas que ahora contemplan con esperanza una nueva generación de medicamentos que prometen solucionar de forma aparentemente sencilla un problema tremendamente complejo. El famoso Ozempic, la conocida como droga de Hollywood para perder peso —aunque realmente esté indicada contra la diabetes—, es solo la punta de lanza de una revolución farmacológica contra la obesidad que ha alterado el producto interior bruto de Dinamarca, el país donde se fabrica. Ya está cambiando la vida de mucha gente, pero no deja de ser un parche a una epidemia con raíces profundas y que no hace más que crecer.
Una broma sobre el Ozempic se repite de vez en cuando en foros médicos: “Habría que echarlo al agua”. Después de décadas de lucha fallida contra la enfermedad, los profesionales de la sanidad están viendo cómo este fármaco no solo reduce el peso sin tener que apelar erróneamente a la fuerza de voluntad de los pacientes, sino que también aminora muchas de las enfermedades que suelen acompañar a su exceso: diabetes, hipertensión, colesterol, fallos cardiacos, hígado graso, apneas del sueño, problemas de movilidad y articulares…
La analítica de Leila, a pesar de sus 135 kilos, no tiene ni un asterisco. La incomprensión que ha encontrado toda su vida —excepto por parte de su pareja, que la apoya “demasiado”— le ha generado una especie de rechazo a adelgazar. “Me crie con la imagen de top models cocainómanas de 45 kilos; esa era la aspiración. Y cuando la gente ve que pierdo peso y me dice lo bien que estoy, no lo soporto, mi cerebro hace clic y me pongo a comer”.
Aunque la obesidad puede ir de la mano de indicadores perfectos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) la considera “una enfermedad crónica compleja” y “un problema de salud pública” por la forma en que incrementa el riesgo de sufrir otras. “El exceso de grasa corporal deteriora el estado de salud, favorece el desarrollo de complicaciones médicas a corto, medio y largo plazo, y reduce la esperanza de vida”, reza la guía de la Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad (SEEDO).
Las dos páginas de medicamentos que tiene prescritas Marius Luca Patrutiu lo atestiguan. Metformina para controlar el azúcar, furosemida para eliminar líquidos, bisoprolol y perindopril para la tensión, simvastatina contra el colesterol, dacortin para la insuficiencia suprarrenal, atrovent para los broncoespasmos… Este cantante de ópera rumano de 60 años lleva 25 en España y se gana la vida como taxista. Sus 145 kilos le hacen vivir pendiente de ese rosario de medicamentos y tener que tomar medidas drásticas para solucionar su problema. Ya no hay dieta que lo solvente. Hasta hace no mucho, la única alternativa que le podían plantear los médicos era la cirugía bariátrica, que a Marius le da “bastante miedo”. Es lo que le sucedió a Cisco Coma, que entró “acojonado” al quirófano con 170 kilos a los 40 años, pero consiguió perder 70 en algo más de un año. Ahora afloran fármacos que pueden reducir el peso corporal en más de un 20%, equiparables a lo que se suele conseguir con esa operación.
Antes de profundizar en esas medicinas y en la revolución que traen consigo, conviene entender cómo Marius, Leila, Cisco y otras muchas personas con obesidad llegaron hasta ahí, y por qué es tan complicado revertir esta enfermedad, hasta el punto de lucir esa etiqueta de “crónica”. Incluso si quien la padece pierde peso, siempre estará ahí y correrá el riesgo de recuperarlo con facilidad.
El camino a la obesidad parece simple: es la consecuencia de un desequilibrio entre la ingesta calórica (alimentación) y el gasto calórico (actividad física). Esa aparente simplicidad es, en parte, la que ha causado el estigma de las personas que la sufren, como si fuera un acto de voluntad. “Come menos y muévete más”, es lo que la sociedad —y muchos sanitarios— ha venido a decir a las personas obesas en las últimas décadas. Pero hoy se sabe que es mucho más complejo. Ese desbalance se produce en un ambiente obesogénico que pone al alcance de los ciudadanos comida muy sabrosa con muchas más calorías de las necesarias, un entorno que es más difícil de esquivar en ambientes socioeconómicos más bajos y con determinadas predisposiciones genéticas.
Todo ello está catapultando la enfermedad, con cifras que muestran que va más allá de apelar a las decisiones individuales: según los últimos datos de la OMS, de 2022, alrededor del 16% de los adultos en el mundo tiene obesidad. Eso supone un aumento de la prevalencia del 100% desde 1990. Este fenómeno sucede desde la infancia: en aquel año, tan solo el 2% de los niños y adolescentes de 5 a 19 años tenía este problema (31 millones); ahora, asciende al 8% (160 millones). Si un niño padece obesidad, es probable que la arrastre toda su vida.
¿Por qué sucede esto? El exceso de grasa altera por completo el metabolismo. Los cambios hormonales modifican la percepción de saciedad, frenan la inhibición del apetito y la predisposición para el movimiento. Las restricciones por las que pasan la mayoría de las personas con obesidad —una frase muy recurrente es “llevo toda mi vida a dieta”— provoca que sus cuerpos se adapten a limitaciones calóricas, que se pongan en modo ahorro y que lo que en una persona sana es rápidamente eliminado en ellos se almacene como más grasa.
Todo en los organismos de estas personas se reconfigura para que el peso no baje; incluso que siga subiendo. Por eso, la mayoría de los abordajes usados hasta ahora han terminado fallando. “Perder un kilo cuesta muchísimo, pero ganarlo es muy fácil”, asegura Paloma Santos, de 37 años, quien, además de sufrir obesidad, está haciendo una residencia de medicina de familia en el hospital de Palamós. “Es un desequilibrio de esfuerzo enorme. Te dices: ‘Todo lo que he puesto para perder un kilo…, he tardado un mes… y lo he ganado en dos días’. Esa sensación de frustración va pesando mucho y necesitas métodos que sean efectivos y que te ayuden. De lo contrario, es como pedir a un diabético que él mismo se regule la glucemia. El esfuerzo es inmenso porque tiene un déficit en regulación endógena de su cuerpo”, continúa.
La diferencia (o una de ellas) es que la diabetes no porta el estigma de la obesidad. No se percibe a simple vista; quienes la sufren son tratados como víctimas de una enfermedad, no como culpables de tenerla. Un informe de este año de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN) señala que el 58% de las personas con obesidad se han sentido señaladas por su condición. Carmen Vázquez, de 40 años, llegó a los 102 kilos a causa de una enfermedad que no la permitía moverse. Es fija discontinua en el Ayuntamiento de Madrid, así que cada verano tiene que buscar otros trabajos: “Noté una diferencia enorme al ser obesa; con el mismo currículo, antes me llamaban y después no”. “Había gente que, por mi estado físico, veía la grasa, no a la persona. No me saludaban y, después de la operación, lo han vuelto a hacer”, confiesa Federico Luis Moya, presidente de la Asociación de Pacientes Bariátricos y Obesidad Híspalis, que perdió 100 kilos en un año tras una cirugía bariátrica. Es una intervención que altera la anatomía gastrointestinal —generalmente achicando el estómago— para que la persona quede saciada antes y coma menos. “Me cambió la vida. Vi huesos que no conocía”, dice. A sus 40 años, ahora puede atarse los cordones. Pero aclara: “Es lo excepcional. Los cirujanos no se pueden comprometer acerca de cuánto peso vas a perder ni cuánto vas a tardar”.
Ese estigma también estaba presente en el ámbito sanitario: “Cuando tienes obesidad y entras por la puerta de una consulta, no te dejan ni hablar y ya te están dando una fotocopia, y a lo mejor ibas porque tenías gripe”. Habla de una hoja con una dieta estándar de dudosa utilidad para una enfermedad tan compleja. Joana García, de 55 años, la ha visto muchas veces: “Siempre que he ido al médico me ha dado la fotocopia de las 1.200 calorías, lo prohibido, lo que solo puedes comer una vez…, lo típico. La sigues un tiempo, adelgazas y lo acabas recuperando”. Ella llegó a pesar 138 kilos, hasta que se sometió a una cirugía con la que perdió 50.
“La obesidad es una enfermedad que a los médicos no nos gusta”, reconoce Iñaki Marina, médico internista y miembro de la SEEDO. “A mí sí, yo soy un activista, pero los colegas ven cómo les complica el trabajo: el 60% de su actividad tiene que ver con la obesidad”, asegura. Para ilustrar esto, Marina cita un estudio financiado por Novo Nordisk (la empresa que fabrica Ozempic): “El 80% de los pacientes de obesidad cree que es responsabilidad suya, su problema. Y el 80% de los profesionales cree que estas personas no quieren abordarlo. Hay una doble negación que acaba sin ofrecer soluciones”.
Son muchos los sanitarios que trabajan por cambiar esto, como el propio Marina. Otra es Violeta Moize, dietista nutricionista en el hospital Clínic de Barcelona: “Estábamos abordando mal el problema. No es cuestión de dieta y ejercicio. Ese es un mensaje simplista. En el tratamiento tiene una parte muy importante lo emocional. Todavía existen muchos dietistas, muchos médicos, que siguen con idea de decirle al paciente lo que tiene que hacer, un mensaje directivo que no sirve para nada. Lo que es importante es trabajar con una entrevista motivacional, evocando el motivo que la persona tiene para cambiar. Eso requiere conversación, que el paciente forme parte de la decisión de su tratamiento y que esta sea compartida. Cuando viene una persona y le pregunto en qué puedo ayudarla, se extraña de que no le vaya a dar ninguna dieta. Ahí generas el vínculo. Y a partir de ese momento vemos cuáles son sus necesidades, si requiere cirugía, psicoterapia, fármacos…”.
Y aquí volvemos a los medicamentos que prometen revolucionarlo todo. Una familia de fármacos borra de un plumazo muchas de las barreras con las que se topan las personas con obesidad para perder peso: quita las ganas de comer. Son los análogos del GLP-1, que imitan los efectos de un péptido del mismo nombre, que se segrega naturalmente en el intestino al comer. Tiene dos efectos principales: informa al cerebro de que se han ingerido alimentos, lo que provoca sensación de saciedad, y estimula la secreción de insulina en respuesta a un aumento de la glucosa en el páncreas. En personas con diabetes tipo 2 u obesidad, estos efectos pueden estar deteriorados, lo que los lleva a continuar comiendo a pesar de sentirse físicamente llenos. Los análogos del GLP-1 están diseñados para imitar estos efectos, pero con una duración prolongada: el péptido natural tiene una vida media muy corta y sus efectos son temporales, mientras que los análogos pueden mantener sus efectos durante días.
A esta familia pertenece Ozempic, que aunque en España está indicado solamente para la diabetes, se usa mayoritariamente contra el sobrepeso y la obesidad, lo que ha causado incluso problemas de suministro. Pero, como adelanta Cristóbal Morales, vocal de la SEEDO que ha participado en los ensayos clínicos de varios de estos fármacos, Ozempic es solo el comienzo. “Viene una revolución. Entramos en un cambio de era. Pero un gran poder conlleva gran responsabilidad; son fármacos tan potentes que necesitan un uso muy experto”, asegura. Wegovy, otro medicamento de la Novo Nordisk, ya está aprobado para luchar contra la obesidad. Viene a ser lo mismo con distinta cantidad de principio activo y todavía no se comercializa en España porque la compañía danesa no tiene capacidad para fabricar tanto como le demandan, así que restringe su venta por ahora a Estados Unidos, Reino Unido, Dinamarca y Alemania. Y ya hay medicamentos de la misma familia, pero de una nueva generación, todavía más efectivos. Mounjaro, de Lilly, ya ha sido aprobado en Europa para personas con obesidad o sobrepeso y, al menos, una comorbilidad.
Mientras todos ellos llegan a España, el que se ha extendido es Ozempic. Benjamín Pérez, de 48 años, se lo pincha cada jueves. Ya ha perdido más de 30 kilos sin hacer régimen. “No tienes que privarte, simplemente te autorregulas. Ves alimentos que antes te comerías y ahora simplemente no tienes hambre, con muy poco quedas saciado”, relata. Esto sucede también con la bebida y ya se está ensayando para luchar contra el alcoholismo. Los médicos insisten en que solo la medicación no es suficiente, y que tiene que ir acompañada de una mejora de hábitos alimentarios y de movimiento. Pero con ella, este cambio es mucho más sencillo. Como dice Josep Vidal, del Clínic, “la persona con obesidad es capaz de enfrentarse a ese medio hostil de sobreabundancia de alimentos de manera más racional”. Benjamín es el ejemplo claro de esto. Cuando llega el martes y, sobre todo, el miércoles, se nota con más hambre. Pero de nuevo llega el pinchazo que se la calma. ¿Y qué pasa cuando termina el tratamiento? Aquí vienen las malas noticias. La mayoría de los pacientes recupera dos tercios del peso perdido, sobre todo en forma de grasa. Un estudio financiado por Novo Nordisk muestra que con ejercicio físico se puede mantener mejor el peso tras dejar la medicación, pero no todos los pacientes siguen estas pautas.
Si no se pone coto a este ambiente obesogénico que impulsa de forma imparable la obesidad y el sobrepeso, se abre un escenario inquietante: una población crónicamente medicada. Sobre esto advierte Wifredo Ricart, jefe del departamento de Endocrinología y Nutrición del Hospital Universitario de Girona Doctor Josep Trueta: “No se puede normalizar la obesidad. La solución farmacológica es puramente temporal y afectará a una mínima cantidad de las personas que la sufren. La industria se hará rica, pero no solucionará el problema ni de lejos. Está bien que haya tratamientos para personas obesas, pero hay que ir a la raíz, que está en la desigualdad social y la pobreza. En una hamburguesería puedes comer por ocho euros y te metes 3.000 calorías. Hay que negociar con la industria; es un problema político. No se trata de medicinas, sino de cambios sociales”.
Josep Vidal entra a este debate: “¿Vamos a medicalizar la sociedad por un problema de sobreabundancia? La reflexión no es mala. Pero lo estamos haciendo cuando tratamos la diabetes, la hipertensión. Estamos medicalizando una condición que, si todos fuéramos más delgados, no existiría”. La médica Paloma Santos razona: “Ojalá estos nuevos fármacos pudieran estar al alcance de más gente y fueran financiados, no esperar a que la persona obesa se haga diabética para acceder al tratamiento”. Es lo que le sucedió a Leila del Caño, que, pese a sus analíticas perfectas, como la mayoría de las personas con sobrepeso quiere adelgazar: “Quiero vivir más años, que mis rodillas no tengan que soportar este peso, poder montarme en una montaña rusa con mi sobrino”. Su médica de la sanidad pública le dijo que no podía prescribirle Ozempic porque no está aprobado sin diabetes, así que la Seguridad Social no se lo cubre. Lo que hacen miles de personas en esta situación es buscar un facultativo privado que se lo recete. Eso les da acceso al fármaco a cambio de los 128,15 euros que cuesta al mes. “Es lo que me estoy pensando ahora, si me merece más la pena operarme o pasarme la vida atada al Ozempic. Con él, se frenarán las ganas de comer cuando me digan: ‘Has adelgazado, qué bien estás”, reflexiona.